jueves, 19 de julio de 2018

SENDA DE LOS ACANTILADOS DE SAN VICENTE DE LA BARQUERA: un paseo junto al mar

San Vicente de la Barquera, 6 de julio de 2.018


Madrugo: le preparo un biberón a mi despertador, se lo doy y le devuelvo a la cuna. Salgo de casa de mis suegros y camino hasta el Santuario de la Barquera, una pequeña capilla construida en el siglo XV para albergar la imagen de la patrona de la villa, en cuyo honor se celebra la fiesta de La Folía.


Se trata de un edificio de planta rectangular, con muros de mampostería, formado por una sola nave a la que posteriormente se adosaron varios cuerpos que hasta hace poco se utilizaron como hospedería. Llama la atención el precioso y robusto pórtico por el que se accede a la capilla, formado por varios arcos de medio punto que descansan sobre pilares reforzados con contrafuertes.

Cuenta la leyeda que, un lejano Martes de Pascua, los marineros del pueblo, reunidos para celebrar la Semana Santa junto al mar, descubrieron junto a la costa una pequeña embarcación sin tripulación, ni velas, ni remos, con una imagen de la Virgen a bordo que durante años les señaló cuál iba a ser la dirección de los vientos futuros. En honor a ella construyeron la capilla en la que, desde entonces, se venera y rinde culto a la Virgen de la Barquera.


Continúo mi paseo hasta llegar a uno de los dos espigones que protegen al estuario que forma la ría de San Vicente, en cuyo interior se encuentra el puerto de la localidad, un rompeolas que soporta estoicamente el empuje de nuestro precioso Mar Cantábrico.



Tomó el sendero que descubro a mi izquierda y asciendo hasta al faro de Punta de la Silla. Construido durante el reinado de Isabel II, fue inaugurado el 27 de diciembre de 1.871 y en la actualidad alberga el Centro de Interpretación del Parque Natural de Oyambre.


Aquí comienza la senda de los acantilados de San Vicente de la Barquera, una ruta circular de unos nueve kilómetros, perfectamente señalizada, que en poco más de dos horas habrá de llevarme de vuelta a casa.

El asfalto me conduce hasta la E.D.A.R. de la villa. Flanqueo las instalaciones de la depuradora de aguas residuales y dejo que las marcas blancas y amarillas me conduzcan hasta los restos de una ermita que abrazados al verde se resisten a desmoronarse y dejar de contemplar desde lo alto la inmensidad del mar.



Paso de largo. Regreso al asfalto. Ignoro a un puñado de vacas sueltas y camino hasta la Posada Punta Liñera para desviarme a la derecha por una pista que conduce hasta un hospedaje. Poco después, tomo una senda confinada entre sendas alambradas y juntos nos precipitamos hacia el mar.


Alcanzo el pie de los acantilados y dejándome guiar por mi intuición busco los postes de madera que marcan el camino.
Recorro la costa de este a oeste: un hermoso lapiaz cubierto de brezo.


Gano algo de altura y, al volver la vista atrás, vislumbro, a lo lejos, la playa de Merón, la Punta del Oeste y el cabo de Oyambre.


Frente a mí se alzan los llanos del monte Jerra, y por detrás de ellos, los Picos de Europa.


Me alejo ligeramente del mar y ante mí se abre la mítica cueva del Cuelebre, una dolina calcárea que durante años sirvió de guarida al temible dragón de San Vicente.


Cuenta la leyenda que en este lugar vivía la terrible bestia que amenazaba con asolar los campos si no se le entregaba una doncella virgen cada año. Resignados, los aldeanos se veían obligados a entregar con pesar a sus hijas para que fueran devoradas por el monstruo, hasta que le tocó el turno a una fervoroso cristiana. Esta rezó con tanta fe que, cuando el bicho iba a comerla, apareció el apóstol Santiago montado en su caballo blanco. Entonces, las resistentes escamas del gigantesco réptil comenzaron a desprenderse de su cuerpo y el apóstol aprovechó para herirlo en la garganta y acabar con su vida.

Continúo mi paseo y llego a la Punta del Fraile. Frente a mí se extiende la hermosa ensenada de Fuentes.



El rincón es precioso y no tiene nada que envidiar a la vecina playa de Berellín. Un par de caravanas comparten el lugar con un puñado de cabras y algunas vacas. Me detengo a escuchar el silencio y desciendo hasta el minúsculo arenal.


Ya va siendo hora de regresar a casa. Me planteo la posibilidad de volver por la costa, pero temo que se me haga tarde y opto por completar el circuito caminando por pistas asfaltadas que se deslizan entre prados vallados ocupados por vacas.


Atravieso el barrio de Santillán y llego al barrio de Boria. Regreso a San Vicente por su extremo noroccidental. Al otro lado del brazo mayor de la ría se alza la Iglesia de Santa María de los Ángeles, dibujando una de las postales más bonitas de Cantabria.


Llego a casa a tiempo de darme una ducha y preparar los bártulos para ir con quienes más quiero a pasar el día a Comillas: ¡ellos se reparten mis besos! Por la tarde regresamos juntos al espigón. Algún día, dentro de unos años, repetiremos este paseo juntos…


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