lunes, 24 de febrero de 2020

EL IMPREVISTO CASO DEL CHICO EN LA PECERA: ¡vamos, pececito!

Santander, 20 de febrero de 2.020


Después de leer “La lección de August”, le regalé un ejemplar de la novela de R. J. Palacio a Claudia. Entonces fue ella la que me habló de un libro que se había leído hacía poco tiempo: “El imprevisto caso del chico en la pecera”, de Lisa Thompson. Me lo dejó y ahora acabo de terminar de leerlo…



Matthew Corbin es un chico de doce años afectado por un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que le obliga a vivir encerrado dentro de su habitación. Todo empezó cuando su hermano pequeño murió: “Callum murió por mi culpa -se dice una y otra vez-. Me gustaría que estuviera aquí. Me gustaría de verdad. Yo no quería que muriera; habría sido el mejor hermano para él…”.
Se pasa el día preocupado por los gérmenes que le rodean y por la terrorífica posibilidad de caer enfermo, y está convencido de que el más mínimo roce con otras personas puede matarlo, aunque lo que de verdad le asusta es la posibilidad de contraer alguna enfermedad y contagiar a los demás. Sus miedos interfieren de manera significativa en su vida diaria y le han llevado, por ejemplo, a dejar de ir a la escuela. No sale de su habitación y siente la necesidad de lavarse las manos una y otra vez porque solo eso le ayuda a sentirse mejor.
Lo cierto es que se siente incapaz de enfrentarse a lo que cree que hizo cuando tenía siete años: “Llevaba unos minutos completamente inmóvil en mi cama, escuchando el borboteo del estómago y confiando en que las náuseas se me pasarían, pero, al ver que no se iban, llamé a mi madre. Ella estaba en los últimos días de su embarazo. Tardó un poco en llegar, pero vino, encendió la luz de la mesita y se sentó a mi lado. Entonces, no pude aguantar más y vomité. Manché la moqueta, la colcha y la pierna y el brazo derechos de mamá. Papá vino enseguida y nos ayudó a limpiar la habitación y cambiar la ropa de la cama. A la mañana siguiente me sentía aún peor: me picaba todo y me dolía el cuerpo entero, desde los párpados hasta la punta de los pies. Al verme en el espejo descubrí que mi cara estaba de puntos rojos: ¡tenía varicela! Papá y mamá no le dieron mayor importancia y durante varios días ella me cuidó como una enfermera de verdad: me colocaba toallas frías en la frente cuando me subía la temperatura y me ponía una espesa crema de color rosa en los granitos, pero, al cabo de un tiempo, las cosas empezaron a ir mal. Yo estaba tumbado en el sofá del salón leyendo un cómic cuando la oí hablando por teléfono con papá desde la cocina: “Hay sangre, Brian. Estoy muy preocupada…”. Poco después, nuestros vecinos vinieron a casa para quedarse conmigo mientras ella cogía un taxi y se marchaba al hospital. Callum murió por mi culpa: ¡yo contagié a mamá! De no haber estado enfermo, de no haber tenido esos gérmenes, él estaría ahora con nosotros…”.

Desde entonces, la ventana de su casa se ha convertido en su particular ‘ventana indiscreta’. A través de ella observa el mundo que lo rodea, pero limitarse a observar cómo la gente vive su vida mientras pasa la tormenta no siempre es la mejor opción. Me pregunto qué siente uno cuando se pasa el día metido dentro de sí mismo, viendo el mundo pasar. De vez en cuando hay que salir a la calle y bailar bajo la lluvia; afrontar nuestros miedos y mirar al futuro con esperanza. Matthew lo tiene claro: él lo que quiere es reincorporarse al mundo de los vivos y pronto lo conseguirá…

“Quiero bajar un día al salón y darle un abrazo enorme a mamá; ir a buscar a papá, darle una buena palmada en la espalda y jugar con él una partida de billar. Después, sentarme con ellos a cenar y dejar que Nigel -nuestro gato-, ronronee mientras se frota contra mis piernas, emocionado por tenerme allí, y, al acabar, dejarnos caer los tres sobre el sofá y ver alguna película antigua, de esas que nos hacen reír tanto. ¡Esa es mi mayor ambición ahora mismo!”.

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