París, 14 de diciembre de 2.016
Durante el
Segundo Imperio Francés, entre 1.852 y 1.870, París experimentó una profunda
transformación promovida por el emperador Napoleón III y el prefecto de la
ciudad -el barón Haussmann-, que afectó tanto al corazón de la urbe como a sus
barrios periféricos: se creó una nueva red de alcantarillado, se renovó el
mobiliario urbano, se remodelaron plazas y jardines, se restauraron fachadas y
se abrieron nuevas calles y bulevares. Napoléon III deseaba modernizar París y
dejar atrás su pasado medieval, pero para conseguirlo hubo de recurrir a una
controvertida política de expropiaciones que fue duramente critada por muchos
contemporáneos del emperador. Las familias desalojadas se vieron obligadas a
desplazarse a los barrios periféricos. La geometría se convirtió en el eje
vertebrador de la nueva ciudad y se aprobó un decreto que garantizaba la
homogeneidad de las nuevas arterias y regulaba los proyectos arquitectónicos y
el aspecto estético de los inmuebles privados: la nivelación de las vías, la
alineación de los edificios, su altura, la inclinación de sus tejados, los
materiales utilizados...
Este es el escenario de la novela que tengo entre manos durante mi viaje a París: “La casa que amé”
(2.011), de Tatiana de Rosnay…
La
casa era antigua, alta, cuadrada, con el tejado de pizarra y tres plantas, con
cuatro ventanas en cada una, con postigos de color gris y barandillas de hierro
forjado. Tenía cerca de ciento cincuenta años y había visto pasar generaciones
de Bazelet. Su esposo había nacido allí: como su padre y el padre de su padre…
Solo su familia había vivido entre unas paredes que se erigieron en 1.715,
cuando se hizo la calle Childebert.
En
1.849 el emperador Napoleón III y el barón Haussmann se reunieron en uno de los
palacios presidenciales para imaginar, pensar y planificar una ciudad nueva,
inspirada en las grandes avenidas de Londres. Desde entonces, el prefecto había
sometido a sus vecinos a un inhumano sinfín de expropiaciones y demoliciones
que habían hecho que vivir en París fuera como hacerlo en una ciudad sitiada,
invadida por la suciedad, los escombros, las cenizas y el barro. Sus tropas de
obreros habían arrasado la isla de la Cité, destruido varias iglesias y
reventado el Barrio Latino a cambio de unas cuantas líneas rectas, unos
bulevares interminables y un montón de edificios grandes, idénticos unos a
otros. Durante todo ese tiempo, la casa se había convirtido para Armand Bazelet
en una inagotable fuente de esperanza. Ni por un instante pudo imaginar la
posibilidad de abandonarla, pues pensaba que le protegería, y ahora, diez años
después de su muerte, ejercía el mismo influjo sobre ella.
Rose
es consciente de que, dentro de cien años, cuando la gente viva en un mundo
moderno que nadie puede imaginar –ni siquiera el más aventurado de los
escritores o de los pintores-, nadie recordará el París que ellos amaron. Habían
destruido el barrio de su infancia y le habían dejado sin referencias: habían
hecho desaparecer el pintoresco café frente al que pasaban todas las mañanas,
el callejón oscuro y sinuoso de adoquines desiguales en el que los gatos
jugaban, el banco en el que se sentaban, los geranios rosas de las ventanas y
los niños que corrían por las calles... ¿Qué había sido del París medieval: de
su encanto pintoresco y de sus paseos sombreados y tortuosos? Miles de personas
se habían visto obligadas a hacer las maletas y mudarse fuera de las murallas
de la ciudad porque, después de ver como el barón destripador fagotizaba sus
casas, no podían pagar los alquileres de sus edificios nuevos. El emperador y su
acólito, el nefasto Atila de la línea recta, habían construido un decorado de
teatro a su imagen y semejanza: sin corazón ni alma, y ahí mismo, justo al lado
de la iglesia, el bulevar Saint-Germain continuaba con su monstruosa invasión.
Sumergida
en la oscuridad, con las ventanas apagadas, su casa era la últma que aún se
mantenía en pie. Sus paredes le acogían en un abrazo protector y allí,
resguardada entre sus recovecos, ella se sentía segura. Habían sido felices en
aquella casa y nadie podría arrebatársela…
No hay comentarios:
Publicar un comentario