Santander, 26 de julio de 2.021
Hace unas semanas, después de recorrer la Vía Verde
del Pas, buscando en internet información sobre la desaparecida línea de
ferrocarril que unía El Astillero con Ontaneda, me topé con el título de una novela que ha resultado ser fascinante: “El jardín de los espejos”, de la santanderina Pilar Ruiz.
Tres mujeres distintas, de esas que se resisten y no
dan su brazo a torcer: Inés, Amalia y Elisa. Tres artistas por las que las Diosas
Viejas sienten una querencia especial.
Tres épocas diferentes y un mismo lugar: los valles
pasiegos, Puente Viesgo, su balneario, las cuevas de Monte Castillo y el Jardín
del Alemán…
Tengo que contar una historia que todavía no conozco.
La busco porque sé que está ahí: escondida en alguna parte; muy cerca, tanto
que casi puedo tocarla con los dedos. ¿Se puede tocar una historia?
El útero de la montaña me atrapó y el tiempo me
devolvió otro ser distinto: cambiado, transformado... A veces, creo que sigo
allí: en su laberinto, convertida en roca y eternidad. Ella es la madre de
todos: un origen, un punto de encuentro y de partida, de ida y vuelta, una
estación de tren, con vías sin principio ni fin, en la que se cruzan nuestros
tiempos y los de otros.
La mujer que mira y la que me mira a mí están la una
dentro de la otra; y yo estoy unida a ellas por un hilo invisible e infinito
que se enreda en sí mismo como un abrazo donde no hay principio ni final. Nada
es pasado, ni tan siquiera futuro; solo presente, con toda su belleza y toda
su verdad. A veces, no siempre, un rayo de luz blanca destella y una luz
misteriosa, salida de algún lugar desconocido, vuelve a deslumbrarme.
Nos empeñamos en mirar justo donde no hay que mirar. Nada
muere; todo cambia. Pasado y futuro se unen para siempre. El tiempo no pasa,
sino que baila a nuestro alrededor, se vuelve loco y nos envuelve.
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