sábado, 10 de diciembre de 2016

LA LENGUA DE LOS SECRETOS: la humanidad se encuentra donde menos se la espera

Santander, 20 de noviembre de 2.016


"Imagina que existiera una lengua con la que pudiera decirte lo que nunca te dije, confesarte lo mucho que te quiero y cuánto te he echado de menos. Imagina que hubiera palabras capaces de acercarnos, de guiarnos en este laberinto y conducirnos a un lugar seguro. Imagina..."


Martín Abrisketa habitualmente se esconde detrás de la cámara y cuenta historias a través de la imagen pero en 2.011 sintió la necesidad de contarle al mundo la infancia rota de cuatro niños que un buen día se perdieron en el infierno. Esos niños eran su padre y tres de sus hermanos. La guerra les golpeó sin que supieran lo que era: el miedo de los mayores les asustaba porque no lo comprendían pero, en los peores momentos, la fantasía les mantuvo a salvo.


El joven escritor vasco dejó pasar cuarenta y tres años, tres meses y ocho días antes de empezar a contar la historia de su familia. Su padre le entregó su vida en forma de recuerdos y estos estallaron sobre el papel como una primavera mágica. A veces, para seguir viviendo, es necesario olvidar. Por eso se acuerda fundamentamenta de lo bueno...
El adulto describe los hechos con la mirada del niño que fue: se extraviaron en mitad del horror por una triste sucesión de calamidades, pero fueron capaces de sobrevivir sin sus padres. Ganaron la batalla a un barco pirata armado con millones de cañones y llegaron a Nunca Jamás, donde les recibieron con los brazos abiertos...
"Gracias por acogernos.
Gracias por salvarnos la vida.
Gracias por lograr que fueramos niños de nuevo.
Gracias a todos los vecinos de Tenay."

Plasmar sobre el papel los recuerdos de su padre le permitió a Martín Abrisketa reconciliarse con él y superar una profunda depresión. Juntos han construido un mágico relato que les permite contar lo sucedido sin un ápice de rencor o amargura. 


Esta novela podía haber sido la carta de un suicida, esa que generalmente aparece junto al cuerpo, pero fue todo lo contrario: una tabla de salvación. Ocurrió así por culpa de mi padre. Él fue quien me salvó la vida con su historia. Era demasiado larga -demasiado profunda y compleja-, y después de tres años escribiéndola, olvidé que estaba al borde del precipicio, balanceándome, aguardando mi hora.
Mi padre se llama Martintxo, y es un niño pequeño que no sabe llorar: desconocía el peligro y crecía feliz cuando, de repente, escuchó que había estallado una guerra. A él le dio lo mismo y saludaba a los pilotos de la Legión Cóndor cuando se aproximaban a bombardear su aldea: la típica aldea vasca, entre rural y mágica, plagada de vacas, minas de hierro y algún que otro lagarto. Los pilotos, por supuesto, le devolvían el saludo, porque mi padre era un soldado muy importante, con tantas medallas al valor que le colgaban hasta de los pantalones.
Entonces, un día se acercó a su caserío una cosa que llamaban 'enmigo', y él y su familia hubieron de dejarlo todo y escapar. En esa huida a la desesperada, él y tres de sus hermanitos se perdieron de sus padres: se quedaron absolutamente solos y fueron arrastrados por una oleada de desconocidos -refugiados decían-, hasta una ciudad lejana llamada Santander. Allí estuvieron a punto de morir de hambre, pero mi padre era un héroe: se colaba en las casas de los vecinos de Santander cuando estos corrían a los refugios con la llegada de los bombarderos alemanes y robaba para comer.
Otra oleada de desconocidos los llevó en volandas hasta Asturias, donde tomaron un barco pirata que puso rumbo a Burdeos, y de ahí viajaron en tren hasta un pueblecito de los Alpes franceses llamado Nunca Jamás. Era un pueblecito un poquito raro: estaba lleno de niños tan perdidos como ellos, pero mi padre enseguida se impuso a todos con su espada y se declaró el jefe. No le tosía ni el más pintado porque era el mismísimo Peter Pan. Bueno, creo que lo sigue siendo, pues a veces le veo volar mientras cuenta su historia sentado en el sofá. Allí, en ese pueblecito tan raro, él y sus hermanos permanecieron mucho tiempo, tal vez siglos, no lo recuerda, y luego.... Luego aparecí yo.
Si escribí esta novela fue porque no sé dónde escondió mi padre las gafas antisufrimiento, y las necesito. Quiero ver el mundo de colores, apartarme del precipicio, sentir que la vida no me quema, que es una aventura maravillosa, que el drama no existe y que la fantasía sí, que soy un héroe anónimo como lo fue él, que tengo hijos como los tiene él, que esos hijos sienten que no pueden dejar que mi historia caiga en el olvido y se ven obligados a escribirla porque es preciosa -la mejor lección de vida que han escuchado jamás-, porque me quieren, porque les quiero, porque sé demostrárselo, porque me muero por sus abrazos, porque amo, sí, porque sé amar y disfruto del cariño.
Comencé a escribir para acercarma a mi padre. Ambos nos habiamos perdido y, con la novela, me atreví a confesarle mi secreto: "Padre, escucha: he vuelto. No sabes cuánto te he echado de menos... Te quiero.".
(Martin Abrisketa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario