jueves, 15 de enero de 2015

SEÑORA DE ROJO SOBRE FONDO GRIS: el amor se percibe en cada una de sus pinceladas

Mogro, 12 de diciembre de 2.014

"Señora de rojo sobre fondo gris" es un hermoso relato escrito por Miguel Delibes y publicado en 1.991 que yo leí hace un porrón de años y que he recuperado ahora, mientras volaba sobre el Atlántico, camino de Londres.


Morir como las alondras,
sedientas en el espejismo.
O, como la codorniz, 
una vez atravesado el mar,
en los primeros arbustos...
Pero no vivir del lamento,
como un jilguero cegado.

Se trata de un delicado monólogo que sirve a su protagonista, un prestigioso pintor, para rendir homenaje a su mujer, recientemente fallecida, protagonista del famoso retrato en el que su pequeña cabeza morena corona su delgado cuello, firme y fragílisimo, posando con un vestido rojo de cuello redondo y sin mangas, un collar de perlas de dos vueltas y guantes hasta el codo, sobre una inmensa mancha gris azulada, muy oscura.

Con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir.
No implicaba a nadie en sus veleidades pero tenía la facultad de inmiscuirse en casa ajena, e incluso interrumpir el sueño del prójimo, sin irritarlo, tal vez porque en el fondo todos le debían algo.
Era capaz de descubrir la belleza en las cosas más precarias y aparentemente inanes, y donde no existía era capaz de crearla.
Como a mí, le gustaba sorprender: dar sorpresas y recibirlas, pero cuando le hacías un regalo no sólo aspiraba a que le sorprendieras sino a que la sorpresa fuera de su agrado.

Ana cumplió cuarenta y ocho años tan grácil y atractiva como cuando la conocí en el parque, a los dieciséis.
Podría haberse desenvuelto bien en cualquier actividad que requiriese imaginación, ritmo y sentido de la armonía, pero odiaba la rutina y fue inconstante en los estudios. Amaba el libro, pero el libro libremente escogido; le aburrían los libros de texto: un día se cansó y dejó la carrera a la mitad sin que yo tuviese nada que ver en su decisión. 
Se dedicó por entero a mí: procuraba desbrozarme el camino para que yo trabajase despreocupado. Me contagió su avidez por la letra impresa, intercambiábamos textos sobre pintura. y me hizo ver que mi obra describía pero no narraba. Por encima de premios y honores, del juicio de los críticos, era su fe lo que me animaba a seguir pintando.
Un día adviertes que áquel que te ayudó a ser quién eres se ha ido de tu lado y entonces te dueles inútilmente de tu ingratitud y deploras tu mezquindad por no haberles dicho a tiempo cuanto les amabas. Vuelves los ojos a tu interior y descubres que los vivos, comparados con los muertos, resultan insoportáblemente banales.

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