lunes, 25 de marzo de 2019

GUERRA Y PAZ: la revolución parece inevitable...

Santander, 28 de octubre de 2.018


En 1.972, el inglés Jack Pulman -responsable de la adaptación televisiva de “Yo, Claudio” (1.976)-, firmó un guion basado en la novela de Leon Tolstoi: “Guerra y paz”,


La guerra no es más que una farsa. Solo tiene sentido por algo por lo que de verdad merezca la pena morir.  Su único fin es matar y quienes se dedican a ello son los más honrados. La magnanimidad y caballero-sidad no son más que una patraña. Todos los monarcas del mundo visten uniforme militar y conceden los mayores honores a los soldados que más enemigos matan. Ambos bandos ruegan a Dios por la victoria antes de la batalla y después, si la consiguen, le dan las gracias, como si a él le importara…


Moscú, 1805. Rusia está en guerra con Francia. Sus soldados van a unirse a las tropas austriacas para enfrentarse a las huestes de Napoleón. La ambición del francés no tiene límites: después de que los Borbones salieran del país, huyendo de la Revolución, obligó al papa a coronarlo como emperador de Francia y, posteriormente, él mismo se coronó como rey de Italia…

La mitad del ejército aliado ha sido derrotado. Los franceses han tomado Viena y avanzan hacia oriente. Las tropas rusas que marchaban hacia Europa central se retiran a Austerlitz para unirse a lo poco que queda del ejército austriaco.
Napoleón Bonaparte hace creer a sus enemigos que su posición es precaria, que teme un ataque combinado y que se está planteando retirarse, lo cual incita a las tropas rusas y austriacas, alentadas por la presencia del zar Alejandro I y del emperador Francisco I, a avanzar conjuntamente. Entonces, los franceses contraatacan, les cogen desprevenidos y les infligen una contundente derrota.

Mientras tanto, la nobleza rusa se comporta como si todo siguiera igual: los condes y los príncipes buscan esposos para sus hijas y tratan de casar a sus hijos con atractivas jovencitas provistas de una buena dote. No estamos en la Edad Media, pero el amor sigue siendo secundario, pues no se puede vivir de él...
Julio de 1.807, Europa no puede permitirse que Rusia y Francia sigan enfrentadas. El zar Alejandro I y el emperador Napoleón firman una tregua. Aunque a algunos les cueste acostumbrarse, ambos imperios dejan de ser enemigos.

Cinco años después, solo el zar Alejandro I se interpone en los planes del francés: formar una única nación con todos los estados europeos y que París sea su capital. Él no está dispuesto a convertirse en su vasallo, así que Bonaparte planea ocupar Rusia. Sus asesores políticos reconocen en él al amo absoluto del mejor imperio que haya habido nunca en el mundo, pero le advierten de que la historia ha demostrado en multitud de ocasiones la imposibilidad de conseguir una monarquía universal. Le recomiendan consolidar sus dominios y no adquirir nuevos territorios, pues todo lo que pueda ganar en extensión lo perderá en solidez, pero él ignora sus consejos.

Solo gracias a la brillantez de sus ejércitos se llama genios de la guerra a los altos mandos militares. Napoleón no es una excepción: él cree estar moviendo de un lado a otro al millón de hombres que están bajo su mando, pero lo que hace, en realidad, es seguirlos de aquí para allá. No ha sido él quien los ha llevado hasta la frontera con Rusia, sino una fuerza que va más allá de nuestro entendimiento, una repentina agitación que tiene lugar regularmente a lo largo de la historia del hombre, como las migraciones de las aves. El gran emperador no es más que una hoja que se mueve con el viento de esa fuerza, una bandera agitada por los hombres…

En junio de 1.812, las tropas francesas cruzan el río Niemen y los rusos se retiran hacia el interior del país quemando bosques y cosechas. Durante más de dos meses, evitan la confrontación abierta y estiran las líneas de comunicación enemigas al máximo.  Finalmente, el 7 de septiembre, cerca de Borodinó, ambos ejércitos entran en combate.
Prever los movimientos del adversario no es fácil, pues en muchas ocasiones ni él mismo los conoce. Quienes ven la guerra desde un sillón dicen que esta es como una partida de ajedrez, pero lo cierto es que sobre el tablero uno puede pensar sus movimientos cuanto desee, mientras que en el campo de batalla esa opción no existe. La superioridad numérica no resulta determinante y el éxito depende fundamentalmente de las ansias de vencer. La batalla la gana, casi siempre, el bando que está más convencido de su victoria.

Los rusos pelean en su terreno, pero aún así son derrotados. La mitad de sus soldados mueren en el campo de batalla y el resto de sus tropas se retira al otro lado de Moscú, dejando el camino libre a los franceses, quienes, con el empuje mecánico de una avalancha, corren hacia la capital.
Rusia se desangra. Proliferan las revueltas. El pueblo llano se alza contra la aristocracia y saquea sus palacios. Moscú es pasto de las llamas. Todo el mundo abandona la ciudad, pero Moscú no es Rusia…

Comienza a nevar y las tropas del zar, replegadas en el sur de la capital, impiden que los franceses atrincherados en ella puedan reavituallarse. El invierno se convierte en su mejor aliado. Napoleón regresa a París, dejando atrás a sus hombres. Las tropas francesas son derrotadas y los rusos expulsan al invasor.

Poco a poco, Moscú regresa a la vida. Ocho años después de que Bonaparte pusiera patas arriba a toda Europa, la aristocracia rusa se recupera de la guerra, pero su vida nunca volverá a ser la misma: antes cada uno conocía su sitio, ahora todo es de lo más vulgar. La revolución parece inevitable…

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