Santander, 28 de octubre de 2.018
En 1.972, el inglés Jack Pulman
-responsable de la adaptación televisiva de “Yo, Claudio” (1.976)-, firmó un
guion basado en la novela de Leon Tolstoi: “Guerra y paz”,
La
guerra no es más que una farsa. Solo tiene sentido por algo por lo que de
verdad merezca la pena morir. Su único
fin es matar y quienes se dedican a ello son los más honrados. La magnanimidad
y caballero-sidad no son más que una patraña. Todos los monarcas del mundo
visten uniforme militar y conceden los mayores honores a los soldados que más
enemigos matan. Ambos bandos ruegan a Dios por la victoria antes de la batalla
y después, si la consiguen, le dan las gracias, como si a él le importara…
Moscú, 1805. Rusia está en guerra con
Francia. Sus soldados van a unirse a las tropas austriacas para enfrentarse a
las huestes de Napoleón. La ambición del francés no tiene límites: después de
que los Borbones salieran del país, huyendo de la Revolución, obligó al papa a
coronarlo como emperador de Francia y, posteriormente, él mismo se coronó como
rey de Italia…
La mitad del ejército aliado ha sido
derrotado. Los franceses han tomado Viena y avanzan hacia oriente. Las tropas
rusas que marchaban hacia Europa central se retiran a Austerlitz para unirse a
lo poco que queda del ejército austriaco.
Napoleón Bonaparte hace creer a sus
enemigos que su posición es precaria, que teme un ataque combinado y que se
está planteando retirarse, lo cual incita a las tropas rusas y austriacas, alentadas
por la presencia del zar Alejandro I y del emperador Francisco I, a avanzar
conjuntamente. Entonces, los franceses contraatacan, les cogen desprevenidos y
les infligen una contundente derrota.
Mientras tanto, la nobleza rusa se
comporta como si todo siguiera igual: los condes y los príncipes buscan esposos
para sus hijas y tratan de casar a sus hijos con atractivas jovencitas provistas
de una buena dote. No estamos en la Edad Media, pero el amor sigue siendo secundario,
pues no se puede vivir de él...
Julio de 1.807, Europa no puede permitirse
que Rusia y Francia sigan enfrentadas. El zar Alejandro I y el emperador
Napoleón firman una tregua. Aunque a algunos les cueste acostumbrarse, ambos
imperios dejan de ser enemigos.
Cinco años después, solo el zar Alejandro
I se interpone en los planes del francés: formar una única nación con todos los
estados europeos y que París sea su capital. Él no está dispuesto a convertirse
en su vasallo, así que Bonaparte planea ocupar Rusia. Sus asesores políticos
reconocen en él al amo absoluto del mejor imperio que haya habido nunca en el
mundo, pero le advierten de que la historia ha demostrado en multitud de
ocasiones la imposibilidad de conseguir una monarquía universal. Le recomiendan
consolidar sus dominios y no adquirir nuevos territorios, pues todo lo que pueda
ganar en extensión lo perderá en solidez, pero él ignora sus consejos.
Solo gracias a la brillantez de sus
ejércitos se llama genios de la guerra a los altos mandos militares. Napoleón
no es una excepción: él cree estar moviendo de un lado a otro al millón de
hombres que están bajo su mando, pero lo que hace, en realidad, es seguirlos de
aquí para allá. No ha sido él quien los ha llevado hasta la frontera con Rusia,
sino una fuerza que va más allá de nuestro entendimiento, una repentina
agitación que tiene lugar regularmente a lo largo de la historia del hombre,
como las migraciones de las aves. El gran emperador no es más que una hoja que
se mueve con el viento de esa fuerza, una bandera agitada por los hombres…
En junio de 1.812, las tropas francesas
cruzan el río Niemen y los rusos se retiran hacia el interior del país quemando
bosques y cosechas. Durante más de dos meses, evitan la confrontación abierta y
estiran las líneas de comunicación enemigas al máximo. Finalmente, el 7 de septiembre, cerca de
Borodinó, ambos ejércitos entran en combate.
Prever los movimientos del adversario no es
fácil, pues en muchas ocasiones ni él mismo los conoce. Quienes ven la guerra
desde un sillón dicen que esta es como una partida de ajedrez, pero lo cierto
es que sobre el tablero uno puede pensar sus movimientos cuanto desee, mientras
que en el campo de batalla esa opción no existe. La superioridad numérica no
resulta determinante y el éxito depende fundamentalmente de las ansias de
vencer. La batalla la gana, casi siempre, el bando que está más convencido de
su victoria.
Los rusos pelean en su terreno, pero aún
así son derrotados. La mitad de sus soldados mueren en el campo de batalla y el
resto de sus tropas se retira al otro lado de Moscú, dejando el camino libre a
los franceses, quienes, con el empuje mecánico de una avalancha, corren hacia
la capital.
Rusia se desangra. Proliferan las
revueltas. El pueblo llano se alza contra la aristocracia y saquea sus
palacios. Moscú es pasto de las llamas. Todo el mundo abandona la ciudad, pero
Moscú no es Rusia…
Comienza a nevar y las tropas del zar,
replegadas en el sur de la capital, impiden que los franceses atrincherados en
ella puedan reavituallarse. El invierno se convierte en su mejor aliado. Napoleón
regresa a París, dejando atrás a sus hombres. Las tropas francesas son
derrotadas y los rusos expulsan al invasor.
Poco a poco, Moscú regresa a la vida. Ocho
años después de que Bonaparte pusiera patas arriba a toda Europa, la
aristocracia rusa se recupera de la guerra, pero su vida nunca volverá a ser la
misma: antes cada uno conocía su sitio, ahora todo es de lo más vulgar. La
revolución parece inevitable…
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