Santander, 20 de febrero de 2.020
Después de leer “La lección de August”, le
regalé un ejemplar de la novela de R. J. Palacio a Claudia. Entonces fue ella la
que me habló de un libro que se había leído hacía poco tiempo: “El imprevisto
caso del chico en la pecera”, de Lisa Thompson. Me lo dejó y ahora acabo de
terminar de leerlo…
Matthew Corbin es un chico de doce años
afectado por un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que le obliga a vivir
encerrado dentro de su habitación. Todo empezó cuando su hermano pequeño murió:
“Callum murió por mi culpa -se dice una y otra vez-. Me gustaría que
estuviera aquí. Me gustaría de verdad. Yo no quería que muriera; habría sido el
mejor hermano para él…”.
Se pasa el día preocupado por los gérmenes
que le rodean y por la terrorífica posibilidad de caer enfermo, y está convencido
de que el más mínimo roce con otras personas puede matarlo, aunque lo que de
verdad le asusta es la posibilidad de contraer alguna enfermedad y contagiar a
los demás. Sus miedos interfieren de manera significativa en su vida diaria y
le han llevado, por ejemplo, a dejar de ir a la escuela. No sale de su
habitación y siente la necesidad de lavarse las manos una y otra vez porque solo
eso le ayuda a sentirse mejor.
Lo cierto es que se siente incapaz de
enfrentarse a lo que cree que hizo cuando tenía siete años: “Llevaba unos
minutos completamente inmóvil en mi cama, escuchando el borboteo del estómago y
confiando en que las náuseas se me pasarían, pero, al ver que no se iban, llamé
a mi madre. Ella estaba en los últimos días de su embarazo. Tardó un poco en llegar,
pero vino, encendió la luz de la mesita y se sentó a mi lado. Entonces, no pude
aguantar más y vomité. Manché la moqueta, la colcha y la pierna y el brazo
derechos de mamá. Papá vino enseguida y nos ayudó a limpiar la habitación y
cambiar la ropa de la cama. A la mañana siguiente me sentía aún peor: me picaba
todo y me dolía el cuerpo entero, desde los párpados hasta la punta de los
pies. Al verme en el espejo descubrí que mi cara estaba de puntos rojos: ¡tenía
varicela! Papá y mamá no le dieron mayor importancia y durante varios días ella
me cuidó como una enfermera de verdad: me colocaba toallas frías en la frente
cuando me subía la temperatura y me ponía una espesa crema de color rosa en los
granitos, pero, al cabo de un tiempo, las cosas empezaron a ir mal. Yo estaba
tumbado en el sofá del salón leyendo un cómic cuando la oí hablando por
teléfono con papá desde la cocina: “Hay sangre, Brian. Estoy muy preocupada…”. Poco
después, nuestros vecinos vinieron a casa para quedarse conmigo mientras ella
cogía un taxi y se marchaba al hospital. Callum murió por mi culpa: ¡yo
contagié a mamá! De no haber estado enfermo, de no haber tenido esos gérmenes,
él estaría ahora con nosotros…”.
Desde entonces, la ventana de su casa se
ha convertido en su particular ‘ventana indiscreta’. A través de ella observa
el mundo que lo rodea, pero limitarse a observar cómo la gente vive su vida
mientras pasa la tormenta no siempre es la mejor opción. Me pregunto qué siente
uno cuando se pasa el día metido dentro de sí mismo, viendo el mundo pasar. De
vez en cuando hay que salir a la calle y bailar bajo la lluvia; afrontar
nuestros miedos y mirar al futuro con esperanza. Matthew lo tiene claro: él lo
que quiere es reincorporarse al mundo de los vivos y pronto lo conseguirá…
“Quiero bajar un día al salón y darle un abrazo
enorme a mamá; ir a buscar a papá, darle una buena palmada en la espalda y jugar
con él una partida de billar. Después, sentarme con ellos a cenar y dejar que
Nigel -nuestro gato-, ronronee mientras se frota contra mis piernas, emocionado
por tenerme allí, y, al acabar, dejarnos caer los tres sobre el sofá y ver alguna
película antigua, de esas que nos hacen reír tanto. ¡Esa es mi mayor ambición
ahora mismo!”.
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