Santander, 24 de noviembre de 2.019
¿Qué español de más
de cuarenta años no recuerda dónde estaba, o qué estaba haciendo, cuando Miguel
Ángel Blanco fue secuestrado y ejecutado?
Yo
estaba de
vacaciones en Italia. El día 11 de julio estaba celebrando mi cumpleaños en
Roma, ajeno a todo lo que ocurría en nuestro país, pues ni tenía teléfono móvil,
ni vivía pegado a internet, y, aunque la noticia viajó más allá de nuestras
fronteras, yo tenía mejores cosas que hacer que estar pendiente de los informativos
italianos. Me enteré de la noticia en Montpelier, durante el viaje de vuelta a
casa; Miguel Ángel Blanco ya había muerto. Seguro que no lo viví con la intensidad
de quienes tuvieron ocasión de salir a la calle para exigir su liberación, pero
recuerdo que aquello me impactó y no olvido el dolor, la pena, la impotencia y
la rabia que todos sentimos aquellos días.
El tiempo pasa.
Sorprendentemente, hay estudios que demuestran que la mitad de los universitarios
vascos no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. En el resto de España, la
situación es similar. Los alumnos de cuarto curso de Derecho y Criminología de
la Universidad Francisco de Vitoria, en Madrid, tienen veintiún años y tampoco
conocen su historia. En sus colegios e institutos no les han hablado de nuestro
pasado reciente, ni de lo que el fenómeno terrorista ha supuesto en España durante
los últimos cincuenta años en España, ni de ETA, ni del GAL…
Jon Sistiaga organiza para
ellos un encuentro sorpresa con Iñaki García Arrizabalaga, profesor del departamento
de marketing de la Universidad de Deusto, quien considera que acercar la voz de
las víctimas a los jóvenes, demostrarles que son gente de carne y hueso,
contarles su experiencia y trasladar un mensaje ético de paz y convivencia es
un avance y una apuesta a largo plazo.
Su padre, Juan Manuel García Cordero, delegado de Telefónica
en Guipuzcua, fue secuestrado y asesinado por los Comandos Autónomos
Anticapitalistas -una excisión dura de ETA-, el 23 de octubre de 1.980. Él tenía entonces diecinueve años. Estaba
en clase de Derecho Laboral cuando, de repente, a las ocho de la mañana, vinieron
a buscarle para comunicarle que habían encontrado el cadáver de su padre en el
monte Ulía, cerca de su casa. Su cuerpo había aparecido sentado en el suelo, con
las manos atadas a la espala, y con un tiro en la cabeza.
“Aquello fue muy duro y yo me convertí en
una máquina de odiar todo lo que viniera de ese mundo -reconoce Iñaki-, pero después me dije:
no, no puedo darles esa otra victoria, yo no puedo crecer y seguir manteniendo
este odio, porque el primer perjudicado seré yo mismo”. En 1.986 empezó a
trabajar por la paz y la convivencia en la sociedad vasca, y en esas estaba
cuando, en 1.997, Miguel Ángel Blanco fue asesinado…
Los noticieros radiofónicos de las siete
de la tarde del jueves, 10 de julio de 1.997, anunciaban el secuestro de un
concejal del Partido Popular de la localidad vizcaína de Ermua llevado a cabo
por la banda terrorista ETA. Era Miguel Ángel Blanco Garri-do, un joven que, en
el mo-mento de su desaparición, acababa de salir de su casa, en Ermua, para
coger un travía y acudir a su lugar de trabajo, en la vecina localidad de Eibar.
Una llamada anónima al diario Eguin había asegurado que, en un plazo de cuarenta
y ocho horas, si no se producía un inminente agrupamiento de presos en las
cárceles de Euskadi, Miguel Ángel sería asesinado. El plazo terminaba el sábado,
12 de julio, a las cuatro de la tarde…
Después de que el 23 de enero de 1.995 ETA
asesinara a Gregorio Ordóñez -lider del Partido Popular en Guipuzcoa-, la cúpula
de su partido en el País Vasco intentó convencer al mayor número de jóvenes
posible de que formaran parte de sus listas. Muchos fueron los que dieron un
paso adelante simplemente para luchar contra la banda terrorista; Miguel Ángel
Blanco -un joven estudiante de Econónmicas-, fue uno de ellos.
“Vivimos aquellos años sabiendo que ETA
había fijado al Partido Popular en su punto de mira, pero nunca piensas que te
va a ocurrir a ti, ni que le va a ocurrir a alguien próximo; éramos demasiado
poco importantes para que nos pasara a nosotros”, recuerda Iñaki Oyarzabal, uno de sus
compañeros de partido. Su secuestro y posterior asesinato fueron el resultado
de una especie de juego de la ruleta: “le tocó a Miguel Ángel, pero nos podía
haber tocado a cualquier otro”, reconoce Borja Sémper.
Su familia -una familia humilde, procedente
de Galicia, pero afincada en el País Vasco desde hacía más de treinta años- se veía
obligada a afrontar unas horas muy amargas. El secuestro de Miguel Ángel era
una venganza. Jaime Mayor Oreja, Ministro de Interior de la época, lo tiene claro:
“ETA pensó que era la forma más dolorosa de vengarse de lo que había significado
una exitosa acción de la Guardia Civil llevada a cabo el primer día del mes de
julio”.
Se refiere a la liberación de Ortega Lara,
funcionario de prisiones que había permanecido secuestrado por la banda terrorista
durante quinientos treinta y dos días. ETA quería venganza y le lanzó un pulso a
la sociedad española que exigía responsabilidad, entereza y serenidad. Es una
realidad objetiva que en cuarenta y ocho horas resulta imposible trasladar a
cárceles vascas a quinientos, o seiscientos presos dispersos por todo el territorio
nacional, pero el gobierno del Partido Popular no tenía ninguna intención de
dialogar ni negociar: no iba a ceder a un chantaje así; con Herri Batasuna, no
había nada de lo que hablar.
Lo único que podían hacer el gobierno y
las fuerzas de seguridad del Estado era tratar de encontrar a Miguel Ángel
Blanco, un muchacho de veintinueve años de edad, 1,71 metros de altura,
complexión media, labios gruesos y pelo castaño claro peinado con raya al medio
que, en el momento de su desaparición, vestía camisa lisa de color salmón con chaqueta
granate, pantalón vaquero claro y zapatos negros…
El viernes, día 11 de julio, el pueblo de
Ermua se moviliza y grita: “¡Basta ya!”. En el entorno de ETA se
escuchan algunas voces -pocas-, pidiendo a la banda criminal que deponga su
actitud. La gente se echa a la calle: centenares de miles de personas se manifiestan
por toda España pidiendo la liberación de Miguel Ángel y se organizan vigilias
que trascienden más allá de cualquier militancia política.
Sus familiares, amigos y compañeros conservan
la esperanza y, el sábado por la mañana, las calles de Bilbao se llenan de miles
de personas mostrando sus manos limpias al cielo y exigiendo la libertad de
Miguel Ángel.
Sin embargo, poco después de las cuatro de
la tarde, aparece en Lasarte el cuerpo de una persona con los rasgos físicos del
concejal con un tiro en la cabeza. Las noticias son confusas. Es Miguel Ángel;
todavía vive, pero está muy grave. Es trasladado a la residencia Nuestra Señora
de Aranzazu y muere.
Carlos Totorika, alcalde de Ermua, confirma
el asesinato de Miguel Ángel y sus vecinos, indignados, gritan: “¡ETA al
paredón, ETA al paredón! ¡Fuera de Esukadi, HB! ¡No dais la cara, cobardes! ¡No
dais la cara! ¡ETA, el pueblo no se toca!”. Los miembros de Herri Batasuna
sienten, por primera vez, la presión popular y escuchan el pálpito de miles de personas
normales que han superado la parálisis que produce el miedo y a las que se les
ha agotado la paciencia. Agentes de la Ertxaintza acuden a protegerles. “¡Defendéis
a los que os matan!”, les gritan, pero es su trabajo y defienden la legalidad.
Entonces, se quitan las capuchas, descubren sus rostros y la gente se lanza a
abrazarlos y besarlos, desencadenando la sensación de haber perdido el miedo y de
que la unión hace la fuerza. Hasta aquí hemos llegado. La gente le grita a ETA:
“¡El puebo, unido, jamás será vencido! ¡No son vascos, son asesinos! ¡Miguel
Ángel, somos todos! ¡Basta ya, queremos libertad! ¡ETA, aquí tienes mi nuca!”.
Aquella fue la manifestación de una
sociedad democrática que intentaba contener su rabia y llamaba asesinos a los
batasunos a la cara, en sus propias sedes. Es probable que la ejecución de
Miguel Ángel Blanco fuera el principio del fin de ETA. Las calles de todas las
capitales españolas recogieron el clamor popular y la sociedad vasca se movilizó
en su contra gritando: “¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Ya no queremos más!”.
Recordar puede resultar doloroso, pero es necesario
hacerlo; no con el fin de alimentar el rencor, o el odio, sino para reflexionar
sobre hacia donde nos pueden llevar el totalitarismo o las ideas extremas. Olvidar
supone arriesgarnos a volver a cometer errores gravísimos. Conocer lo que pasó es
necesario para defender la libertad y la convivencia.
En el año 2.011 me llamó una buena
amiga -confiesa Iñaki
García Arrizabalaga-, para decirme que había un grupo de presos de ETA que
estaban en la cárcel, que habían hecho un recorrido de autocrítica y que querían
entrevistarse con víctimas de su lucha armada. Después de una serie de
reuniones preparatorias con una mediadora, el 25 de mayo de 2.011 mantuve con
un preso de ETA con delitos de sangre el primer encuentro restaurativo en
España para un delito de terrorismo. “¿Por qué lo hiciste?”, fue lo primero que
le pregunté. “¿Qué le pasa en la cabeza a un ser humano para ser capaz de despojar
de cualquier vestigio de humanidad a otra persona y meterle un tiro en la nuca?”.
Las personas, para ellos, no son personas; son objetivos militares. Estuvimos
hablando mucho tiempo. Nos hemos visto muchas veces desde entonces, y, al
final, me pidió perdón. ¿Merecen las personas una segunda oportunidad, sea cual
sea el delito que hayan cometido? Yo creo que sí. En aquellos encuentros, detrás
del terrorista, descubrí a una persona, con sus grandezas y sus miserias, que
me estaba pidiendo una segunda oportunidad. ¿Quién era yo para negársela? Sin
embargo, creo que no debemos olvidar lo que pasó. En otros lugares del mundo
los conflictos se han eternizado porque las víctimas han reaccionado contra sus
agresores. La sociedad española tiene una deuda con las víctimas del terrorismo
porque, si nuestra reacción hubiera sido otra, el conflicto no habría terminado
todavía. No podemos cambiar el pasado, pero si podemos actuar sobre la lectura
que hacemos de él, y proponer una lectura que resulte reparadora para las
víctimas, porque el pueblo que olvida está condenado a volver a cometer los
mismos errores.
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