miércoles, 12 de febrero de 2020

ETA, EL FINAL DEL SILENCIO (III) - MIGUEL ÁNGEL: quien olvida su pasado está condenado a volver a cometer los mismos errores

Santander, 24 de noviembre de 2.019

¿Qué español de más de cuarenta años no recuerda dónde estaba, o qué estaba haciendo, cuando Miguel Ángel Blanco fue secuestrado y ejecutado?


Yo estaba de vacaciones en Italia. El día 11 de julio estaba celebrando mi cumpleaños en Roma, ajeno a todo lo que ocurría en nuestro país, pues ni tenía teléfono móvil, ni vivía pegado a internet, y, aunque la noticia viajó más allá de nuestras fronteras, yo tenía mejores cosas que hacer que estar pendiente de los informativos italianos. Me enteré de la noticia en Montpelier, durante el viaje de vuelta a casa; Miguel Ángel Blanco ya había muerto. Seguro que no lo viví con la intensidad de quienes tuvieron ocasión de salir a la calle para exigir su liberación, pero recuerdo que aquello me impactó y no olvido el dolor, la pena, la impotencia y la rabia que todos sentimos aquellos días.

El tiempo pasa. Sorprendentemente, hay estudios que demuestran que la mitad de los universitarios vascos no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. En el resto de España, la situación es similar. Los alumnos de cuarto curso de Derecho y Criminología de la Universidad Francisco de Vitoria, en Madrid, tienen veintiún años y tampoco conocen su historia. En sus colegios e institutos no les han hablado de nuestro pasado reciente, ni de lo que el fenómeno terrorista ha supuesto en España durante los últimos cincuenta años en España, ni de ETA, ni del GAL…

Jon Sistiaga organiza para ellos un encuentro sorpresa con Iñaki García Arrizabalaga, profesor del departamento de marketing de la Universidad de Deusto, quien considera que acercar la voz de las víctimas a los jóvenes, demostrarles que son gente de carne y hueso, contarles su experiencia y trasladar un mensaje ético de paz y convivencia es un avance y una apuesta a largo plazo.

Su padre, Juan Manuel García Cordero, delegado de Telefónica en Guipuzcua, fue secuestrado y asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una excisión dura de ETA-, el 23 de octubre de 1.980. Él tenía entonces diecinueve años. Estaba en clase de Derecho Laboral cuando, de repente, a las ocho de la mañana, vinieron a buscarle para comunicarle que habían encontrado el cadáver de su padre en el monte Ulía, cerca de su casa. Su cuerpo había aparecido sentado en el suelo, con las manos atadas a la espala, y con un tiro en la cabeza.



“Aquello fue muy duro y yo me convertí en una máquina de odiar todo lo que viniera de ese mundo -reconoce Iñaki-, pero después me dije: no, no puedo darles esa otra victoria, yo no puedo crecer y seguir manteniendo este odio, porque el primer perjudicado seré yo mismo”. En 1.986 empezó a trabajar por la paz y la convivencia en la sociedad vasca, y en esas estaba cuando, en 1.997, Miguel Ángel Blanco fue asesinado…

Los noticieros radiofónicos de las siete de la tarde del jueves, 10 de julio de 1.997, anunciaban el secuestro de un concejal del Partido Popular de la localidad vizcaína de Ermua llevado a cabo por la banda terrorista ETA. Era Miguel Ángel Blanco Garri-do, un joven que, en el mo-mento de su desaparición, acababa de salir de su casa, en Ermua, para coger un travía y acudir a su lugar de trabajo, en la vecina localidad de Eibar. Una llamada anónima al diario Eguin había asegurado que, en un plazo de cuarenta y ocho horas, si no se producía un inminente agrupamiento de presos en las cárceles de Euskadi, Miguel Ángel sería asesinado. El plazo terminaba el sábado, 12 de julio, a las cuatro de la tarde…

Después de que el 23 de enero de 1.995 ETA asesinara a Gregorio Ordóñez -lider del Partido Popular en Guipuzcoa-, la cúpula de su partido en el País Vasco intentó convencer al mayor número de jóvenes posible de que formaran parte de sus listas. Muchos fueron los que dieron un paso adelante simplemente para luchar contra la banda terrorista; Miguel Ángel Blanco -un joven estudiante de Econónmicas-, fue uno de ellos.

“Vivimos aquellos años sabiendo que ETA había fijado al Partido Popular en su punto de mira, pero nunca piensas que te va a ocurrir a ti, ni que le va a ocurrir a alguien próximo; éramos demasiado poco importantes para que nos pasara a nosotros”, recuerda Iñaki Oyarzabal, uno de sus compañeros de partido. Su secuestro y posterior asesinato fueron el resultado de una especie de juego de la ruleta: “le tocó a Miguel Ángel, pero nos podía haber tocado a cualquier otro”, reconoce Borja Sémper.

Su familia -una familia humilde, procedente de Galicia, pero afincada en el País Vasco desde hacía más de treinta años- se veía obligada a afrontar unas horas muy amargas. El secuestro de Miguel Ángel era una venganza. Jaime Mayor Oreja, Ministro de Interior de la época, lo tiene claro: “ETA pensó que era la forma más dolorosa de vengarse de lo que había significado una exitosa acción de la Guardia Civil llevada a cabo el primer día del mes de julio”.



Se refiere a la liberación de Ortega Lara, funcionario de prisiones que había permanecido secuestrado por la banda terrorista durante quinientos treinta y dos días. ETA quería venganza y le lanzó un pulso a la sociedad española que exigía responsabilidad, entereza y serenidad. Es una realidad objetiva que en cuarenta y ocho horas resulta imposible trasladar a cárceles vascas a quinientos, o seiscientos presos dispersos por todo el territorio nacional, pero el gobierno del Partido Popular no tenía ninguna intención de dialogar ni negociar: no iba a ceder a un chantaje así; con Herri Batasuna, no había nada de lo que hablar.

Lo único que podían hacer el gobierno y las fuerzas de seguridad del Estado era tratar de encontrar a Miguel Ángel Blanco, un muchacho de veintinueve años de edad, 1,71 metros de altura, complexión media, labios gruesos y pelo castaño claro peinado con raya al medio que, en el momento de su desaparición, vestía camisa lisa de color salmón con chaqueta granate, pantalón vaquero claro y zapatos negros…

El viernes, día 11 de julio, el pueblo de Ermua se moviliza y grita: “¡Basta ya!”. En el entorno de ETA se escuchan algunas voces -pocas-, pidiendo a la banda criminal que deponga su actitud. La gente se echa a la calle: centenares de miles de personas se manifiestan por toda España pidiendo la liberación de Miguel Ángel y se organizan vigilias que trascienden más allá de cualquier militancia política.



Sus familiares, amigos y compañeros conservan la esperanza y, el sábado por la mañana, las calles de Bilbao se llenan de miles de personas mostrando sus manos limpias al cielo y exigiendo la libertad de Miguel Ángel.



Sin embargo, poco después de las cuatro de la tarde, aparece en Lasarte el cuerpo de una persona con los rasgos físicos del concejal con un tiro en la cabeza. Las noticias son confusas. Es Miguel Ángel; todavía vive, pero está muy grave. Es trasladado a la residencia Nuestra Señora de Aranzazu y muere.

Carlos Totorika, alcalde de Ermua, confirma el asesinato de Miguel Ángel y sus vecinos, indignados, gritan: “¡ETA al paredón, ETA al paredón! ¡Fuera de Esukadi, HB! ¡No dais la cara, cobardes! ¡No dais la cara! ¡ETA, el pueblo no se toca!”. Los miembros de Herri Batasuna sienten, por primera vez, la presión popular y escuchan el pálpito de miles de personas normales que han superado la parálisis que produce el miedo y a las que se les ha agotado la paciencia. Agentes de la Ertxaintza acuden a protegerles. “¡Defendéis a los que os matan!”, les gritan, pero es su trabajo y defienden la legalidad. Entonces, se quitan las capuchas, descubren sus rostros y la gente se lanza a abrazarlos y besarlos, desencadenando la sensación de haber perdido el miedo y de que la unión hace la fuerza. Hasta aquí hemos llegado. La gente le grita a ETA: “¡El puebo, unido, jamás será vencido! ¡No son vascos, son asesinos! ¡Miguel Ángel, somos todos! ¡Basta ya, queremos libertad! ¡ETA, aquí tienes mi nuca!”.



Aquella fue la manifestación de una sociedad democrática que intentaba contener su rabia y llamaba asesinos a los batasunos a la cara, en sus propias sedes. Es probable que la ejecución de Miguel Ángel Blanco fuera el principio del fin de ETA. Las calles de todas las capitales españolas recogieron el clamor popular y la sociedad vasca se movilizó en su contra gritando: “¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Ya no queremos más!”.

Recordar puede resultar doloroso, pero es necesario hacerlo; no con el fin de alimentar el rencor, o el odio, sino para reflexionar sobre hacia donde nos pueden llevar el totalitarismo o las ideas extremas. Olvidar supone arriesgarnos a volver a cometer errores gravísimos. Conocer lo que pasó es necesario para defender la libertad y la convivencia.

En el año 2.011 me llamó una buena amiga -confiesa Iñaki García Arrizabalaga-, para decirme que había un grupo de presos de ETA que estaban en la cárcel, que habían hecho un recorrido de autocrítica y que querían entrevistarse con víctimas de su lucha armada. Después de una serie de reuniones preparatorias con una mediadora, el 25 de mayo de 2.011 mantuve con un preso de ETA con delitos de sangre el primer encuentro restaurativo en España para un delito de terrorismo. “¿Por qué lo hiciste?”, fue lo primero que le pregunté. “¿Qué le pasa en la cabeza a un ser humano para ser capaz de despojar de cualquier vestigio de humanidad a otra persona y meterle un tiro en la nuca?”. Las personas, para ellos, no son personas; son objetivos militares. Estuvimos hablando mucho tiempo. Nos hemos visto muchas veces desde entonces, y, al final, me pidió perdón. ¿Merecen las personas una segunda oportunidad, sea cual sea el delito que hayan cometido? Yo creo que sí. En aquellos encuentros, detrás del terrorista, descubrí a una persona, con sus grandezas y sus miserias, que me estaba pidiendo una segunda oportunidad. ¿Quién era yo para negársela? Sin embargo, creo que no debemos olvidar lo que pasó. En otros lugares del mundo los conflictos se han eternizado porque las víctimas han reaccionado contra sus agresores. La sociedad española tiene una deuda con las víctimas del terrorismo porque, si nuestra reacción hubiera sido otra, el conflicto no habría terminado todavía. No podemos cambiar el pasado, pero si podemos actuar sobre la lectura que hacemos de él, y proponer una lectura que resulte reparadora para las víctimas, porque el pueblo que olvida está condenado a volver a cometer los mismos errores.

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