martes, 9 de febrero de 2021

2.020, ÚNICA FUNCIÓN: Adiós y cuídens

Santander, 31 de diciembre de 2.020

Los telediarios de TVE le han dicho hoy adiós a un año que todos estamos deseando terminar emitiendo un monólogo escrito por el periodista Carlos del Amor e interpretado por José Coronado en el teatro de la Zarzuela: “2.020, única función”.



Soy 2.020: ¡vaya año! Antes de empezar mi última función quería venir para deciros que, ni en un año como este, habéis sido capaces de poneros todos de acuerdo. ¿Cómo es posible que sigáis con las mismas trifulcas cuando está pasando lo que está pasando? Dentro del Congreso, tendrían que haber remado todos en la misma dirección, intentando aparcar cualquier diferencia: ¡ya habrá tiempo para hablar de otros asuntos! Hay ocasiones que requieren política de verdad. Ojalá, el año que me sucede os vea y os escuche a vosotros, los políticos, poneros de acuerdo en las cosas que más importan a todos los que representáis.

 

Vacío y silencio: quizás sean esos los dos términos que mejor me definen. He sido un año malísimo, inesperado y cruel. Quiero pediros perdón de alguna manera: perdón por tantos días sin luz, por las noches en vela, por las lágrimas derramadas, por las no despedidas, por situaros a todos a dos metros de distancia, por detener vuestra vida… Vengo a que se escuche mi voz gritar. Vengo a despedirme, porque es necesario que me vaya…

 

Señoras y señores: la representación va a comenzar…



Me presento: soy 2.020, quizás el peor año de vuestras vidas. Cuando empecé, erais relativamente felices. Ni siquiera sospechabais lo que estaba por llegar. Vuestras preocupaciones eran muchas, pero muchas veces triviales, aunque a vosotros os parecían grandes, pues la dimensión de una preocupación no se advierte hasta que llega la siguiente y, en enero, esa siguiente preocupación no estaba en vuestras cabezas.

 

Fue ese enero un mes político, con el debate y posterior investidura del presidente Pedro Sánchez, que se logró en segunda votación con 167 apoyos. El debate fue duro, aunque de esos habéis vivido unos cuantos últimamente. Fue un mes frío: tertulias y disputas, que terminó con la formación del primer gobierno de coalición de la ya no tan joven democracia.

 

Y ahí, en enero, de repente, una palabra irrumpió en vuestros hogares: se hablaba de algunos casos en China, en WUHAN. Yo mismo creía que no saldrían de allí. Poco después, ese nombre dio lugar a otro que, por desgracia, es la palabra con la que se me recordará: COVID-19. Pero, aun así, no lo visteis venir...

 

 

A partir de aquí, mi vida y la vuestra ya fue otra. Llegó marzo. Retumbaron en mis días y en vuestros oídos unas palabras: “La declaración del ‘estado de alarma’ afecta a todo el estado español”. Los niños dejaron de ir al cole. Los parques se vaciaron. La primavera asomaba, pero nadie estaba allí para verla. Desaparecisteis del mundo. Las ciudades cambiaron: ¡el mundo cambió!

 

Cada uno de esos días que me han recorrido, asistí, como vosotros, triste e incrédulo, a unas cifras que llegaron a decir que en un solo día murieron más de 1.000 personas: ¡1.000 personas! Con sus mil historias detrás, con sus nombres y apellidos, con sus familias… Y cada día otros tantos, y otros, y otros…

 

Los hospitales se desbordaron. Colapsaron las UCIs. ¡Era el caos! Se suspendió la vida en todas sus acepciones. No se celebró nada porque no había nada que celebrar. La gente aprovechaba cualquier resquicio de luz para agarrarse a ella. Os cambió la cara: ¡cómo no os va a cambiar! La incertidumbre conquistó cada segundo. El tiempo no pasaba…

 

Dentro de esa incertidumbre, por Dios: ¡los mayores! las residencias se convirtieron en una hemorragia. La gente se moría sola, sin despedidas, sin adiós, sin duelo… Silencio. Silencio, vacío y dolor. Dolor insoportable. Dolor inimaginable.

 

Pero fue también admiración por vosotros, que estuvisteis en casa sin hacer nada, y, sobre todo, por un sector que peleó hasta los límites de sus posibilidades por cuidaros y estar a vuestro lado. Un sector que, de alguna manera, vio recompensado su esfuerzo con el premio Princesa de Asturias que llegaría mucho más adelante, en mi mes de octubre. Y junto a los sanitarios, la policía, la guardia civil, los funcionarios de limpieza, los farmacéuticos, los agricultores, los panaderos, todos los que, con su esfuerzo,  lograron que la vida, aunque detenida, siguiese teniendo pulso.

 

Buscasteis refugio en la cultura: en la música, los libros, el cine… Esa cultura a la que habrá que devolver todo lo que nos dio.

Acariciasteis pantallas para acercaros a vuestros seres queridos, os lavasteis las manos de manera compulsiva, limpiasteis la compra, agotasteis el papel higiénico, aprendisteis a hacer pan…

 

Llegaron las clases online, llegó el teletrabajo, llegó la crisis a muchas familias, llegaron los ERTEs y se acuñó ese término, tan extraño todavía hoy, de ‘nueva normalidad’.

 

Los aplausos de las 20:00: es una de las imágenes que me llevo. Aplausos sinceros y emocionados. Con cada uno de ellos intentabais dar aliento, y lo hacíais desde esas ventanas, convertidas en miradores, desde las que buscabais el horizonte.

 

Las prórrogas del confinamiento se fueron sucediendo. Poco a poco, el sonido de vuestros aplausos se fue acallando. Llegó el ruido, de muchas formas: ruido de cacerolas, ruido desde la tribuna, ruido indefinido…

En medio del silencio, el ruido fue aumentando. El virus seguía sin descanso, atacando sin parar y sin distinguir entre arriba y abajo; muchos de los que lo negaron lo sufrieron en su propia piel…

 

 

Mis días iban cayendo y, cuando se empezaron a relajar las restricciones, llegaron las guerras particulares. Cada palma de nuestro país peleaba por hacer las cosas a su manera. Hubo tantas normas que muchas veces os vi perdidos en ellas: ¿se podía salir, o no?, ¿se podía viajar, o no? El B.O.E. se convirtió en el libro más leído. Todo giraba en torno al virus: ¡a su gestión! Solo cosas digamos ‘gordas’ se colaban por la rendija de la actualidad…

 

Fue en agosto, en pleno verano, donde creísteis que podríais recuperar la normalidad: no la nueva, la vieja; y vivisteis muchos como si todo se hubiese acabado. Fue el germen de la segunda ola que me ha seguido tiñendo de luto. Pero ese verano, en un hospital, un hombre, después de cincuenta y dos días en la U.C.I., volvía a ver el mar.


 

Se declaró un nuevo ‘estado de alarma’ que os llevará hasta mayo de un año que no seré yo.

Mi vida será recordada también por la carrera científica en busca de una solución: Pfizer, Moderna, Oxford…



En ellos están puestos vuestros ojos. Seguro que visteis cómo vacunaban a William Shakespeare: ser o no ser es, más que nunca, la cuestión. En España no fue Miguel de Cervantes, pero sí se apellida Hidalgo: Araceli Hidalgo, a sus noventa y seis años y vacunada en Guadalajara, representa esa luz tan buscada al final del túnel.

 

Dejadme que os diga una cosa también: hace poco vi a una mujer con más de cien años recuperarse del virus.

 

Dejadme también que os diga que, en este país, han nacido más de trescientos mil niños durante mi vida: ¡trescientos mil niños!, ¡trescientas mil buenas noticias!

 

Hay pequeñas buenas cosas escondidas por ahí a las que tenemos que agarrarnos.

 

Ahora, sí: ¡me voy!

Sí… Me llamo 2.020: nunca olvidaréis mi nombre.

Ojalá me hubiera parecido a ese 2.019 al que he hecho bueno.

Ojalá hayáis aprendido algo. No lo sé; sinceramen-te, no lo sé.

Ojalá el silencio deje paso al ruido, y no al bullicio.

Ojalá desaparezcan el dolor y la incertidumbre.

Muchas gracias. Cuídense…

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