martes, 24 de junio de 2014

ISABEL (XII): el catecismo y la inquisición fortalecieron la fe y la corona

Mogro, 8 de junio de 2.014

Cuando Isabel se convirtió en reina rehusó poner su alma en manos de un clérigo que incumpliese sus votos y le pidió al cardenal Mendoza, fiel consejero y padre de tres hijos, que contactase con Fray Hernando de Talavera (Lluís Soler) para que se convirtiese en su confesor; prior del Monasterio de Santa María del Prado (Valladolid), se trataba de un hombre temeroso de Dios, austero y consagrado a la vida espiritual


Los judíos siempre fueron fieles a la corona: sus banqueros financiaron su causa y sus físicos sanaron el vientre de la reina permitiéndole engendrar un nuevo heredero.


Isabel, sin embargo, prestó oído a los castellanos viejos tratando de descubrir la causa de donde surgía su inquina contra quienes moraban las aljamas. Con el fin de pacificar las plazas conquistadas, dejándose guiar por la razón e ignorando a su conciencia, durante las Cortes de Madrigal de 1.476 la reina eliminó varios de los privilegios de que disponían los judíos, estipulando que, a partir de entonces, deberían someterse a tribunales de justicia ordinaria, se limitarían los intereses de los contratos de crédito a un treinta por ciento dejando de ser necesaria la presencia de un testigo judío para la firma y bastando con dos testigos cristianos, se les prohibiría vestir terciopelos, brocados y adornos de oro y plata e irían marcados con una rodera bermeja en la ropa que facilitaría su identificación allá donde estuviesen


Fray Hernando sabe que es cierto que se judaiza, como afirma el dominico Alonso de Ojeda, pero muchos lo hacen por costumbre: sin intención. Es preciso poner coto a los extravíos de la fe pero el castigo sería injusto: más vale educarles y purificar sus creencias. 
Su consejo agrada a Isabel, pero mientras él les catequiza la corona decide aislarles en sus propios barrios para garantizar su protección y apaciguar los ánimos.

En Roma consideran a Castilla una amenaza para la cristiandad: frontera con los infieles, refugio de judíos y cuna de falsos confersos...
Isabel confía en la misión evangelizadora encomendada a fray Hernando pero su Santidad no entiende sus reticencias a instaurar el Santo Tribunal de la Inquisición del que hacen uso otros reinos vecinos. 
Ella y su esposo Fernando son reyes por la gracia de Dios. La fe inspira sus decisiones, lo que hace que la herejía se convierta en un problema de estado ya que el hereje escapa a su autoridad. Los dos están de acuerdo en esto pero ambos se resisten a darle más poder a la Iglesia: ellos han de ser quienes nombren a los inquisidores y respondan de sus actos y la corona ha de ser la que lleve las riendas del Santo Tribunal, mermando el poder de abades, obispos y arzobispos. Evangelizarán con una mano y perseguirán al hereje con la otra; habrá judíos y conversos que les den la espalda, pero tendrán el apoyo de Roma y el catecismo fortalecerá la fe de su pueblo al mismo tiempo que la inquisición fortalecerá la corona.

Hace tiempo que los judíos viven apartados: son los falsos cristianos los que amenazan la fe verdadera. Sus chanzas y mofas ofenden a la corona por lo que Isabel y Fernando agilizan los trámites para constituir un tribunal que habrá de iniciar su labor en Sevilla, diócesis del Cardenal Mendoza.
Lo primero ha de ser nombrar a un Inquisidor General que actúe en nombre de ellos: un clérigo sin ambiciones mundanas, austero, devoto, de voluntad inquebrantable, dispuesto a luchar sin desmayo contra la herejía pero piadoso y capaz de perdonar.


El dominico fray Tomás de Torquemada (Manel Dueso) fue nombrado Inquisidor General del reino para combatir la herejía, permitiendo a los inocentes demostrar su inocencia y aplicando a los culpables su merecido castigo, pero no habrá condenas a muerte en Castilla: quienes por propia voluntad confiesen sus pecados ante el tribunal y demuestren arrepentimiento obtendrán el perdón. Aquellos que sean condenados serán desposeídos de sus propiedades y todo cristiano que conozca o sospeche de alguien que judaíce deberá denunciarlo sin temor a sufrir ningún tipo de perjuicio.


Proliferan las denuncias falsas, fruto del rencor y la avaricia, y en los calabozos de la Inquisición no cabe ni una aguja. Los conversos se ven obligados a abandonar Castilla y con ellos se llevan su prosperidad.

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