Santander, 25 de enero de 2.018
Hace poco leí “El esclavo de Velázquez”,
una novela en la que su autor, Fernando Villaverde, describe fundiendo fantasía
y realidad cuáles pudieron ser las circunstancias que empujaron al genio
andaluz a pintar el retrato de Juan de Pareja -su esclavo morisco-, y las
circunstancias en las que lo hizo.
El libro me trajo a la memoria otro del que había oído
hablar a raíz de la adaptación cinematográfica protagonizada en 2.003 por
Scarlett Johansson y Colin Firth: “La joven de la perla”.
En esta ocasión, su autora, la escritora
norteamericana Tracy Chevalier, fantasea sobre las circunstancias que llevaron
al artista holandés barroco Johannes Vermeer (1.632-1.675) a pintar una de sus
obras más conocidas, “La joven de la perla”, y nos invita a protagonizar una
visita guiada a una exposición monográfica virtual en la que tendremos ocasión
de descubrir una amplia muestra de su reducida producción…
Griet
estaba picando verduras en la cocina cuando oyó voces en la puerta de casa.
Nadie le había avisado de que aquellos desconocidos vendrían a verla…
El padre de Griet era azulejero, pero un
accidente laboral le había dejado ciego. La Hermandad de San Lucas, a la que él
pertenecía, cuidaba de sus miembros, pero el dinero que le daban no era
suficiente, así que, cuando se enteró de que el pintor Johannes Vermeer -Hermano
Mayor de la cofradía-, estaba buscando una criada que fuera a limpiar a su
estudio sin cambiar nada de sitio, se las arregló para que el artista viniera a
conocer a su hija.
Hace unos años, ambos habían tenido
ocasión de contemplar el cuadro que Van Ruijven había expuesto en el
ayuntamiento de su ciudad: una vista de Delft desde las puertas de Rotterdam y
de Schiedm, con un cielo que ocupaba gran parte de la pintura y algunos de los
edificios iluminados por el sol.
"Vista de Deft"
Aquello les impactó a ambos: la ciudad en
la que habían vivido toda su vida parecía un lugar diferente.
Ahora resulta que Griet ha conocido al
autor de aquella maravilla y se va a mudar a su casa para convertirse en su
sirvienta…
El amo se pasaba el tiempo fuera de casa o
encerrado en el estudio, donde nadie podía molestarle. Durante los primeros
días, apenas tuvo ocasión de verle, pero, mientras limpiaba, había podido
contemplar su obra…
Estaba pintando a una mujer que se miraba
en el espejo mientras se abrochaba un collar de perlas. Era la esposa de Van
Ruijven, su principal mecenas.
Un oscuro primer plano la separaba del
observador, mientras la cálida luz que entraba por la ventana iluminaba su
cara, sus manos, la cinta roja en forma de estrella de cinco puntas que
adornaba su cabello y el manto de satén amarillo ribeteado con piel de armiño que
vestía.
“La
muchacha del collar de perlas”
Poco a poco, Griet fue encontrando su
lugar en la casa de la Oude Langendijck. Cuando tenía un rato libre, se sentaba
a coser en el banco de la entrada, o en el patio de detrás, y, siempre que
podía, le echaba una mano a Tanneke, la otra criada, cuya lealtad a su señora
-la suegra del pintor-, compensaba su descuido en las labores de casa.
Esta le contó que en una ocasión el amo la
había pintado vertiendo la leche de una jarra en un recipiente de barro que descansaba
sobre una mesa, junto a una cesta de mimbre, varios pedazos de pan y una jarra
azulada…
“Criada
con cántaro de leche”
Cuando el cuadro de la muchacha del collar
de perlas estuvo terminado, Griet hubo de retirar todos los objetos que habían
servido para componer la escena, pues la carta, el paño azul y el jarrón de
porcelana habían perdido su significado…
Después de aquello, Johannes Vermeer tardó
un tiempo en empezar otro cuadro. Pintaba a su propio ritmo: no se prodigaba
mucho -dos o tres cuadros al año-, y con eso no se hacía uno rico…
Una mañana, al entrar en el estudio, Griet
observó que alguien había vuelto a colocar la mesa en el rincón utilizado como
escenario. La había cubierto con un tapete rojo, amarillo y negro, había
arrimado una silla a la pared del fondo, y, encima, había colgado un mapa…
Todo iba a empezar de nuevo, pero esta vez
ella podría ayudarle… Una tarde de mucho frío Vermeer le había enviado a la
botica con el fin de comprar algunos ingredientes para sus mezclas de color. Poco
después le enseñó a nombrar colores que ella no había oído mencionar nunca: ultramarino,
bermellón, masicote…, le explicó como guardarlos para que no se secaran, y
empezó a encomendarle otras tareas. Ahora preparaba las pinturas que él le
pedía cada mañana, y le ayudaba a fabricarlas: molía los ingredientes
principales, los mezclaba con aceite de linaza, lavaba la pasta resultante para
eliminar las impurezas y extraer su verdadero color, la quemaba...
A Griet no le gustaba pensar en Vermeer
como un hombre casado y con un montón de hijos. Prefería imaginárselo pintando
en el estudio, solo, o mejor aún, con ella. Se había habituado a estar a su
lado, compartiendo a escondidas momentos muy apacibles y luminosos…
Alguien que había visto el cuadro de su mujer
con el collar de perlas le había sugerido a Van Ruijven que la modelo debería
estar mirando al frente, en lugar de mirarse en un espejo…
No era muy frecuente que Vemeer pintara a
sus modelos mirando al espectador. La última vez que lo hizo fue cuando pintó a
la criada del vestido rojo y menudo escándalo se montó…
“Muchacha con
copa de vino”
Parecía poco probable que Vermeer aceptará
el encargo de Van Ruijven, pero lo hizo… Sentó a su mujer en una de las sillas
dispuestas en el estudio, le invitó a ponerse la pelliza amarilla y unos
pendientes de perla, y le sugirió que simulara estar escribiendo una carta.
Después colgó una naturaleza muerta de instrumentos musicales en la pared,
cubrió la mesa con un tapete azul y posó encima el collar. Entonces cerró las
ventanas y dejó la habitación a oscuras, permitiendo que la luz que entraba por
los postigos superiores iluminara directamente la frente de la modelo, el brazo
que apoyaba sobre la mesa y la pelliza amarilla.
“Joven
de amarillo escribiendo una carta”
Fue Griet quien le sugirió que tirase del
paño azul hacia arriba, sacándolo de las oscuras sombras de debajo de la mesa para
dejarlo fluir sobre ella, consiguiendo así que el desorden generado contrastara
con la calma de la muchacha, y aquello funcionó…
Cuando Van Ruijven fue a recoger el
cuadro, Maria Thins le propuso que Vermeer pintara para él un cuadro más
grande, con más figuras, y no el retrato de otra mujer sola, sin más compañía
que sus pensamientos… Al mecenas no le pareció mala idea, pero apuntó que le
gustaría salir él en el cuadro junto a la criada de ojos grandes del artista.
Se refería a Griet, claro…
A ella no la apetecía posar a su lado,
pues no creía que fuera con buenas intenciones y no quería que la historia
acabara como la de la criada del vestido rojo, pero no le quedó más remdio que
hacerlo.
Vermeer, que tampoco estaba por la labor, compuso
la escena: hizo que trajeran una espineta al estudio, la colocó en el rincón, colgó
un par de cuadros en la pared del fondo, puso la mesa en primer plano, la
cubrió con un tapete, y colocó una viola debajo. Van Ruijven posaría sentado en
una silla, de espaldas al espectador y tocando el laud, mientras su hija, a su
izquierda, tocaba la espineta. y su hermana, de pie a su derecha y sosteniendo
una partitura en la mano, cantaba una canción…
“Concierto
con tres solistas”
No era habitual que Vermeer pintara dos
cuadros a la vez, pero Van Ruijven había renunciado a que Griet saliera en el
cuadro con él a cambio de que el artista pintara para él un retrato de ella…
Griet no se sentía a gusto vistiendo las
ropas de su señora, y haciendo cosas que nunca hacía, como leer o beber una
copa de vino. Prefería posar haciendo las labors propias de una criada: coser,
fregar y barrer el suelo, acarrear el agua, lavar las sábanas, cortar el pan,
limpiar las ventanas…, pero Vermeer no estaba dispuesto a retratarla con una
escoba en la mano, y se propuso pintarla como la primera vez que la vio.
Colocó una silla frente a la ventana y le
pidió que se sentara en ella y volviera la mirada hacia él. Le pidió también
que se descubriera la cabeza, pero ella se negó a hacerlo. Accedió a quitarse
la cofia, pero se cubrió el pelo con un trozo de tela azul, y otro amarillo que,
al volver la cabeza, le cayó sobre el hombro…
Posaba para él una o dos horas, tres o
cuatro días a la semana. No le importaba hacerlo: le encantaba hacerlo.
Disfrutaba de sus ojos, solo para ella…, pero él no parecía contento.
Cuando el cuadro estuvo terminado comprobó
que era completamente distinto a los demás. Solo se le veía a ella: su cabeza y
sus hombros, sin mesas ni cortinas, ni ventanas, ni brochas que distrajeran la
atención. Le había pintado con los ojos muy abiertos, la cara directamente
iluminada, pero con el lateral izquierdo en sombra. La oscuridad del fondo
contribuía a que se le viera más sola, mirando a alguien y esperando algo que
no creía que nunca fuera a suceder…
"La joven de la perla"
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