martes, 3 de junio de 2014

JUNTOS, NADA MÁS: ¡no quiero que te vayas!

Mogro, 2 de junio de 2.014

En 2.004 Anna Gavalda publicó "Juntos, nada más", una novela protagonizada por una pareja de perdedores a los que un excéntrico y anacrónico caballero recoge del fango para que, juntos, superen sus penas, afronten sus dudas y aprendan a vivir.
¡¡¡Deliciosa!!!



Apagar el fuego de la cocina antes de que la leche se salga es la pequeña victoria cotidiana de Philibert: su hazaña, su triunfo invisible... Después la leche baja y el día puede empezar.

Philibert Marquet de la Durbellière es el único heredero de un título que no le interesa, como no le interesan las tierras, ni los bosques, ni las mujeres, ni las finanzas, ni su rango social. Es un extraterrestre: un ser generoso, anacrónico, que está a mil leguas del mundo real y no parece vanagloriarse en absoluto de ello.

Custodia un piso que constituye el ocaso de un mundo. Las fotos, los libros, los tapices, las arrogantes molduras, los calentadores de metal, los frasquitos para cataplasmas, las hormas hechas a medidas y las etiquetas amarillentas envuelven una atmósfera especial: recuerdos, murmullos, palpitaciones...
Sabe que llegará el día en que tenga que marcharse de allí: recoger sus cosas y abandonarlo todo, pero de momento ha cruzado el puente levadizo del castillo familiar y abandonado sus tierras para disfrutar de la vida.

Las lágrimas de Camille eran la sabia que le ayudaban a tragar y digerir la vida y le permitían volver a respirar. Se negaba tirar del hilo y mirar atrás...

Philibert le rescató del ático en el que agonizaba para llevarla a vivir con él y convertirse en el hermano mayor que nunca tuvo.
Fue una niña normal, al menos hasta que sus padres se separaron: poco después él se cayó desde lo alto de un edificio y su madre empezó a alimentarse a base de pastillas. Ella se convirtió en una adolescente ingrata y solitaria.
Desde que había tenido edad para sujetar un lápiz la gente le había repetido una y otra vez que tenía talento, pero todos esos halagos no le habían llevado a ninguna parte.
Nada más cumplir los dieciocho se largó de casa e ingresó en la Escuela de Bellas Artes. Conoció al típico genio incompredido que necesita a su lado una bobalicona loquita por él que le haga la comida: compartieron su pasión y fueron felices a ratos pero las drogas hicieron que todo se volviese demasiado triste...
Mathilde Daens-Kessler nunca había necesitado contar nada en su vida: ni sus bienes, ni sus amigos, ni mucho menos sus enemigos... Ella era rica y su marido, Pierre, un emprendedor: ambos se convirtieron en sus protectores. Les había conocido hace casi diez años, durante una exposición de trabajos de fin de curso en la Escuela de Bellas Artes.
Ellos fueron quienes recogieron sus migajas para instalarla en la buhardilla del séptimo piso en la que Philibert le encontró enferma antes de convertirla en uno de los personajes de su particular vodevil.

El otro es Franck, un ligón de tres al cuarto, imbécil, chulo, fardón y bocazas, que pese a su moto macarra y su larga lista de tías buenas a las que se ha pasado por la piedra, no pudo evitar ponerse colorado cuando, vestido con su chaqueta perfectamente planchada, su pantalón impecable, su delantal y trapo inmaculados y su gorro de cocinero bien plantado en lo alto de la cabeza, se presentó frente a Camille y ella le dijo que le encontraba muy guapo.


No se soportan pero ninguno de los dos puede marcharse: si lo hiciesen Philibert se pondría muy triste. La presencia de ambos garantiza su frágil equilibrio. Los tres juntos forman una buena panda de lisiados. Puede que sean diferentes pero lo que impide que la gente conviva no son las diferencias sino la estupidez... La vida es más divertida cuando hay un poco de desorden.


Para Camille entrar en una librería, ir al cine, ver exposiciones y echar una ojeada a los escaparates de las galerías de arte era tocar con el dedo su mediocridad y su pusilaminidad: recordar que había tirado la toalla un día de desesperación y que desde entonces ya nunca la había recuperado. Prefería las secciones de cualquier gran supermercado...

A Franck le gustaba la velocidad: pisarle al máximo y atormentar a su ángel de la guardia.
La vida estaba acelerando de repente: Camille se arrimó al cuerpo de Franck y apretó los dientes. Después compartieron estaciones y mercados...

Ella está a punto de cumplir veintisiete años y por primera vez en su vida vive en un sitio en el que se siente bien y al que vuelve feliz cada noche. Sus historias nunca funcionan y esta vez no quiere estropearlo todo. No sabe hacer nada normalmente; siempre se pasa, en un sentido o en otro: cuando bebe, bebe demasiado, cuando trabaja, se desloma, y cuando ama, pierde la razón.

Sus reflejos se sonrieron en el espejo durante medio segundo más largo de lo normal: está segura de que el ojo se lo ha guiñado a ella pero no quiere perderle...
El precio de la serenidad es exorbitante.

Año nuevo y todo sigue igual pero Camille se encuentra mejor: disfruta de la luz del día y ya no encuentra tantos motivos para vivir al reves.

Cuando Franck le presentó a su abuela, ella, con el beneplacito de Philibert, le propuso sacarla de la residencia en la que vivía para llevarsela a vivir con ellos.

La señora Paulette no estaba loca, como decían, pero sabía como terminan las viejas inútiles como ella y tenía miedo. Hablaba sóla: increpaba a los muertos y rezaba a los vivos. Ella y su difunto marido fueron quienes criaron a Franck...

Su padre fue un desconocido que se vació las pelotas en el asiento de atrás de un coche y su madre nunca quiso al niño que le jodió la vida. No había sabido nada de ella hasta que cumplió diez años: entonces anunció que volvía para llevarle a vivir con ella, le presentó a su marido y a su otro hijo y le enseñó su nueva casa... Tardó tres meses en enviarle de vuelta con sus abuelos, pero nada volvió a ser como antes. Ella le había contado horrores sobre ellos y él se convirtió en un cabronazo que lo único que quería era hacerles la vida imposible.
Paulette tenía la sensación de haberse pasado la vida buscando a su nieto: primero en la otra punta del huerto, en lo alto de un árbol, en casa de los vecinos, escondido en un establo, o repantigado delante de su televisión, años más tarde, en los billares. Había hecho todo lo que había podido: le había alimentado, besado, mimado, reconfortado, regañado, castigado y consolado, pero todo aquello no había servido de nada... En cuanto aprendió a andar, Franck puso pies en polvorosa, y en cuanto tuvo sombra de barba, se marchó del todo.
Ella fue quién le inspiró el gusto por la cocina. No le enseñó cosas importantes pero sí algunas recetas caseras: platos sencillos, rústicos y baratos... Cuando cocinaba estaba más o menos tranquilo.
Ahora le busca en los trocitos de papel que le deja cuando viene a verle a la residencia y en los que le garabatea números de teléfono que siempre resultaban ser falsos.
Ella se está dejando morir encerrada en una especie de vagón de hierro, lejos del sonido de las tuberías, la madera, los armarios, el reloj de pared, el fuego en el hogar, los pájaros, los animales, el viento..., y él lo sabe.

Franck aceptó...

Los primeros días a la anciana le daba miedo molestar, perderse, caerse y sobre todo arrepentirse de esa ventolera que le había dado. Tal vez si tuviese su revista, sus crucigramas, sus agujas y algo de lana, un tarro de Nivea, caramelos, una radio pequeña, una lupa, otra almohada, sus polvos, sus zapatillas, una bata más abrigada y un sillón delante de la ventana... No le faltó de nada.
Los cuatro sentían que nunca en sus vidas habían estado tan bien. Por primera vez tenían una familia: la que habían elegido y por la que habían luchado. Lo único que querían era estar juntos, nada más...

Philibert, Franck y Paulette se habían convertido en las personas más importantes en la vida de Camille. Les había pintado a los tres una y otra vez. Entre el primer boceto y el último dibujo que había hecho apenas habían transcurrido unos pocos meses pero ella ya no era la misma: se había desperezado, había cambiado de piel y dinamitado los bloques de granito que le impedían avanzar desde hacía demasiados años...
Pasó lo que tenía que pasar: Franck perdió el apetito y Camille su tez tan pálida. La ciudad se volvió más bella, luminosa y alegre: la gente estaba más sonriente y el asfalto más elástico.

Aquello no podía funcionar: los días se iban haciendo más largos, la silla de ruedas de Paulette acumulaba kilómetros, Philibert ensayaba su teatro, Camille dibujaba y Franck perdía cada día un poco más de su seguridad en sí mismo.

Ella le tenía cariño y se ofrecía a él pero ni le amaba ni se entregaba: lo intentaba, pero sin llegar a creérselo del todo... Le regalaba sonrisitas desconcertantes que él no quería mientras suspiraba suplicándole en silencio que cogiese un abrelatas y descerrajase la coraza con la que protegía su corazón. 

Los sentimientos no son como las minas de sus lápices: ¡no se gastan!

Philibert se había casado y estaban a punto de clausurar el vestigio del pasado en el que todos juntos se habían refuagiado.
Camille se lió un cigarrillo, se limpió las uñas con una cerilla, fue a vigilar su 'quiche', cortó en trocitos tres cogollitos de lechuga y unas hojitas de cebolleta, lo lavó todo, se sirvió un vasito de vino blanco, se duchó y volvió a la calle poniéndose un jersey. Paulette había muerto...
Desde la ventana de su habitación vio a Franck dispersar unos polvitos muy finos por encima de las amapolas del jardín de su abuela. No se atrevió a salir inmediatamente y cuando por fin se decidió a llevarle una taza de café hirviendo sólo quedaba el rugido de una moto alejándose. 
Su vida se estaba desmoronando otra vez...

No hay comentarios:

Publicar un comentario