martes, 10 de mayo de 2016

NADIE: no preguntes cuál es el destino, lo importantes es partir

Santander, 15 de junio de 2.016 

Tras haber dado muerte a todos los pretendientes, Ulises deja a Penélope y vuelve a partir. Lo hace porque él no es un personaje más de nuestra "Odisea" sino la encarnación de una manía que obliga al hombre a partir siempre. Una manía que algunos tienen y otros no... En el puerto tienes una nave que te aguarda: no te preocupes por la maleta ni averigües el precio del pasaje. No preguntes cuál es el destino: ¡lo importante es partir!

Cuenta Luciano de Crescenzo que después de leer la "Odisea" le hubiese gustado que su padre le cambiase el nombre y llamarse 'Nadie', pero cuando se lo pidió, éste, poco dado a los clásicos, le contestó: "¡será mejor que te ocupes de convertirte en 'Alguien' y no fastidies!".
En 1.998, después de haber revisado los hechos recogidos en la "Iliada" de Homero, al singular escritor en que se había convertido nuestro 'Nadie' le entreron ganas de repasar el contenido de su "Odisea" y contar, a su manera, el regreso a Ítaca de Ulises.


¿Quién es más inteligente: aquél que dice siempre y solamente lo que piensa o aquél que sabe escoger entre una verdad y una mentira?

Ulises es, en su opinión, el único hombre verdadero de los poemas homéricos, pues el resto no son más que 'Rambos' elevados a la categoría de héroes. Él, sin embargo, tiene todas las virtudes y todos los defectos que un hombre debe tener: es valiente, inteligente, aventurero, familiar y, al mismo tiempo, traidor, curioso, embrollón, astuto, embustero, zascandil y cuentero...

La guerra que empapó de sangre las playas de Ilión ha terminado. Los guerreros de broncíneas corazas han llevado a término su propia misión: unos perdieron la vida luchando con las armas empuñadas, otros en el camino de regreso a casa o apenas volvieron a poner pie al abrigo de murallas amigas y otros -los menos-, gracias a los Dioses, han regresado a los brazos de sus mujeres y de sus tiernos hijos. Tan sólo Ulises vagabundea aún por los mares ricos en peces. Con palabras y halagos lo tiene atrapado junto a sí desde hace siete años la antojadiza Calipso mientras él derrama cálidas lágrimas pensando en el humo que asciende desde las chimeneas de Ítaca, en su mujer lejana y en el hijo cuyo rostro todavía no conoce. Lejos de allí, el joven Telémaco ve como un puñado de necios pretendientes se aposenta en su casa dando voces, blasfemando, descuartizando bueyes, degollando majadas enteras de ovejas y acosando a las jóvenes criadas mientras acechan a Penélope -su madre-, esperando que ésta nombre un sustituto que se adueñe del trono de Ítaca.

La curiosidad de sus hombres fue la primera y principal causa de todas las desventuras que persiguieron a Ulises durante su regreso a casa. Cuando sus hombres desataron la cadena de plata con la que el rey Eolo cerró el odre en el que había escondido los vientos que podrían molestarles durante su viaje comenzaron todos sus males. A partir de ese momento hubieron de enfrentarse a cíclopes, sirenas y ninfas. Docenas de peñascos cayeron sobre ellos y dos peligrosos escollos salieran a su encuentro. En el interior del primero se ocultaba un horrible monstruo inmortal con doce pies, doce manos, seis cuellos retráctiles y seis bocas armadas con tres hileras de dientes cada una. Su nombre era Escila y habitualmente permanecía dentro de su cueva atisbando el horizonte y esperando pacientemente que alguna nave se acercase para estirar uno de sus cuellos y atrapar al navegante más próximo para devorarlo después en su horrible caverna. El segundo era el hogar de Caribdis, un peligrosísimo monstruo que tres veces al día traga el agua de mar y la vomita con inmenso fragor. Pasaron entre ambos, pero entonces una terrible tempestad se desató sobre sus cabezas. Un rayo partió en dos su nave y todos sus compañeros murieron ahogados. Después de pasar nueve días y nueve noches agarrado a un trozo de madera, la marejada arrojo a Ulises contra la costa de Ogigia. La dulce Calipso lo arrastró hasta la orilla más muerto que vivo. Le alimentó y permaneció a su lado hasta que recuperó las fuerzas. Le salvó la vida, pero a cambio le manuvo prisionero en su isla durante siete larguísimos años. Sólo entonces, gracias a la intervención de Zeus, le permitió partir a bordo de una frágil balsa que él mismo había construido.


Con la ayuda de Atenea consiguió llegar por fin a su ansiada Ítaca, pero aún tendría que soportar muchos dolores y humillaciones antes de poder sentarse en su trono. La diosa le hizo vestir unos ropajes tan sucios y harapientos que causarían repugnancia a cualquiera que le echase un vistazo, cubrió su piel de arrugas y la volvió ajada como la de los viejos, le privó de sus rubios cabellos y ofuscó sus bellísimos ojos a fin de que nadie pudiera jamás reconocerle...


Hacía tres años ya que un grupo de jovenzuelos insolentes se había aposentado en su palacio con la intención de que su esposa escogiese a uno de ellos y lo legitimase como rey, pero Penélope les daba largas argumentando que sólo se decidiría cuando terminase un delicado bordado cuya tela tejía durante el día y deshacía por las noches, convencida, pese a todo, de que, tarde o temprano, se vería obligada a contraer nuevas nupcias.

Habían pasado demasiados años desde la destrución de Troya como para que aún se pudiese confiar en el regreso de Ulises. Los veintidos pretendientes destruían sus bienes y asediaban a su mujer sin sospechar que el héroe estaba a punto de volver. Él ansiaba vengarse pero nadie debía enterarse de su llegada: ignoraba las provocaciones conservando las fuerzas para cuando fuese necesario.

Atenea convenció a Penélope para que pusiese fin al cuento ése de la tela y le sugirió que propusiese a sus pretendientes una competición ofreciéndose ella misma como premio. Su amado esposo solía clavar en hilera, sobre una viga de madera, doce hachas desprovistas de sus mangos para después atravesar todos los orificios con una flecha lanzada con un viejo arco que era muy difícil de flexionar.



"¡Oh, pretendientes soberbios! Vosotros, que desde hace tiempo bebéis y coméis en mi casa sin el menor comedimiento, sabed que por fin he tomado una decisión: seguiré al hombre que, antes que ningún otro, tienda este arco y traspase con una sola flecha los ojos de las doce hachas."

Los pretendientes blandieron por turno el arco de Ulises. Intentaron flexionarlo apoyándose en él con todo el peso de su cuerpo, mas no lo consiguieron. Tener que rendirse era verdaderamente humillante. Todos los candidatos lo hubiesen intentado ya, sin conseguirlo ninguno. Entonces Ulises, vistiendo sus harapos de mendigo, tomó el arco. Lo blandió con la diestra, tensó la cuerda, apuntó, disparó y la flecha atravesó los doce agujeros. Librándose de las ropas que le cubrían se situó en un sitio estratégico del salón, en un lugar más elevado, y gritó:


"¡La competición ha terminado y ahora, con la ayuda de Apolo, dios de los arqueros, cambiaré de blanco!
¡Temblad malditos: yo soy Ulises, rey de Ítaca!
Habéis devorado mis bienes, habéis asediado a mi esposa y habéis obligado a mis criadas a meterse en vuestros sucios lechos... ¡Sabed que la fiesta ha terminado!
¡Ha llegado vuestra hora!
Pensabais que no regresaría jamás y, en cambio, aquí estoy, más fuerte que antes y, sobre todo, más decidido que nunca a haceros pagar todo el daño que me habéis hecho."

Con la ayuda de Atenea se enfrentó a los veintidós pretendientes y a sus siervos. Entre alaridos, quejidos, blasfemias, mesas volcadas, fragmentos de vajilla rota y salpicaduras de sangre, sus adversarios cayeron presa del pánico y uno a uno emprendieron el descenso al mundo de las tinieblas.

Cuando Penélope vio a Ulises no corrió hacia él para abrazarle pues temía ser víctima de un engaño pero cuando estuvo segura de que áquel realmente era quien decía ser empezó a besarlo en los labios, en las mejillas, en el cuello y en los ojos. Cuando llegó la noche se amaron tiernamente y Atenea, entreteniendo con chácharas a la diosa Aurora, prolongó unas horas el amanecer a fin de que los amantes pudiesen abrazarse más largamente.

Al día siguiente Ulises bajó al puerto y vio una nave con la proa pintada de rojo. Después de veinte años de aventuras, de monstruos que te quieren matar, de caníbales que te quieren devorar, de mujeres que te quieren seducir, de tempestades y duelos a muerte, no es fácil quedarse en casa cruzado de brazos mirando a la esposa. Se lo pensó unos segundos y después dijo a los marineros: "Ánimo, muchachos: ¡zarpamos!"

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