Santander, 16 de mayo de 2.021
Una madrugada, durante el confinamiento del año
pasado, escuché en la radio una entrevista concedida por Santiago Posteguillo.
Acababa de publicar la que entonces era su última novela: “Y Julia retó a los
dioses” (2.020); había que leerla, pero, antes, había que leer “Yo, Julia” (2.018).
La historia, ya se sabe, ha sido, al menos hasta
ahora, la historia de los hombres, centrados siempre -historiadores, primero, y,
luego, novelistas masculinos-, en documentar unos, y en recrear otros, las
vidas de grandes personajes históricos únicamente del género dominante durante
siglos. Hace ya tiempo que, profundizando en la historia antigua de Roma, he
llegado a la conclusión de que, si bien es muy posible que, dada la estructura
patriarcal de Roma, hubiera muchos más hombres que mujeres en posiciones de
relevancia, no es menos cierto que, con frecuencia, el historiador hombre y el
novelista hombre han dejado de lado a figuras históricas femeninas de enorme
impacto tan solo por el hecho de ser mujeres.
Santiago
Posteguillo
La profesora Bárbara Levick lamenta que la historia de
Julia Domna no haya sido contada en novela alguna -ni llevada al cine, o la
televisión-, y defiende que es un personaje histórico digno de una obra de
Tolstoi. Posteguillo no pretende suplantar al gran escritor ruso, pero sí
acercar al lector, con la intensidad dramática más potente que ha sido capaz de
alcanzar, la historia de Julia Domna, contribuyendo, así, a construir la igualdad
de género y completar la historia elaborada durante siglos añadiendo la figura
de una gran mujer olvidada…
Año 950 después de la fundación de Roma, es decir, año
197 después de Cristo. Mi nombre es Elio Galeno y he sido médico de la familia
imperial de Roma durante años. Muchos son los sucesos de renombre que he
presenciado en mi existencia. Entiendo que los historiadores oficiales del
Imperio y otros que se ocupan del recuerdo de lo que acontece en la existencia
de los hombres darán buena cuenta de todos ellos de manera que queden
convenientemente reflejados por escrito para la posteridad, pero no puedo
evitar preguntarme: “¿Y Julia? ¿Se acordará alguien de su historia?”. En
solo diez años pasó de ser una desconocida adolescente de la ciudad de Emesa,
en su Siria natal, a la augusta emperatriz de Roma. Por gratitud y por justicia,
he decidido contar su historia desde el momento en que llegó a Roma…
Nació en Siria. Era hija de un rey-sacerdote del culto
al dios del sol y se casó con un prometedor legado del Imperio: Septimio Severo;
apenas tenía dieciséis o diecisiete años y él era bastante mayor, pero se
llevaban bien. Se trasladó a Lyon, donde su marido ejercía como gobernador de
la Galia Lugdunense, y nueve meses más tarde tuvieron un hijo: Basiano. Poco
después, Septimio Severo fue nombrado procónsul de Sicilia, donde nació su
segundo hijo: Geta, y, posteriormente, gobernador de Panonia Superior.
En Roma la despreciaban por no ser romana de nacimiento
y la temían por descender de una larga dinastía de reyes que llevaba siglos
gobernando su Emesa natal, pues pensaban que todas las mujeres venidas de lugares
lejanos eran como Cleopatra o Berenice, y tenían motivos para hacerlo ya que ella,
que era una mujer hermosa, audaz y muy valiente, se había prometido a sí misma
que llegaría un día en el que nadie se atrevería a mirarlos ni a ella, ni a
nadie de su estirpe, con rabia o envidia.
Con el fin de garantizar la lealtad más absoluta de su
marido, instalado en la remota frontera del Danubio al frente de tres legiones,
el trastornado emperador Cómodo la retenía a junto a sus hijos en Roma, pero Julia
sabía que, tras doce años gobernando, sin el apoyo del pueblo, con el Senado en
su contra y con la guardia pretoriana asqueada, sus días al frente del Imperio estaban
contados. Su padre, Maro Aurelio, había sido un buen gobernante; no como él, que
desde el principio se comportó como un desnortado lunático: empezó mostrándose
como un caprichoso insoportable y terminó siendo un cruel asesino en serie.
El 31 de diciembre de 192, Cómodo fue asesinado y la
noticia de su muerte se extendió por todo el Imperio como una mancha de aceite.
Reconducir la historia de la Roma herida que dejaba tras de sí no iba a ser una
tarea fácil…
Su cadáver aún estaba caliente cuando el Senado nombró
un sucesor. El elegido fue Pertinax: un hombre maduro, pero fuerte, respetado y
honesto. La guardia pretoriana respetaría su elección -siempre y cuando se le
ofreciese una paga extraordinaria conforme a lo que se hacía siempre que había
un cambio de emperador-, y los tres gobernadores más poderosos del Imperio:
Clodio Albino, Pescenio Nigro y Septimio Severo, al menos en un primer momento,
no se opondrían a su decisión.
Julia, sin embargo, no creía que la transición fuera a
ser tan sencilla. Cómodo había muerto sin tener descendencia y sin haber
nombrado un sucesor; esto suponía el final de una dinastía y, por lo tanto, una
estupenda oportunidad para aquellos que supieran verla… Solo ella intuyó el
peligro: si Pertinax no satisfacía pronto las demandas de la guardia imperial,
la situación se podía volver en su contra, como le sucedió al emperador Galva
tras la muerte de Nerón. Afortunadamente, Septimio Severo había aprendido a
respetar los pálpitos de su esposa y buscó la manera de sacar a su familia de
Roma, dejando, eso sí, un par de hombres de su confianza en la capital del Imperio,
demostrando de ese modo que su compromiso con el actual emperador permanecía
intacto.
Los excesos de Cómodo durante los últimos años de
gobierno habían esquilmado las arcas del Imperio. Tres meses después de haber
sido proclamado emperador, Pertinax seguía sin entregar a la guardia pretoriana
la paga prometida, por eso esta se alzó en armas contra él y lo mató (28 de
marzo de 193). Su prudente decisión de rechazar los nombramientos de su esposa
y su hijo como augusta y césar, respectivamente, salvó la vida de su familia,
pero dejaba a Roma sin emperador otra vez: ¡todo volvía a empezar!
En medio del vacío de poder, emergió la figura de Didio
Juliano, un tipo retorcido, sin escrúpulo alguno, que, aunque no tuviera
ninguna legión bajo su mando ni contara con el apoyo explícito del Senado,
tenía cantidades ingentes de dinero con el que comprar la voluntad de muchos
soldados. La guardia pretoriana estaba dispuesta a subastar la toga imperial
como si fuera un pescado, un trozo de carne seca de jabalí o un esclavo
cualquiera, y él estaba dispuesto a pujar por ella. Con los pretorianos de su lado,
podría presionar a los gobernadores del Imperio, cuyas familias serían rehenes
suyas en Roma. Que Julia Domna hubiera podido salir de la capital y reunirse
con su esposo en el norte era un contratiempo que alteraba un poco sus planes,
pero, con la guardia imperial leal a su dinero y las legiones de Britania y
Oriente controladas, no creía que Septimio fuera a osar alzarse contra él. Se
equivocaba…
En Caruntum -al norte del Danubio-, y frente a más de diez
mil soldados, animado a hacerlo por su esposa, Septimio Severo recogió el paludamentum
púrpura que le tendieron sus tribunos principales y alzó los brazos para ser
vitoreado por sus tropas:
¡Legionarios de legión XIV Gemina, hombres de las
legiones X Gemina y I Adriatix, auxiliares, soldados del Imperio todos:
escuchadme! ¡En Roma, un miserable ha usurpado el puesto de emperador! ¡Ese
infame ha comprado con oro la dignidad imperial! ¡La guardia pretoriana, creada
por el divino Augusto para proteger la vida del emperador y de la familia
imperial, y para preservar el orden en la ciudad de Roma, primero, permitió que
se asesinara a Cómodo y, luego, formó parte en la conjura mortal contra Pertinax!
¡Este último había sido elegido, como corresponde, por el Senado -por un Senado
libre de presiones-, como nuevo augusto para gobernarnos a todos con su
sabiduría y su experiencia! ¡Pertinax fue siempre un hombre digno y también un digno
augusto! ¿Cuál fue su recompensa? ¡La guardia pretoriana lo asesinó!
A Roma la gobiernan ahora un corrupto y los pretorianos.
A su lado caminan, alegres, pavoneándose por las calles de la capital del gran
Imperio romano. ¡Sí, esos mismos pretorianos que, como bien sabéis, llevan
trece años viviendo a costa de vuestro esfuerzo diario! ¿Pues quiénes, sino nosotros,
luchan cada día en el Danubio para defender Roma? ¿Quiénes, sino otros como nosotros,
lo hacen en el Rin o en el Éufrates? ¿Y nos ha preguntado alguien lo que
pensamos? ¡Pues yo creo que algo tenemos que decir sobre si este Juliano, que
se ha hecho nombrar emperador forzando al Senado a elegirlo poniendo una espada
pretoriana en el cuello de cada uno de nuestros patres conscripti, nos parece,
o no, un gobernante legítimo! Porque, yo os digo: si la elección hubiera sido
libre, como libre fue la designación de Pertinax, no sería yo quien me
atreviera a cuestionarla. Roma lleva siglos perviviendo como el gran imperio
que es por el respeto que todos hemos tenido a nuestras tradiciones, a nuestras
instituciones y, entre todas ellas, destacan el emperador y el Senado. Pero,
cuando el Senado es secuestrado por los pretoria-nos, y cuando, bajo la fuerza
de las armas, se nombra a un emperador que ha comprado el trono con oro, no por
méritos, ni por valor en el campo de batalla, ni por experiencia; entonces, yo
digo que ese usurpador ha de morir, igual que se ha de terminar con todos y cada
uno de los miembros de la guardia pretoriana.
¡Escuchadme! ¡Avanzaremos sobre Roma, depondremos al
usurpador Juliano, lo ejecutaremos, ter-minaremos con la guardia pretoriana,
devolveremos al Senado su libertad y restauraremos el buen nombre de Pertinax!
¡Muerte al usurpador! ¡Por Júpiter Vengador, muerte a Didio Juliano!
La suerte estaba echada. Ya no había vuelta atrás.
Roma tenía ahora dos emperadores: Didio Juliano en la capital y Septimio Severo
en Panonia Superior. A estos dos se sumó pronto Pescenio Nigro, que se autoproclamó
emperador en Oriente. Los tres luchaban por el poder, pero ¿acaso le
preocupaba a alguno garantizar la seguridad de las fronteras de Roma o el
suministro de alimentos para su pueblo?
<<¿Cuándo llegará el día en que senadores y
gobernadores piensen más en el bien común que en si mismos: en pequeñas
rencillas, estrategias y envidias que a todos debilitan? Puede que nunca…>>.
Septimio Severo se había asegurado el inestimable apoyo
de Clodio Albino nombrándolo césar y marchaba al frente de dos de sus tres
legiones hacia la capital del Imperio. Presionado por Juliano, el Senado lo
amenazó con declararlo enemigo público de Roma si proseguía con su avance, pero
esto no lo detuvo. El 1 de junio del año 193, cruzó el Rubicón al frente de sus
tropas y ordenó matar al usurpador, que solo aguantó al frente del imperio
sesenta y seis días.
La ciudad de Roma estaba bajo su control y el acuerdo al
que había llegado con Clodio Albino le permitía disponer de cierto sosiego con
respecto al movimiento de tropas en La Galia, Britania, el Rin o Hispania; pero,
en Oriente, Pescenio Nigro estaba desplegando sus legiones por Arabia, Palestina,
toda Asia Menor y Egipto, y no parecía dispuesto a pactar con nadie. Doblegarle
no iba a ser fácil y muchos miembros del Senado lo apoyaban en secreto.
Los ejércitos de uno y otro se enfrentaron en Oriente
haciendo que Roma se clavara una daga por la cual se desangraba lentamente.
Solo el tiempo diría si aquella sangría autoprovocada la dejaría tan débil como
para no poder defenderse de sus enemigos externos…
Septimio lo derrotó. Aniquiló a sus tropas y después
lo ejecutó. Paseó triunfalmente por Siria y anexionó dos provincias nuevas al
Imperio: Osroene y Mesopotamia. Solo Trajano había llegado más lejos, pero
después de muchos años de gobierno y tras varias campañas. Hasta ahora, había
demostrado ser un gran militar y un correcto administrador de todos los territorios
bajo su mando, pero le faltaba perspectiva y ambición política. Afortunadamente,
tenía a Julia a su lado, quien, pese a sus reticencias, le había acompañado
durante toda la campaña. Ella ansiaba el poder total y sin discusión en todo el
Imperio y le dio el empujón que necesitaba para lanzarse a por el único cabo suelto
que quedaba…
Nombrar césar a su hijo Basiano, igualándolo en
dignidad y derechos sucesorios con Clodio Albino, fue una provocación. Pactar con
el gobernador de Britania le había permitido tener la retaguardia segura mientras
resolvía las rebeliones de Juliano, primero, y de Nigro, después; pero, mientras
su ‘socio’ permanecía a la espera, él
fue quien arriesgó su vida, cruzó el Rubicón y transgredió la ley para acabar
con el usurpador, quien se las ingenió para desmantelar la guardia pretoriana que
se había revelado contra Pertinax y quien luchó cuerpo a cuerpo con las
legiones de Oriente. Se sentía con derecho a nombrar, ahora, un segundo sucesor,
pero, aunque tratara de justificarse diciendo que lo hacía para garantizar la transición
en caso de que uno de los dos falleciera, hacerlo constituía un desafío que conduciría
a Roma a una nueva guerra civil.
Clodio Albino había permitido que Septimio Severo se
desgastara peleando con Juliano y Nigro, con la esperanza adicional de que pudiera
caer en combate. Esto último no había sucedido, pero sus tropas debían de estar
agotadas. Aquel era un buen momento para alzarse en armas contra él, y el
nombramiento de su hijo como césar, la excusa perfecta para hacerlo. Durante
el otoño del año 196, Albino se autoproclamó emperador, cruzó el Mare Britannicum
y se lanzó a por la capital…
Virio Lupo, gobernador de Germánica Inferior, ejercía
una notable influencia sobre Germánica Superior, lo que, en la práctica, le
permitía controlar las cuatro legiones del Rin y lo situaba en el centro de la
disputa por el poder entre los dos candidatos a la toga púrpura, convirtiéndolo
en la llave que haría que la guerra que se avecinaba se decantara hacia uno u
otro lado. Públicamente, había proclamado su lealtad a Septimio Severo, pero
todo era negociable; lo único que le pedía Clodio Albino era que la oposición
que sus legiones mostraran al avance de sus tropas fuera poco efectiva y eso no
le compro-metía demasiado…
Dejándose guiar por la intuición de su esposa,
Septimio Severo alejó a Lupo del centro de la batalla, aunque eso igualaba sus
fuerzas con las de Albino, pues, mientras que este había dejado desprotegido el
muro de Adriano llevándose todas sus topas consigo, él había dejado a muchos de
sus soldados repartidos a lo largo del Danubio -una frontera siempre delicada-,
y, también, en Oriente, pues este seguía estando amenazado por el imperio
parto.
La batalla de Lugdunum fue un todo o nada en el que
Julia y Severo no luchaban solo por un Imperio, sino que lo hacían por algo
mucho más grande: ¡una dinastía! Alcanzar una tregua y gobernar con Albino como
coemperador no era una opción. Era el momento de instaurar una nueva estirpe: ¡la
suya!, que se perpetuara en el poder durante varias generaciones.
En apenas diez años, Julia Domna había pasado de ser
una desconocida adolescente extranjera, procedente de una esquina del Imperio,
a ser la única, todopoderosa y aclamada augusta de Roma. Las legiones apoyaban
a su esposo a muerte y su fidelidad le permitiría gobernar pasando por encima
del Senado y las tradiciones. Su familia había llegado para quedarse y cambiar
el mundo.
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