domingo, 14 de abril de 2019

EL NIÑO QUE DOMÓ EL VIENTO: si puedes soñarlo puedes hacerlo, pero primero tienes que intentarlo

Santander, 6 de abril de 2.019


El año pasado le regalamos a Claudia “El niño que domó el viento”, una novela autobiográfica protagonizada por un joven científico que desmonta todo tipo de estereotipos. Le gustó mucho, me la recomendó y prometió prestármela. Ahora la tengo en mis manos…






El joven William Kamkwamba nació en 1.987 en Malaui, una pequeña nación situada en el sudeste de África, en un pueblo formado por unas diez casas de ladrillos de barro pintadas de blanco y con el techo hecho con hierba alta recogida cerca de los pantanos. En su país, los campesinos siempre han sido pobres y muy pocos pueden permitirse el lujo de estudiar. Su familia se dedicaba a cultivar maíz blanco. Cada temporada de siembra, él y sus seis hermanas debían levantarse muy temprano para quitar las malas hierbas, preparar el terreno con las azadas y plantar las semillas con mucho cuidado. Después, cuando llegaba el momento de cosechar, volvían a estar ocupados.



Antes de descubrir los milagros de la ciencia, creía que la magia regía el mundo, aunque esta no tuviera cabida en la vida de su padre, un deboto presbiterano. Solo cuando empezó a pregunarse el por qué de las cosas y a cuestionarse qué es lo que hace que estas funcionen, llegó a la conclusión de que debía convertirse en científico para hallar la respuesta a ese tipo de cuestiones. Por eso, al terminar su etapa de educación primaria, pretendía ingresar en una escuela secundaria con un programa especial de ciencias que le permitiera llevar a cabo todo tipo de experimentos.



Desgraciadamente, una desastrosa sequía asoló el país y los apuros económicos de su familia no le permitieron continuar los estudios. William temía que la vida de su padre fuera una premonición de su vida futura y acabar siendo un pobre campesino malauí, sucio y delgado, con las manos tan ásperas como la madera y con los pies descalzos; no poder dedicarse a otra cosa que no fuera cultivar maíz, y quizá un poco de tabaco, y que su vida dependiera de la lluvia y del precio de las semillas y los fertilizantes, de manera que la mayor parte del tiempo tendría lo justo para vivir y solo los años en los que la cosecha fuera especialmente buena podría permitirse el lujo de comprar algo de ropa nueva. Le aterrorizaba pensar en su futuro y sentir que no podía hacer nada para cambiarlo, así que, pese a tener que abandonar la escuela, siguió buscando en los libros de la biblioteca las respuestas a todas sus preguntas. En ellos encontró el salvavidas que le permitió salir del pozo sin fondo en el que vivía…



Nuestros sueños son como máquinas diminutas capaces de obrar milagros: “Si puedes soñarlo, puedes hacerlo, pero primero tienes que intentarlo”. Su sueño, como el de otros muchos africanos, era hacer de su continente un lugar mejor en el que vivir y el milagro de la electricidad le había permitido diseñar un plan para conseguirlo…



La energía está en todas partes, pero a veces necesita ser reconvertida para poder darle uso. Si conseguía que las aspas de un molino hicieran rotar los imanes de una dinamo, podría generar electricidad y librarse del hambre y la oscuridad que les atenazaban a él y a su familia. Un molino de viento era sinónimo de libertad y él iba a construir uno…







¡Lo intenté y lo hice! La máquina estaba lista. Por fin, después de tantos meses de preparación, la obra había sido completada. El motor y las aspas habían sido fijados, la cadena estaba tensa y bien engrasada, y la torre se mantenía firme sobre el suelo. De tanto estirar y levantar, los músculos de la espalda y del brazo se me habían puesto duros como la fruta verde. A pesar de que la noche anterior apenas había dormido, nunca me había sentido tan despierto. Mi invento ya era una realidad, y tenía exactamente el mismo aspecto que en mis sueños…

No hay comentarios:

Publicar un comentario