Santander, 6 de abril de 2.019
El año pasado le regalamos a Claudia “El
niño que domó el viento”, una novela autobiográfica protagonizada por un joven
científico que desmonta todo tipo de estereotipos. Le gustó mucho, me la
recomendó y prometió prestármela. Ahora la tengo en mis manos…
El joven William Kamkwamba nació en 1.987 en
Malaui, una pequeña nación situada en el sudeste de África, en un pueblo formado
por unas diez casas de ladrillos de barro pintadas de blanco y con el techo
hecho con hierba alta recogida cerca de los pantanos. En su país, los
campesinos siempre han sido pobres y muy pocos pueden permitirse el lujo de
estudiar. Su familia se dedicaba a cultivar maíz blanco. Cada temporada de
siembra, él y sus seis hermanas debían levantarse muy temprano para quitar las
malas hierbas, preparar el terreno con las azadas y plantar las semillas con
mucho cuidado. Después, cuando llegaba el momento de cosechar, volvían a estar
ocupados.
Antes de descubrir los milagros de la
ciencia, creía que la magia regía el mundo, aunque esta no tuviera cabida en la
vida de su padre, un deboto presbiterano. Solo cuando empezó a pregunarse el
por qué de las cosas y a cuestionarse qué es lo que hace que estas funcionen,
llegó a la conclusión de que debía convertirse en científico para hallar la
respuesta a ese tipo de cuestiones. Por eso, al terminar su etapa de educación
primaria, pretendía ingresar en una escuela secundaria con un programa especial
de ciencias que le permitiera llevar a cabo todo tipo de experimentos.
Desgraciadamente, una desastrosa sequía
asoló el país y los apuros económicos de su familia no le permitieron continuar
los estudios. William temía que la vida de su padre fuera una premonición de su
vida futura y acabar siendo un pobre campesino malauí, sucio y delgado, con las
manos tan ásperas como la madera y con los pies descalzos; no poder dedicarse a
otra cosa que no fuera cultivar maíz, y quizá un poco de tabaco, y que su vida
dependiera de la lluvia y del precio de las semillas y los fertilizantes, de
manera que la mayor parte del tiempo tendría lo justo para vivir y solo los
años en los que la cosecha fuera especialmente buena podría permitirse el lujo
de comprar algo de ropa nueva. Le aterrorizaba pensar en su futuro y sentir que
no podía hacer nada para cambiarlo, así que, pese a tener que abandonar la
escuela, siguió buscando en los libros de la biblioteca las respuestas a todas
sus preguntas. En ellos encontró el salvavidas que le permitió salir del pozo sin
fondo en el que vivía…
Nuestros sueños son como máquinas
diminutas capaces de obrar milagros: “Si
puedes soñarlo, puedes hacerlo, pero primero tienes que intentarlo”. Su
sueño, como el de otros muchos africanos, era hacer de su continente un lugar
mejor en el que vivir y el milagro de la electricidad le había permitido
diseñar un plan para conseguirlo…
La energía está en todas partes, pero a
veces necesita ser reconvertida para poder darle uso. Si conseguía que las aspas
de un molino hicieran rotar los imanes de una dinamo, podría generar electricidad
y librarse del hambre y la oscuridad que les atenazaban a él y a su familia. Un
molino de viento era sinónimo de libertad y él iba a construir uno…
¡Lo
intenté y lo hice! La máquina estaba lista. Por fin, después de tantos meses de
preparación, la obra había sido completada. El motor y las aspas habían sido
fijados, la cadena estaba tensa y bien engrasada, y la torre se mantenía firme
sobre el suelo. De tanto estirar y levantar, los músculos de la espalda y del
brazo se me habían puesto duros como la fruta verde. A pesar de que la noche
anterior apenas había dormido, nunca me había sentido tan despierto. Mi invento
ya era una realidad, y tenía exactamente el mismo aspecto que en mis sueños…
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