Santander, 3 de diciembre de 2.019
Solo el 1% de
las personas con síndrome de Asperger desarrollan el síndrome del sabio. Daníel
Tammet es uno de ellos: habla diez idiomas -incluidos el islandés, el esperanto
y uno de creación propia-, y posee una memoria prodigiosa y una capacidad para
el cálculo excepcional. Tiene un montón de habilidades que, además, es capaz de
explicar, porque también le gusta escribir, y lo hace muy bien.
Dice que, cuando se pone nervioso, cierra los ojos y
multiplica dos por dos; el resultado por dos más, y luego por dos otra vez… A
medida que lo hace, en su mente aparecen bengalas, chispas y espirales de neón,
hasta que, de repente, puede ver con claridad todo un cielo de fuegos artificiales…
“Nacido en un día azul” (2.006) es un libro en el que,
además de describir cómo ha sido su día a día desde que nació hasta la
actualidad, explica con una sencillez asombrosa la poesía de los números, los
colores de las letras y el funcionamiento de su cerebro.
Mi nombre es Daniel Tammet. Nací en Londres el 31 de
enero de 1.979: un día azul. Sufro una afección conocida como síndrome del
genio autista y tengo una obsesión por el orden que afecta a todos los ámbitos
de mi vida. Experimento una terrible ansiedad cuando abandono mis rutinas, pero
pensar en números me ayuda a calmarme. Ellos son mis amigos. Para mí, cada número
es único y posee su propia personalidad. Vaya donde vaya, o haga lo que haga, los
números siempre están conmigo. Producto de un extraño tratamiento neurológico
de los sentidos, que los científicos llaman sinestesia, poseo la capacidad de
atribuirles a los números y a las letras texturas, colores, formas y
movimientos. Afortunadamente, no padezco ninguna de las graves disfunciones de
carácter físico o cognitivo que suelen estar asociadas a esta capacidad y,
gracias a ella, soy capaz de hablar varios idiomas y manejar cifras muy grandes
sin tener que realizar un esfuerzo consciente.
Cuando veo un número que experimento como atractivo, la
dimensión estética de mi sinestesia hace que sienta un escalofrío de excitación
y placer; pero, si el número me genera rechazo, entonces me siento incómodo e
irritado. Las operaciones matemáticas despiertan en mí diversas emociones y
sensaciones. Mi favorita es la potencia multiplicadora, pero también me gusta practicar
cálculos calendáricos o construir paisajes numéricos. Me fascinan los números
primos; disfruto observándolos: su soledad entre el resto de los números los
convierte en llamativos e interesantes para mí.
Otro
asunto que siempre me ha fascinado es el del lenguaje. También con las palabras
mantengo una relación de carácter estético, pues siento que tienen color y textura,
y algunas me resultan especialmente bellas y estimulantes. Cuento con una
memoria visual excelente: cuando leo un término, o una frase, cierro los ojos,
lo veo en mi cabeza y lo memorizo. Los sustantivos son mi tipo de palabra
favorito, pues me resultan mucho más fáciles de visualizar. Las palabras
abstractas, por el contrario, me resultan más difíciles de comprender. Para
recordarlas, lo que hago es guardar en mi cabeza una imagen asociada a ellas
que me ayude a deducir su significado, por ejemplo: complejidad–trenza de
cabello, frágil–vidrio, triunfo–trofeo...
Me
encantan los idiomas; son como las personas: pertenecen a familias de lenguas
relacionadas que comparten similitudes y establecen relaciones entre ellos. Cuantos
más idiomas hablo, más fácil me resulta aprender otros nuevos. De niño acaricié
la idea de crear mi propio lenguaje. A veces, cuando sentía una emoción
especialmente intensa, o experimentaba algo que me parecía muy hermoso, se
formaba de manera espontánea un término nuevo en mi mente para expresarlo,
aunque no tenía ni idea de dónde provenía. Aún hoy, adoro crear nuevos vocablos.
Existen estudios que demuestran que podría existir una relación entre la base
neurológica de las experiencias sinestésicas que permiten establecer vínculos
entre entidades aparentemente no relacionadas, como colores y palabras, o
formas y números, y la creatividad lingüística de poetas y escritores -fabricantes
de metáforas-, pues esta dolencia es siete veces más común entre las personas creativas
que entre la población general. En realidad, existen indicios que invitan a pensar
que el lenguaje se cimenta sobre el vasto surtido de conexiones sinestésicas del
cerebro humano.
Cuando tenía veinticinco años -ahora tengo veintiséis-,
me diagnosticaron el síndrome de Asperger, una forma de autismo que permite una
elevada funcionalidad, aunque dificulta el normal funcionamiento de las
interacciones sociales, la comunicación y el desarrollo de la imaginación y la
fantasía. Las personas con este trastorno solemos poder llevar vidas relativamente
normales, somos tenaces, habitualmente poseemos un cociente intelectual superior
a la media y destacamos en áreas que implican un pensamiento lógico y visual.
Si hace diez años alguien les hubiera dicho a mis
padres que a estas alturas de mi vida iba a ser totalmente independiente, o que
iba a tener una relación amorosa y una carrera profesional, no se lo hubieran
creído -probablemente, yo tampoco-. Escribir este libro me ha permitido ver con
cierta perspectiva hasta donde he llegado y explicar cómo lo he conseguido.
Crecí sin comprender por qué me sentía tan diferente a
los demás y tan aislado del mundo que me rodeaba. Tuve que enfrentarme a la
soledad, la ansiedad y la incertidumbre sobre lo que me depararía el futuro, y
me costó descubrir que mi vida podía ser normal: feliz y productiva.
Me siento muy afortunado por vivir en una época en la que
han tenido lugar tantos y tan importantes avances médicos, pero, por aquel
entonces, el autismo todavía era un trastorno poco conocido entre el público en
general, y, más aún, el autismo de alta funcionalidad. Además, mis padres eran
reacios a colocarme una etiqueta que pudiera condicionar mi futuro; solo deseaban
que fuera feliz, estuviera sano y pudiera llevar una vida normal. Yo vivía en
mi propio mundo y era incapaz de captar y comprender las diversas emociones y
tensiones que sucedían en casa: las alteraciones nerviosas de mi madre, las
discusiones de mis padres…
Afortunadamente, la presencia de mis hermanos -somos
cuatro chicos y cinco chicas-, me obligó a ir desarrollando, poco a poco, mis
habilidades sociales. Tener gente a mi alrededor a todas horas me ayudó a
adaptarme mejor al ruido y a los cambios, y me obligó a aprender a interactuar
con otros niños, aunque yo trataba de mantenerme los más alejado posible del bullicio
cotidiano.
En el colegio, nunca me sentí cómodo y, rara vez,
contento. A lo largo de mi periodo escolar experimenté de manera habitual
sensaciones de gran ansiedad. La previsibilidad era algo muy importante para mí,
por lo que me irritaban mucho el repentino anuncio de eventos en los que debía participar
todo el mundo o los cambios en las rutinas diarias de clase. Mis compañeros
eran algo con lo que tenía que lidiar y conformarme. No los veía como individuos
a los que conocer y con los que jugar: no recuerdo ni sus nombres, ni sus
rostros. Era consciente de que era distinto a ellos de una manera que no podía
ni expresar ni comprender. Para mí era muy difícil interactuar con los demás,
pero nunca fui maleducado intencionadamente. Lo que sucedía era que me resultaba
prácticamente imposible leer entre líneas, hacer inferencias o utilizar el
lenguaje de manera social. Llegar a conversar con la gente es algo que solo me
ha resultado posible a base de mucho esfuerzo y mucha práctica.
El acoso escolar se convirtió en un problema para mí:
algunos niños me insultaban y se burlaban de mí por no tener amigos, pero yo
los ignoraba. Prefería ir por libre y mantenerme al margen, aunque la sensación
de no encajar en ninguna parte, como si hubiera nacido en un mundo equivocado, empezaba
a pesarme y comenzaba a anhelar tener un amigo.
Al
comenzar a estudiar en la Escuela Secundaria tuve la suerte de conocer a Rehan,
un británico de origen asiático del que los demás alumnos se burlaban por su
apariencia, un tanto inusual. Seguía pareciéndome muy difícil socializar con
mis compañeros y hacer amigos, pero con él tenía muchas cosas en común: él
también era tímido y nervioso, y estaba muy interesado en las palabras y el
lenguaje. Como les sucede a todos los adolescentes, mi voz cambió y pegué un
buen estirón. También cambió la manera que tenía de ver a las personas que
estaban a mi alrededor, aunque seguía sin comprender sus emociones. Desde que
tenía once años, era consciente de que me sentía atraído por los chicos, pero,
debido a las burlas de mis compañeros y a mi incapacidad para hablar e
interactuar cómodamente con los demás, ligar nunca fue una opción para mí.
Al
cumplir dieciocho años, mis padres esperaban que empezara a estudiar en la
Universidad; lo que hice, sin embargo, fue ponerme en contacto con los
Servicios de Voluntariado Extranjero y viajar a Lituania para enseñar inglés a
mujeres desempleadas sin recursos económicos. Me sentía ansioso: pensar en que
por fin me iba a hacer cargo de mi vida y de mi destino era algo que me dejaba
sin aliento, pero la experiencia fue muy gratificante y cuando, un año después,
regresé a Gran Bretaña, el futuro ya no me daba miedo. Había aprendido mucho
sobre mí mismo y comprendido que la amistad es un proceso delicado y gradual
que no hay que acelerar y al que no puede uno aferrase. Mi disparidad no tenía
por qué ser algo negativo. Internet me ayudó a conocer gente nueva y a hacer
amigos; así fue cómo me enamoré. Enamorarse es algo que no se parece a nada más:
no hay una manera correcta o incorrecta de hacerlo. No hay una ecuación
matemática para el amor, ni existe la relación perfecta.
Tenía
veinticuatro años cuando les conté a mis padres que era gay. Les hablé de Neil y
su reacción fue muy positiva. Seis meses después me fui a vivir con él. El amor
me cambió por completo. Compartir nuestras vidas ha hecho que me abra más a los
demás y que sea más consciente del mundo que me rodea, y, además, me ha
proporcionado más confianza en mí mismo y en mi capacidad de realizar progresos
cada día.
La
autoconfianza es imprescindible para persistir en los sueños, y los sueños dan
forma a nuestro futuro. Al principio, me costó encontrar trabajo, lo cual no es
de extrañar si tenemos en cuenta que estudios llevados a cabo en Gran Bretaña
en 2.001 ponían de manifiesto que solo el 12 % de las personas con autismo de
elevado nivel funcional o síndrome de Asperger contaban con un trabajo a tiempo
completo. Es cierto que las entrevistas de selección requieren capacidades de
comunicación e interacción social que a las personas con este tipo de
trastornos nos cuesta desarrollar, y que tenemos dificultades para comprender y
responder las preguntas basadas en situaciones hipotéticas que se formulan en
ellas, pero podemos aportar muchos beneficios a cualquier organismo público o
empresa privada, como fiabilidad, honradez, un elevado nivel de precisión, una
considerable minuciosidad o un buen manejo de datos y cifras.
Después
de un tiempo, Neil y yo decidimos trabajar juntos en una idea que se me había
ocurrido: crear un sitio web educativo con cursos en la red para estudiantes de
idiomas. Nuestra empresa: Optimnem, ha cumplido ya cuatro años y forma parte de
la Red Nacional de Aprendizaje de Gran Bretaña. El éxito de nuestra página web
me ha permitido trabajar y ganar dinero. Soy autónomo y me siento orgulloso de ello.
Sentía
la necesidad de hacer algo para contribuir a dar visibilidad a las personas
como yo y reivindicar nuestra normalidad, así que en 2.004 memoricé y recité en
publico las 22.514 primeras cifras decimales del número pi. Aquello tuvo una
gran repercusión mediática y, poco después, recibí una oferta de un importante
canal de televisión de Gran Bretaña para realizar un documental de una hora de
duración contando mi historia: “Brainman: the boy with the incredible brain”. Viajé
a EE.UU. y, gracias al equipo de producción, conocí a algunos de los
principales científicos e investigadores mundiales del síndrome del genio
autista. Durante dos semanas, zigzagueamos por todo el país. Me había
convertido en una especie de conejillo de indias al servicio de la ciencia,
pero no me importaba porque estaba ayudando a comprender mejor el funcionamiento
del cerebro humano y, al mismo tiempo, estaba aprendiendo más sobre mí mismo y
sobre la manera de funcionar de mi mente. Conocí a Kim Peek -el genio autista
en el que está inspirada la película “Rainman”-, y enseguida conectamos. Para
mí fue una experiencia inolvidable que me ayudo a apreciar aún más lo
afortunado que soy, a pesar de mis dificultades, por poder vivir una vida
independiente. Al finalizar el rodaje del documental, tuve ocasión de
reflexionar acerca de lo lejos que había llegado: solo unos pocos años antes,
me hubiera parecido imposible que pudiera volar y viajar a otro continente,
conocer a todo tipo de gente y tener la confianza suficiente como para
compartir mis pensamientos más íntimos y mis experiencias con el mundo. Nada de
esto hubiera sido posible sin mi familia. Soy consciente de lo mucho que mis
padres y hermanos han hecho por mí a lo largo de los años. Su apoyo es una de
las grandes razones de cualquiera de los éxitos que haya podido tener en la vida.
Es
curioso: las mismas capacidades que me apartaron de mis semejantes cuando era
niño y adolescente, me han ayudado, de adulto, a conectar con otras personas y hacer
nuevos amigos. En el futuro, solo aspiro a seguir trabajando y fortaleciendo mi
relación con Neil, con mi familia y con mis amigos, practicar mis capacidades
comunicativas, aprender de mis errores y seguir haciendo las cosas a mi ritmo.
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