Santander, 4 de diciembre de 2.019
Hace un par de años, Maki Soto y Carlos
Hidalgo dieron algunos conciertos en los que, con el fin de defender la
igualdad de derechos de hombres y mujeres, compartieron con el público una
serie de temas firmados, todos ellos, por mujeres: Patti Smith, Alanis Morissette,
Tracy Chapman, María Rozalén…
Tuve
ocasión de verlos en directo en la Sala Bretón de El Astillero y, al acabar su
actuación, Maki compartió con todos nosotros algunas palabras de Chimamanda
Ngozi Adichie. Entonces no sabía quién era esta mujer negra, procedente
de Nigeria, que le gritaba al mundo: “¡todos deberíamos ser feministas!”, pero
desde entonces he podido ver y escuchar, a través de internet, algunas de sus interesantísimas
charlas, y reflexionar un poco sobre ellas…
En uno de estos monólogos, describe una violación
que tuvo lugar en la Universidad de Nigeria. La reacción de muchos de los compañeros
de la joven agredida no difiere demasiado de la provocada por los vergonzosos sucesos
acaecidos en Pamplona hace un par de años durante las fiestas de San Fermín. En
ambos casos, un grupo de chicos violó a una joven y la respuesta de mucha gente
fue preguntarse qué estaba haciendo ella sola en una habitación con cuatro hombretones.
Al margen de la crueldad e inhumanidad de esta reacción, Ngozi destaca que no
solo estamos programados para pensar que las mujeres son inherentemente culpables,
sino que, además, esperamos tan poco de los hombres que, la posibilidad de se
comporten como seres salvajes, sin ningún tipo de autocontrol, nos parece
aceptable.
Cuenta que la primera vez que le llamaron
feminista, tenía catorce años y que entonces no sabía muy bien qué significaba
aquello de ‘ser feminista’…
La palabra ‘feminista’ está llena de
connotaciones negativas que ella combate con ironía definiéndose como “una
feminista feliz africana que no odia a los hombres y a quien le gusta llevar
pintalabios y tacones altos para sí misma, y no para los hombres”.
El ensayo “Todos deberíamos ser feministas”
(2.015) es una versión revisada de la charla que Chimamanda Ngozi Adichie dio
en diciembre de 2.012 en TEDexEuston, un simposio anual centrado en África…
A menudo cometo la equivocación de pensar que algo que
a mí me resulta obvio es igual de obvio para todo el mundo…
Las cosas son distintas y más difíciles para las
mujeres que para los hombres; lo eran antes y lo siguen siendo ahora. ¡Esto es
así!
Hombres y mujeres somos distintos: poseemos hormonas
distintas, órganos sexuales distintos y capacidades biológicas distintas. Los
hombres tienen más testosterona y, por lo general, más fuerza física que las
mujeres. Esto podía tener su relevancia hace mil años, cuando los seres humanos
vivían en un mundo en el que el atributo más importante para la supervivencia
era precisamente la fuerza física, pero se supone que hemos evolucionado y en
la actualidad priman la inteligencia, la creatividad y la innovación. ¡No tiene
sentido que los hombres sigan gobernando el mundo!
Cuando hacemos algo una y otra vez, cuando presenciamos
la misma realidad una y otra vez, acaba pareciendo que esto es lo ‘normal’,
aunque no lo sea. Si solo los chicos llegan a ser delegados de clase, llegaremos
a pensar, aunque sea de manera inconsciente, que solo los chicos pueden ser
delegados. Si solo vemos a hombres presidiendo empresas, empezará a parecernos ‘natural’
que solo haya hombres presidiendo empresas…
Cada vez que me pasan por alto, aunque la mayor parte
de las veces sea sin mala intención, me siento invisible y me enfado: ¡me da
rabia! Sin embargo, muchas de nosotras hemos sido educadas para gustar a los
demás y eso hace que nos cueste manifestar nuestro desacuerdo en voz demasiado
alta.
Si queremos que las cosas cambien, tenemos que criar a
nuestras hijas de otra forma, pero también a nuestros hijos. Desde muy
pequeños, enseñamos a los niños a tener miedo al miedo, a la debilidad y a la
vulnerabilidad. Cuanto más duro se siente obligado a ser un hombre, más
debilitado queda su ego; y a esos frágiles egos masculinos es a los que les
estamos diciendo a las niñas que deben someterse. Les decimos: “puedes tener
ambición, pero no demasiada; puedes tener éxito, pero no demasiado, porque
entonces estarás amenazando a los hombres”. Un hombre que pueda sentirse intimidado
por mí es, exactamente, la clase de hombre que no me interesa.
Es fácil argumentar que las mujeres -algunas-,
tenemos la libertad necesaria para rebelarnos contra nuestro destino -renunciar
a nuestro desarrollo profesional para casarnos con un buen hombre, cuidarlo y tener
hijos-, pero la realidad es mucho más difícil y compleja. Somos seres sociales
e, inevitablemente, de un modo u otro, todos interiorizamos ideas y
comportamientos que son fruto de nuestra vida en sociedad.
Hombres y mujeres somos diferentes, pero
la socialización exagera esas diferencias y pone en marcha un proceso que se
alimenta de sí mismo. Enseñamos a nuestras chicas a renunciar a todo tipo de
cosas y a sentir vergüenza; les hacemos creer que, por el hecho de haber nacido
mujeres, ya son culpables de algo y se convierten expertas en el dudoso arte
del fingimiento.
Las expectativas de género prescriben como
tenemos que ser y nos dificultan ser cómo somos realmente. ¿Qué pasaría si, a
la hora de criar a nuestras hijas e hijos, nos centraramos más en sus capacidades
e intereses que en su género?
Hoy en día, gracias a cambios políticos y
legislativos, las mujeres tenemos más oportunidades que hace algunos años, pero
nuestra actitud y nuestra mentalidad siguen pesando demasiado.
No es fácil tener conversaciones sobre ‘género’.
Tanto hombres como mujeres se ponen nerviosos al hablar de este asunto y, a
veces, hasta se irritan, porque siempre incomoda pensar en cambiar el estado de
las cosas.
Las mujeres han sido excluidas durante
siglos. Sus derechos son los Derechos Humanos, pero la violación de estos es,
muchas veces, un problema de género, un problema específico que el feminismo
combate. Entre todos, hombres y mujeres, lo tenemos que solucionar: ¡las cosas
pueden mejorar!
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