miércoles, 12 de febrero de 2020

DON ÁLVARO O LA FUERZA DEL SINO: ¡terrible cosa es nacer!

Santander, 11 de febrero de 2.020


El estreno en 1.835 de “Don Álvaro o la fuerza del sino” -escrita por el duque de Rivas-, supuso el triunfo definitivo del Romanticismo en el teatro español. Las acciones violentas y el costumbrismo se suceden trepidantemente de la mano del hado que conduce al heróico protagonista hasta su propia destrucción…



Don Álvaro, un indiano rico, recién llegado a Sevilla, de buenísimos modales: formal, generoso, valiente…, llora el mal fin de sus amores. El marqués de Calatrava, un viejo ruin y roñoso, le ha negado la mano de su hija y, con el fin de distraerla, ha trasplantado a la pobre niña, linda y salada, a su hacienda de Aljarafe.

¡Infeliz de mí! ¡Dios mío!
¿Por qué un amoroso padre,
que por mí tanto desvelo
tiene, y cariño tan grande,
se ha de oponer tenazmente
(¡ay, el alma se me parte!)
a que yo dichosa sea
y pueda feliz llamarme?
¿Cómo, quien tanto me quiere,
puede tan cruel mostrarse?

Por su amado don Álvaro, la dulce Leonor va a abandonar su casa y su familia: su padre y sus hermanos. Con gran secreto, todo preparado, en San Juan de Alfarache, ha dejado don Álvaro...

El sacerdote en el altar espera;
Dios nos bendecirá desde su esfera
y, cuando el nuevo sol en el Oriente
la regia pompa de su trono ostente,
yo tu esposo seré; tú, esposa mía.

Pero a la dulce niña le asaltan las dudas y le falta resolución…

¿Qué te agita y te turba de tal modo?
Dios no permita que,
por debilidad en tal momento
sigas mis pasos y mi esposa seas:
¡renuncio a tu palabra y tu juramento!

-¡Resuelta estoy! -exclama doña Leonor-. ¡Vamos! ¡Sí, vamos!
-¡Vamos! ¡Vamos! No perdamos ni un instante… -le apremia don Álvaro.

El asunto se trafulca y la fuga se complica. Irrumpe en su hacienda el marqués gritando: “¡Vil seductor! ¡Hija infame!”. Don Álvaro ensalza la pureza de su amada y poniendo rodilla en tierra espera resignado el golpe certero que concluya con su muerte. Lanza, entonces, su pistola al suelo, pero esta, al caer, se dispara, hiriendo mortalmente al que debiera haberse convertido en su suegro, que cae moribundo en brazos de su hija.

Los dos enamorados escapan juntos y los hijos del muerto, estudiante el uno y oficial de guardias el otro, se trasladan a Sevilla e indagan su paradero. No logran encontrarlos y podo después se separan, jurando -eso sí-, venganza…
La luna vio, hace un año, la mudanza atroz de su fortuna y como los infiernos se abrían en su daño. Manchada con la sangre de su padre, doña Leonor siguió a don Álvaro, más lo perdió. Lo dio entonces por muerto, pero ahora descubre que no murió aquella desastrada noche: “¿Huyó el impío? ¿Huyó el ingrato? ¿Huyó y me abandonó?”, se pregunta.

Doce meses ha pasado escondida en casa de su tía, pero no puede, sin ponerla en un compromiso, seguir abusando de sus bondades. Resuelta a sepultarse por siempre en la tumba de los riscos de Hornachuelos, bajo el regio manto de la Reina del Cielo busca abrigo, y consuelo y auxilio a la sombra de su casa, para lo cual se instala en una discreta ermita próxima al convento de Santa María de los Ángeles:

De este santo monasterio
desde que el término piso,
más tranquila tengo el alma,
con más libertad respiro.
Ya no me cercan, cual hace
un año, que hoy se ha cumplido,
los espectros y fantasmas
1ue siempre en redor he visto.
Ya no me sigue la sombra
sangrienta del padre mío,
ni escucho sus maldiciones,
ni su horrenda herida miro…
No fue un acaloramiento,
ni un instante de delirio,
lo que me sugirió la idea
que hasta aquí me ha traído.
Desengaños de este mundo
y un año -¡ay, Dios!-, de suplicios,
de largas meditaciones,
de continuados peligros,
de atroces remordimientos,
de reflexiones conmigo,
mi intención ha madurado
y esfuerzo me ha concedido
para hacer voto solemne
de morir en este sitio.
Mi resolución es firme,
mi voto: inmutable y fijo,
y no hay fuerza en este mundo
que me saque de estos riscos.
No puedo, tiemblo al decirlo,
vivir sino donde nadie
viva y converse conmigo.
Mi desgracia en toda España
suena de modo distinto,
y una alusión, una seña,
una mirada…, suplicios
pudieran ser que me hundieran
del despecho en el abismo.
¡Piedad pediré a las fieras
que habitan en estos riscos,
alimento a estas montañas,
vivienda a estos precipicios!

“¡Terrible cosa es nacer!”, exclama don Álvaro, quien, buscando la muerte, ha llegado hasta Italia. Allí, sin ser consciente de ello, se ha topado con don Carlos de Vargas -el hermano de su amada-, que anhela su sangre y cumplir su promesa de venganza. No le teme, pero pretende que le escuche: “Bien sabéis que busco la muerte y los riesgos solicito, pero con vos necesito comportarme de otra suerte y explicar algunas cosas…”

Pues trataron las estrellas
por raros modos de hacernos
amigos, ¿a qué oponernos
a lo que buscaron ellas?
Si nos quisieron unir
no fue, no, para reñir.
Tal vez fue para enmendar
la desgracia inevitable
de que no fui yo culpable…
Yo a vuestro padre no herí;
le hirió solo su destino.
Y yo, a aquel ángel divino,
ni seduje, ni perdí.
Ambos nos están mirando
desde el Cielo…
Aquella noche terrible,
llevándola yo a un convento,
exánime y sin aliento,
se trabó un combate horrible
al salir del olivar
entre mis fieles criados
y los vuestros, irritados,
y no la pude salvar.
Con tres heridas caí,
y un negro, de puro fiel
(fidelidad bien cruel),
veloz me arrancó de allí,
falto de sangre y sentido;
tuve en Gelves larga cura,
con accesos de locura,
y apenas restablecido,
ansioso empecé a indagar
de mi único bien la suerte,
y supe -¡ay Dios!-, que la muerte
en el oscuro olivar…

Don Carlos le interrumpe y le saca de su error:

¿Con embrollo tan grosero
queréis calmar mi furor?
Deponed tan necio engaño:
después del funesto día,
en Córdoba, con su tía,
mi hermana ha vivido un año.
Dos meses ha que fui yo
a buscarla, y no la hallé,
pero de cierto indagué
que al verme llegar huyó.
Y el perseguirla he dejado,
porque sabiendo yo allí
que vos estabais aquí,
me llamó mayor cuidado.

“Vayamos juntos a buscarla -le propone don Álvaro-, y en santo nudo estrechemos la amistad que nos juramos”.
Mas el trato no es posible: “¿Qué es lo que pensar osáis? ¿Qué proyectos abrigáis? ¿Me tenéis a mí en tan poco? Ni vos, ni la infame, habéis de vivir. Los dos vais a morir: ¡lo juro!”.

Muerto de una estocada deja don Álvaro al que hasta hace poco fuera su amigo. Mientras él respira, el que debiera haber sido su hermano yace convertido en tierra por no serlo. “Es para mí la vida aborrecible tormento”, se lamenta el indiano:

¡Leonor! ¡Leonor! Si existes, desdichada,
¡oh!, qué golpe te espera
cuando la nueva fiera
te llegue adonde vives retirada
de que la misma mano
-la mano, ¡ay, triste!, mía-,
que te privó de tu padre y de alegría,
acaba de privarte de tu hermano.
¡Ay de mí! Tú vivías
y yo, lejos de ti, la muerte buscaba.
Mas tú vives, ¡mi cielo!,
y aún aguardo un instante de consuelo…
¿Y qué espero? ¡Infeliz! De sangre un río,
que yo no derramé, serpenteaba
entre los dos; mas ahora el brazo mío
en mar inmenso de tornarlo acaba.
No me espera mas suerte
que, como criminal, infame muerte.
¡Dentro de breves horas,
lejos de las mudanzas afecciones,
vanas y engañadoras,
iré de Dios al tribunal severo!

Pero la muerte le es esquiva y él promete renunciar al mundo y acabar su vida en medio de un desierto.

Cuatro años hace que don Álvaro, muy malherido, huyendo de los engaños del mundo, llegó al convento de Hornachuelos, donde Dios le inspiró la vocación que lo vistió de franciscano. Allí lo encuentra don Alfonso, quien la sangre de su padre y de su hermano piden venganza:

Cinco años ha que recorro
con dilatados viajes
el mundo para buscaros
y, aunque ha sido todo en balde,
çel cielo, que nunca impunes deja
las atrocidades
de un monstruo, de un asesino,
de un seductor, de un infame…,
por un imprevisto acaso,
quiso por fin indicarme
el asilo donde a salvo
de mi furor os juzgaste.

Don Álvaro se defiende:

Pues veis cuál es ya mi estado
y, si sois sagaz, la lucha
que conmigo estoy sufriendo;
templad vuestra saña injusta,
respetad este vestido,
compadeced mis angustias
y perdonad generoso
ofensas que están en duda.

Pero de poco le sirve, pues apenas su enemigo apenas le escucha. Ambos salen a campo abierto y, presos de su sino, junto a la ermita en la que doña Leonor pena su pena, se baten en duelo: “¡Que las espadas hablen!”. Dicho y hecho: don Alfonso es herido de muerte y un espectro cae del cielo. Es doña Leonor, quien, al ver a su hermano, corre a estrecharlo entre sus brazos sin percatarse de que él con un puñal la recibe.

“¡Leonor! ¿Eres tú? ¿Tan cerca de mí estabas? -se lamenta don Álvaro-. ¡Te hallé, por fin! Pero te hallé muerta… ¡Infierno: abre tu boca y trágame! -grita lanzándose al vació desde lo alto del monte-. ¡Húndase el cielo y perzca la raza humana!”.

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