Santander, 11 de febrero de 2.020
El estreno en 1.835 de “Don Álvaro o la
fuerza del sino” -escrita por el duque de Rivas-, supuso el triunfo definitivo
del Romanticismo en el teatro español. Las acciones violentas y el costumbrismo
se suceden trepidantemente de la mano del hado que conduce al heróico
protagonista hasta su propia destrucción…
Don Álvaro, un indiano rico, recién
llegado a Sevilla, de buenísimos modales: formal, generoso, valiente…, llora el
mal fin de sus amores. El marqués de Calatrava, un viejo ruin y roñoso, le ha negado
la mano de su hija y, con el fin de distraerla, ha trasplantado a la pobre
niña, linda y salada, a su hacienda de Aljarafe.
¡Infeliz de
mí! ¡Dios mío!
¿Por qué un
amoroso padre,
que por mí
tanto desvelo
tiene, y
cariño tan grande,
se ha de
oponer tenazmente
(¡ay, el alma se
me parte!)
a que yo
dichosa sea
y pueda feliz
llamarme?
¿Cómo, quien
tanto me quiere,
puede tan cruel
mostrarse?
Por su amado don Álvaro, la dulce Leonor va
a abandonar su casa y su familia: su padre y sus hermanos. Con gran secreto, todo
preparado, en San Juan de Alfarache, ha dejado don Álvaro...
El sacerdote
en el altar espera;
Dios nos
bendecirá desde su esfera
y, cuando el
nuevo sol en el Oriente
la regia pompa
de su trono ostente,
yo tu esposo
seré; tú, esposa mía.
Pero a la dulce niña le asaltan las dudas
y le falta resolución…
¿Qué te agita
y te turba de tal modo?
Dios no
permita que,
por debilidad
en tal momento
sigas mis
pasos y mi esposa seas:
¡renuncio a tu
palabra y tu juramento!
-¡Resuelta estoy! -exclama doña Leonor-. ¡Vamos! ¡Sí,
vamos!
-¡Vamos! ¡Vamos! No perdamos ni un instante… -le apremia don Álvaro.
El asunto se trafulca y la fuga se
complica. Irrumpe en su hacienda el marqués gritando: “¡Vil seductor! ¡Hija
infame!”. Don Álvaro ensalza la pureza de su amada y poniendo rodilla en
tierra espera resignado el golpe certero que concluya con su muerte. Lanza,
entonces, su pistola al suelo, pero esta, al caer, se dispara, hiriendo
mortalmente al que debiera haberse convertido en su suegro, que cae moribundo
en brazos de su hija.
Los dos enamorados escapan juntos y los hijos
del muerto, estudiante el uno y oficial de guardias el otro, se trasladan a
Sevilla e indagan su paradero. No logran encontrarlos y podo después se
separan, jurando -eso sí-, venganza…
La luna vio, hace un año, la mudanza atroz
de su fortuna y como los infiernos se abrían en su daño. Manchada con la sangre
de su padre, doña Leonor siguió a don Álvaro, más lo perdió. Lo dio entonces
por muerto, pero ahora descubre que no murió aquella desastrada noche: “¿Huyó
el impío? ¿Huyó el ingrato? ¿Huyó y me abandonó?”, se pregunta.
Doce meses ha pasado escondida en casa de
su tía, pero no puede, sin ponerla en un compromiso, seguir abusando de sus
bondades. Resuelta a sepultarse por siempre en la tumba de los riscos de
Hornachuelos, bajo el regio manto de la Reina del Cielo busca abrigo, y
consuelo y auxilio a la sombra de su casa, para lo cual se instala en una
discreta ermita próxima al convento de Santa María de los Ángeles:
De este santo
monasterio
desde que el
término piso,
más tranquila
tengo el alma,
con más libertad
respiro.
Ya no me
cercan, cual hace
un año, que
hoy se ha cumplido,
los espectros
y fantasmas
1ue siempre en
redor he visto.
Ya no me sigue
la sombra
sangrienta del
padre mío,
ni escucho sus
maldiciones,
ni su horrenda
herida miro…
No fue un acaloramiento,
ni un instante
de delirio,
lo que me
sugirió la idea
que hasta aquí
me ha traído.
Desengaños de
este mundo
y un año -¡ay,
Dios!-, de suplicios,
de largas meditaciones,
de continuados
peligros,
de atroces remordimientos,
de reflexiones
conmigo,
mi intención
ha madurado
y esfuerzo me
ha concedido
para hacer
voto solemne
de morir en este
sitio.
Mi resolución
es firme,
mi voto:
inmutable y fijo,
y no hay
fuerza en este mundo
que me saque
de estos riscos.
No puedo, tiemblo
al decirlo,
vivir sino donde
nadie
viva y
converse conmigo.
Mi desgracia
en toda España
suena de modo
distinto,
y una alusión,
una seña,
una mirada…,
suplicios
pudieran ser
que me hundieran
del despecho
en el abismo.
¡Piedad pediré
a las fieras
que habitan en
estos riscos,
alimento a
estas montañas,
vivienda a
estos precipicios!
“¡Terrible cosa es nacer!”, exclama don Álvaro, quien, buscando la
muerte, ha llegado hasta Italia. Allí, sin ser consciente de ello, se ha topado
con don Carlos de Vargas -el hermano de su amada-, que anhela su sangre y cumplir
su promesa de venganza. No le teme, pero pretende que le escuche: “Bien sabéis
que busco la muerte y los riesgos solicito, pero con vos necesito comportarme
de otra suerte y explicar algunas cosas…”
Pues trataron
las estrellas
por raros modos
de hacernos
amigos, ¿a qué
oponernos
a lo que
buscaron ellas?
Si nos
quisieron unir
no fue, no,
para reñir.
Tal vez fue
para enmendar
la desgracia
inevitable
de que no fui
yo culpable…
Yo a vuestro
padre no herí;
le hirió solo
su destino.
Y yo, a aquel
ángel divino,
ni seduje, ni
perdí.
Ambos nos
están mirando
desde el Cielo…
Aquella noche
terrible,
llevándola yo
a un convento,
exánime y sin
aliento,
se trabó un
combate horrible
al salir del
olivar
entre mis
fieles criados
y los
vuestros, irritados,
y no la pude
salvar.
Con tres
heridas caí,
y un negro, de
puro fiel
(fidelidad
bien cruel),
veloz me arrancó
de allí,
falto de
sangre y sentido;
tuve en Gelves
larga cura,
con accesos de
locura,
y apenas
restablecido,
ansioso empecé
a indagar
de mi único
bien la suerte,
y supe -¡ay
Dios!-, que la muerte
en el oscuro
olivar…
Don Carlos le interrumpe y le saca de su
error:
¿Con embrollo
tan grosero
queréis calmar
mi furor?
Deponed tan
necio engaño:
después del funesto
día,
en Córdoba,
con su tía,
mi hermana ha
vivido un año.
Dos meses ha
que fui yo
a buscarla, y
no la hallé,
pero de cierto
indagué
que al verme
llegar huyó.
Y el
perseguirla he dejado,
porque sabiendo
yo allí
que vos estabais
aquí,
me llamó mayor
cuidado.
“Vayamos juntos a buscarla -le propone don Álvaro-, y en santo
nudo estrechemos la amistad que nos juramos”.
Mas el trato no es posible: “¿Qué es lo
que pensar osáis? ¿Qué proyectos abrigáis? ¿Me tenéis a mí en tan poco? Ni vos,
ni la infame, habéis de vivir. Los dos vais a morir: ¡lo juro!”.
Muerto de una estocada deja don Álvaro al
que hasta hace poco fuera su amigo. Mientras él respira, el que debiera haber sido
su hermano yace convertido en tierra por no serlo. “Es para mí la vida
aborrecible tormento”, se lamenta el indiano:
¡Leonor!
¡Leonor! Si existes, desdichada,
¡oh!, qué
golpe te espera
cuando la nueva
fiera
te llegue
adonde vives retirada
de que la
misma mano
-la mano, ¡ay,
triste!, mía-,
que te privó
de tu padre y de alegría,
acaba de
privarte de tu hermano.
¡Ay de mí! Tú
vivías
y yo, lejos de
ti, la muerte buscaba.
Mas tú vives,
¡mi cielo!,
y aún aguardo
un instante de consuelo…
¿Y qué espero?
¡Infeliz! De sangre un río,
que yo no
derramé, serpenteaba
entre los dos;
mas ahora el brazo mío
en mar inmenso
de tornarlo acaba.
No me espera
mas suerte
que, como
criminal, infame muerte.
¡Dentro de
breves horas,
lejos de las
mudanzas afecciones,
vanas y engañadoras,
iré de Dios al
tribunal severo!
Pero la muerte le es esquiva y él promete
renunciar al mundo y acabar su vida en medio de un desierto.
Cuatro años hace que don Álvaro, muy
malherido, huyendo de los engaños del mundo, llegó al convento de Hornachuelos,
donde Dios le inspiró la vocación que lo vistió de franciscano. Allí lo
encuentra don Alfonso, quien la sangre de su padre y de su hermano piden
venganza:
Cinco años ha
que recorro
con dilatados
viajes
el mundo para
buscaros
y, aunque ha
sido todo en balde,
çel cielo, que
nunca impunes deja
las atrocidades
de un monstruo,
de un asesino,
de un seductor,
de un infame…,
por un imprevisto
acaso,
quiso por fin
indicarme
el asilo donde
a salvo
de mi furor os
juzgaste.
Don Álvaro se defiende:
Pues veis cuál
es ya mi estado
y, si sois
sagaz, la lucha
que conmigo
estoy sufriendo;
templad vuestra
saña injusta,
respetad este
vestido,
compadeced mis
angustias
y perdonad generoso
ofensas que
están en duda.
Pero de poco le sirve, pues apenas su
enemigo apenas le escucha. Ambos salen a campo abierto y, presos de su sino,
junto a la ermita en la que doña Leonor pena su pena, se baten en duelo: “¡Que
las espadas hablen!”. Dicho y hecho: don Alfonso es herido de muerte y un
espectro cae del cielo. Es doña Leonor, quien, al ver a su hermano, corre a
estrecharlo entre sus brazos sin percatarse de que él con un puñal la recibe.
“¡Leonor! ¿Eres tú? ¿Tan cerca de mí
estabas? -se lamenta don
Álvaro-. ¡Te hallé, por fin! Pero te hallé muerta… ¡Infierno: abre tu boca y
trágame! -grita lanzándose al vació desde lo alto del monte-. ¡Húndase
el cielo y perzca la raza humana!”.
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