Santander, 29 de diciembre de 2.019
“El mundo de Yarek” es una novela corta con
la que Elia Barceló ganó el premio de la Universidad Polictécnica de Cataluña
de Ciencia Ficción en 1.994 y que, posteriormente, fue reeditada con la intención
-según cuenta su propia autora-, de que pudiera llegar a la gente aficionada a
la literatura amplia, sin etiquetas, con suficiente apertura mental como para
disfrutar de cosas que no son exactamente realistas.
Lennart Yarek era, hasta hace poco, un
ciudadano de la Confederación de Mundos Habitados; un hombre público, un
distinguido científico, un prestigioso xenobiólogo, director de
investigaciones, miembro de la Academia Interplanetaria de Estudios Ahumanos,
especialista en vida alienígena. Si sus tres matrimonios habían fracasado y su
único hijo había renegado de él había sido, precisamente, por prescindir de su
existencia privada en favor de la ciencia, de manera que nada lo distrajera de
su servicio a la humanidad. Estaba habituado a ir de un mundo a otro
explorando, recogiendo y procesando datos, contrastando opiniones, redactando
informes y archivándolos, pero ya no podrá hacerlo nunca más, pues, después de lo
que pasó en Viento, ha quedado reducido a una supervivencia animal en un mundo
desierto. Había supuesto que, cuando llegara el momento, la desesperación y la
pena rabiosa que lo habían consumido durante los últimos meses bastarían para
borrar el terror de la soledad, pero no fue así. A la hora de la verdad, la
pena y la desesperación habían perdido importancia y solo quedaba el miedo; un
miedo inhumano, bestial y paralizante. Dentro de veinte años, si seguía con
vida, podría enviar una señal y alguien vendría a buscarlo, pero no pensaba
vivir tanto tiempo. Tenía la firme intención de acabar con su vida en cuanto
completara su proceso de catarsis: comprender, aceptar y perdonarse, si podía.
¿Cómo pudo equivocarse? ¿Cómo pudieron equivocarse todos? ¿Cómo pudieron equivocarse
tanto?
Viento era un planeta virgen, lleno de
vida, que deseaban no tener que compartir con nadie, pero no contaron con los buitres:
seres carentes de conciencia de sí mismos, capacidad de autocrítica y sentido
del humor, incapaces de adueñarse de su espacio y adaptarlo a sus necesidades. Ahora
que los buitres ya no existen, el Gobierno ha dado luz verde a su colonización,
pero a él lo han acusado de genocidio; ha sido condenado por haber contribuido
conscientemente al exterminio de una especie alienígena inteligente con la
intención de beneficiarse a sí mismo y a la especie humana, pero los buitres eran
animales o, al menos, lo parecían.
Es cierto que el Comisionado del Gobierno,
en la primera entrevista que mantuvieron en Viento, había lamentado que el planeta
estuviera cerrado a la colonización hasta que pudiera establecerse con
seguridad si la colonia de buitres era vida inteligente o no, expresando su
deseo de que no lo fuera y los humanos pudieran establecerse allí, comprar-tiendo
el planeta con todos los animales que lo poblaban y cuidando de no alterar su
equilibrio, y había insinuado que él podría construirse allí una casa donde
pasar sus años de retiro, ya que el planeta parecía gustarle especialmente, pero
eso fue todo. Él y su equipo pasaron dos años en Viento estudiando a los
buitres; la decisión final de clasificarlos como vida animal fue tomada por
unanimidad, aunque él fue quien tuvo la última palabra.
No tenía amigos. No había nadie en el
mundo a quien de verdad importara su vida, ni siquiera a él mismo. Lo habían
encerrado en un desierto exiliándolo a un planeta muerto por haber tenido la
fuerza de mantener su opinión y defender sus creencias hasta el final, pero con
lo que no contaban era con que el desierto pudiera florecer para él. De manera repentina,
Yermo, el planeta de las sorpresas, se había llenado de vida. Tardó bastante
tiempo en estar preparado para abandonar su refugio y arriesgarse a explorar el
exterior. Cuando lo hizo, se topó con árboles, flores, todo tipo de animales y
varias huellas de pies humanos desnudos de diferentes tamaños. Tenía dos opciones:
volver a su guarida y esperar a que el invierno regresara, o salir al encuentro
de aquellas criaturas y tratar de establecer algún tipo de relación con ellas. Cuando
las encontró, le recordaron a un puñado de elfos que bien podrían haber
pertenecido a la corte de la reina Galadriel.
Sus sueños estaban repletos de recuerdos,
obsesiones y anhelos no cumplidos, pero, por el día, hacía todo lo posible por
dar respuesta a los interrogantes que planteaba aquel lugar: su mundo, el mundo
de Yarek, un lugar inhóspito bajo cuya superficie latía la vida y que, cada
año, durante quince semanas escasas, se llenaba de vida. Sin quererlo, se
convirtió en un poderoso Dios caído del cielo para unirse a la elegida y engendrar
una hija en ella antes de volver, si quería y podía, a su reino en las
estrellas…
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