Santander, 23 de enero de 2.020
Ana María Matute sostenía que los cuentos son vagabundos que viajan
por el mundo, adaptándose a las costumbres y necesidades de quienes los reciben
y transformando las vidas y las mentes de quienes los escuchan…
Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de
un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder
que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo.
Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la
primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento
que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos, más
por la imaginación del oyente, que por la palabra del narrador.
He llegado a creer que solamente existen media docena de
cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos
van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos,
las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en
invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las
puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo.
Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse
junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.
Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de
años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los
rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los
viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.
Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la
inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o
reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres
de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de
cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!
Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la
Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente
emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja
Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de
tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había
visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía
entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles
cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montañas
arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de
piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía
hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde
la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la
casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.»
La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada
había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra
como el hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo
seguía viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies.
«La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el
milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce,
punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan
natural que la niña de nieve empezase a hablar… En labios de mi abuela, dentro
del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego,
que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San
Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una
luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche
exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo
hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por
encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron
de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de
nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse.
Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un
vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos
campesinos lloraron mucho la pérdida de su pequeña niña.
No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de
Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una
antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como
la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de
fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue
rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y
llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a
los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos
pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde
brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y
helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días
sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está
encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el
cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer
hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a
través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía el tren, el
cuento caminando.
El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las
viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta
de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en los
cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El
cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van
ladrando los perros tras los carros, carretera adelante.
El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de
las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las
cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste.
Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo.
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