Santander, 22 de septiembre de 2.018
James Mason y Ava Gardner protagonizan
“Pandora y el holandés errante” (1.951), una película inspirada en la leyenda
del capitán de un barco fantasma condenado a vagar eternamente por los mares
hasta encontrar a una mujer que lo ame lo suficiente como para morir por él.
La cinta, dirigida por Albert Levin, fue
rodada en 1.950 en Tossa de Mar (Gerona), y funde de manera un tanto forzada la
leyenda marinera con la mitología griega y el folclore español…
Pandora Reynolds (Ava Gardner) es una
cautivadora y hermética mujer de arrebatadora belleza que destruye la vida de
todos los hombres que se acercan a ella. Es una famosa cantante, natural de EE.UU.,
que lleva varios meses instalada en Esperanza, un pueblo con más de veinte
siglos de historia ubicado en la costa mediterránea española.
La llegada a la bahía de la localidad de un
lujoso y misterioso yate había conseguido intrigarla. Su capitán era Hendrick van der Zee (James
Mason), un imperturbable holandés que, sin haberla visto nunca, había pintado el
retrato de una mujer, exactamente igual a ella, abriendo una preciosa caja que
había recibido de los dioses y que le estaba prohibido abrir…
Unas semanas antes, un extraño documento
escrito en holandés del siglo XVII había caído en manos de Geoffrey Fielding
(Harold Warrender), un arqueólogo afincado en el pueblo. Lo había encontrado en
los archivos locales, y pretendía ser la historia del holandés errante, escrita
por él mismo con la esperanza de que la gracia divina y la piadosa absolución
predominaran sobre la furia blasfema y anulasen su castigo.
Era
su cara. Era su cara, aunque ahora estaba blanca y fría como el mar. Ya no me
sonreiría de esa forma tan dulce nunca más, pero seguía siendo su cara. La cara
que había visto en mi mente, que había llevado en mi corazón durante los días,
semanas y meses de mi largo viaje.
Ahora
tenía mi propio barco, y estaba orgulloso de dos cosas: de ser el capitán y de
mi joven y bella mujer, cuya cara era tan inocente como una flor, tan
transparente como la de un niño. Hubiera jurado por esa inocencia como por la
santa madre de Dios. Era la cara que tenía ante mí cuando me alejé de mi
tripulación y de sus francachelas. Había estado deseando ver esa cara durante
las interminables horas de la guardia nocturna. Era ella a quien volvía, al
fin, con las manos y los bolsillos repletos de pendientes, collares y pulseras
para sus delicados brazos, y recuerdos de extrañas tierras para regocijarla y
encandilarla. ¡Como adoraba verla feliz con mis regalos!
Pero
descubrí su infidelidad. Era increíble, pero no había lugar a dudas. Mi mente
era como un avispero. Los aguijones eran mis pensamientos, desprovistos de
remordimiento. Visiones de su acción, imágenes enloquecidas, vergonzosas,
bestiales…
La
única solución era el puñal. De un tajo maté aquello que más adoraba en el
mundo. Pero seguía siendo su cara…, tan pura. ¿Cómo podía seguir siendo tan
pura?
No
era un hombre, sino un vacío andante, lo que llevaron a tribunales y prisiones,
y cuando dictaron mi sentencia, y el magistrado me preguntó si tenía algo que
alegar, encontré las palabras más extravagantes, más vanas, más curiosas…: “El
mal está hecho y nadie lo puede remediar. Volvería a cometer este crimen una y
mil veces antes de que me ahorquen mañana. No me manden a un sacerdote para que
me reconforte. No mendigo piedad, ni reclamo justicia. Que el castigo eterno
sea mi consuelo. Que los locos mortales vivan en un mundo perverso. La fe es
una mentira y el propio Dios es un caos. La fe es una mentira y el cielo es una
decepción. Un hombre puede tener una vida inmortal y vagar durante varias
generaciones por los océanos del mundo; déjenle navegar hasta el día del juicio
y no conseguirá encontrar una mujer buena y fiel. Si queda demostrado que es
una insensatez, que la divinidad que rechazo haga lo que desee con mi alma
inmortal”.
Desperté
de un sueño muy pesado en plena noche, y la realidad parecía un sueño. La
puerta de mi celda estaba abierta. Los guardianes estaban dormidos, como si
estuvieran hechizados. Pensé que algún amigo mío, compadeciéndose de mi
infortunio, les había drogado para que pudiera huir de la muerte que el sol de
la mañana me aportaría…
Mi
barco seguía anclado en la bahía. Me recibió mi tripulación. Un ligero viento
nos llevó a la zona segura de altamar. Momentos antes del amanecer, mientras
dormía en mi camarote, tuve un sueño. Una voz me habló con palabras que
taladraban mis oídos torturados y se apoderaban de mi ardiente cerebro. Sabía,
sin duda alguna, que lo que decía la voz era verdad, una terrible verdad: “Mi
mujer no me había sido infiel. Lo que yo había creído una deshonra no había
sido más que simple gentileza. El calor, la amistad y la alegría con la que su
dulce alma trataba a todas las criaturas. Había matado la dulce inocencia y, con
ella, todas mis esperanzas en la Tierra y en el Cielo”.
Yo
quería morir. Quería hundir el puñal en mi corazón como lo había hundido en el
suyo, pero una fuerza superior me sujetó el brazo. La voz volvió a hablarme… En
mi locura, había dictado mi propia sentencia en el juicio: “Sería inmortal, y
durante varias generaciones vagaría por los océanos de todo el mundo. Podía
estar vagando hasta el día del Juicio Final. Yo desearía morir, pero la muerte
me sería negada. Para redimirme, una vez cada siete años podría vivir como un
hombre entre los hombres. Durante seis meses podría buscar a una mujer buena y
fiel que me devolvería el perdón divino y el don de la paz. Pero ella debería
estar dispuesta a morir por mí”. Estas palabras resonaron como un eco en mi mente:
“Dispuesta a morir…”. Me llegó la respuesta: “Para que supiera el significado
del amor”. La voz se alejó…
Este
fue mi sueño. ¿Era un sueño? Podía oír el ruido del mar y el traqueteo del
maderamen del barco: no había sido más que una pesadilla, nada más…
Pero
si un hombre sueña y durante el sueño coge un puñal para matarse y el puñal se
le cae de las manos, y si al despertar ve el puñal en el suelo…
Era
absurdo: el puñal podía haberse caído de otra forma, no en el sueño. O quizás,
sonámbulo, me había levantado y, cogiendo el puñal, lo había dejado caer. Mi
imaginación estaba saturada con los acontecimientos de los últimos días.
Descansaría y olvidaría ese sueño…
Pero
al amanecer, el recuerdo de mi sueño era terriblemente vívido. No se veía a
nadie. No había vigía, ni timonel al timón. Nadie en el velamen. Ningún
marinero contestó a mis llamadas. Los había visto hacía tan solo unas horas.
¿Habrían abandonado el barco mientras yo dormía? Pero el barco seguía seguro su
rumbo. Había visto a mi tripulación la noche anterior. ¿Era mi tripulación o
eran demonios enviados para confundirme? Esto no era un sueño: estaba solo,
indescriptiblemente solo. ¿Estaba solo? El timón giraba y el barco seguía su
rumbo. Miré a mi alrededor lanzando la orden muda de que llevábamos demasiadas
velas. Unas manos invisibles obedecieron mis órdenes. Era el capitán de una
tripulación fantasma. Entonces, ¿era cierta la maldición que había soñado? Las
palabras de mi visión resonaron en mi mente como un canto fúnebre: “Navegaría
en solitario hasta el día del Juicio suplicando una muerte que no llegaría”.
Sobre el palo mayor vi revolotear a una gaviota blanca con las plumas manchadas
de sangre.
He
navegado siete años, y siete veces siete años: el barco sin ancla y mi corazón
sin esperanza. Los bloques de hielo que protegen el Polo Sur se agrietan para
darme paso con un ruido de trueno. Navego entre desfiladeros de hielo cuyos
muros se elevan más y más en medio de la bruma. Indemne, cruzo campos de hielo
donde los helados peñascos se parten amontonándose y ululando como almas en el
fuego del infierno. Tras el hielo, navego por mares tropicales en los que los
palos del barco vuelven a convertirse en árboles enraizados en el fondo del
mar. Con el sol abundan los gusanos y las larvas lo cubren todo con un horrible
movimiento…
Deseo
la muerte, pero se me ha negado. Una tormenta cayó sobre mí un trozo de
maderamen incendiado por un rayo. Al fin iba a liberarme de mi pesada carga,
pero la vida volvió a mi atormentado cerebro. Tras siete años, y tras otros
siete años, anclada en una bahía, viendo las vidas de los que envejecen y
mueren, de los que sufren y mueren, de los que mueren… Rezo día y noche, pero
mis plegarias no son escuchadas. Hundiéndose en la helada oscuridad, en las
profundidades insondables de las negras aguas que cubren el abismo del mar, en
vano, mis palabras buscan el oído de Dios: “Usted que tiene el don de la vida,
el don del amor, apiádese del castigo del holandés errante y pida a Dios que le
conceda la mayor de sus gracias: esa muerte tan deseada. Perdona nuestros
pecados, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, líbranos del mal
porque tuyo es el reino, el poder y la gloria”.
Hendrick prometió no irse a ningún lado y
permanecer unos días en el puerto de Esperanza. El amor surgió entre él y
Pandora, pero la fatalidad flotaba en el aire. Se amaban desde antes de
conocerse, pero un océano les separaba…
El mundo, que parecía extenderse ante
ellos como un paraíso soñado, no tenía, en realidad, ni alegría, ni amor, ni
luz, ni certeza, ni paz, ni alivio para los sufrimientos… Y, sin embargo, allí
estaban ellos, inmersos en la oscuridad, asustados mientras el dedo pulgar,
implacable, seguía escribiendo sin que nadie, con su piedad o su ingenio,
pudiera lo escrito tachar, ni una coma borrar…
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