Santander, 28 de abril de 2.019
Visitar
a un buen librero y que este te recomiende apasionadamente un libro que poco
tiene que ver con lo que estabas buscando suele ser una experiencia muy enriquecedora.
Eso me sucedió hace unos días en la Librería Gil. Acudí allí buscando unos cuentos
para mis sobrinos y me recomendaron encarecidamente leer “Seda”, una deliciosa y
cruda historia decimonónica escrita por el italiano Alessandro Baricco…
Esta no es una novela. Ni siquiera es un
cuento. Esta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y
acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se
llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia
de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En
ella están entremezclados deseos, y dolores, que se sabe muy bien lo que son,
pero que no tienen un nombre exacto que los designe. Y, en todo caso, ese nombre
no es ‘amor’. Esto es algo muy antiguo: cuando no se tiene un nombre para referirse
a las cosas, entonces se utilizan historias…
(Alessandro Baricco)
En 1.861, Hervé Joncour tenía treinta y
dos años y vivía con su mujer en Lavilledieu, un pueblecito de la Francia meridional.
Hacía casi una década que había empezado a ganarse la vida comprando y vendiendo
gusanos de seda. A principios de enero, cruzaba el Mediterráneo y viajaba hasta
Siria o Egipto para comprar los huevos. En abril regresaba con ellos a su
pueblo y poco después los vendía. El resto del año lo pasaba descansando,
limitándose a presenciar el paso de su propia vida sin tomarse la molestia de
vivirla.
Ese año, una fatal epidemia destruyó los
huevos de los cultivos europeos y africanos y él encabezó la expedición organizada
por los criadores de gusanos de seda de su pueblo para atravesar el mundo y
comprar unos huevos como Dios manda en un lugar donde, hasta hacía poco, si
veían a un extranjero lo ahorcaban.
A partir de entonces, hasta en cuatro ocasiones
cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesado Württermberg y Baviera,
entrado en Alemania, llegado en tren a Viena y Budapest y proseguido después
hasta Kiev para recorrer a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superar los
Urales, entrar en Siberia, viajar durante cuarenta días hasta llegar al lago Baikal,
descender por el curso del río Amur, bordeando la frontera china hasta el
océano, detenerse en el puerto de Sabirk durante ocho días y esperar a que un
barco de contrabandistas holandeses lo llevara a Cabo Teraya, en la costa oeste
de Japón. De su ultimo viaje regresó con algo dentro: una suerte de infelicidad…
“Su ojos no tenían sesgo oriental, y su
rostro era el rostro de una muchacha. Ni siquiera llegué a oír nunca su voz. Siento
un dolor extraño. Muero de nostalgia por algo que no viviré nunca: un instante
que existirá de ahora en adelante, hasta el final…”
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