Santander, 2 de junio de 2.019
No siempre se tiene
la oportunidad de jugar al juego de ‘Dime-digo’, pero cada noche, antes de
acostarnos, podemos contarnos lo mejor y lo peor que nos ha pasado a lo largo
del día…
En ocasiones, las
prisas del día a día, el estrés y el cansancio pueden llevarnos a no escuchar a
los más pequeños como se merecen, y a trasladarles, inconscientemente, mensajes
del tipo “no me interesa lo que te ha sucedido”, “tengo cosas más
importantes que hacer que escucharte”, “no me preocupo por ti” o “no me
importa cómo te sientes”.
Cuando eso sucede,
su autoestima se resiente y es muy posible que, la próxima vez, los niños opten
por callarse.
Si queremos que los
pequeños confíen en nosotros y nos cuenten tanto sus alegrías como sus
preocupaciones, hemos de prestarles atención y escucharles sin interrupciones,
mirándoles a los ojos y resumiendo de vez en cuando, con nuestras propias
palabras, lo que ellos nos están contando.
Tenemos que tratar
de ponernos en su lugar e intentar comprenderlos, y aunque no debemos
mostrarnos de acuerdo con ellos cuando no lo estemos, sí podemos darles nuestra
opinión de forma respetuosa, valorando siempre el hecho de que hayan tenido el
valor de contarnos detalles que a veces cuesta mucho verbalizar.
La comunicación
tiene que ser recíproca. No podemos esperar que los pequeños se sinceren con
nosotros si nosotros no lo hacemos con ellos. Podemos contarles experiencias de
nuestra infancia similares a las que ellos están viviendo, o historias con las
que puedan sentirse identificados, y adaptándonos a su edad, podemos compartir
con ellos nuestras propias vivencias y sentimientos.
Para que la
comunicación con los más pequeños sea eficaz y fluida, resulta primordial
aceptar y reconocer sus emociones. Negando sus sentimientos verdaderos, o
restándoles valor, no solo no conseguimos que se sientan mejor, sino que, sin
darnos cuenta, estamos enseñándoles a reprimirlos, lo cual contribuirá a que se
sientan mal y se comporten de forma inadecuada.
La relevancia de
las cosas es relativa; estas tienen la importancia que cada uno les da. Cuando
los niños viven una determinada situación de forma muy intensa, o incluso
dramática -por ejemplo, el miedo a la oscuridad o el nacimiento de un
hermanito-, debemos valorarla como tal, porque así la sienten ellos. Una vez
más, tenemos que ponernos en su lugar y tratar de comprenderlos.
A través de sus
acciones podemos identificar sus emociones. Cada uno es diferente, pero, en
líneas generales, cuando sin causa física aparente un niño se queja
repetidamente de dolor de cabeza o abdominal, está triste o enfadado, pierde el
apetito, tiene dificultades para conciliar el sueño, se despierta con
pesadillas, moja la cama o tiene comportamientos inadecuados, es muy probable
que haya algo que le inquiete o le preocupe: las relaciones con sus iguales,
cierto grado de aislamiento o acoso, las responsabilidades académicas, algún
conflicto familiar, la muerte o enfermedad de un ser querido... Si le ayudamos
a ponerle palabras a lo que le sucede, en el futuro le resultara más fácil
expresar sus sentimientos.
Los pequeños han de
comprender que, aunque todas las emociones son legítimas, estas no justifican
cualquier tipo de comportamiento. Cuando el niño sea capaz de identificar,
expresar y regular sus emociones, se sentirá mejor, se comportará de un modo
más adecuado y será más feliz.
(Texto: Susanna Isern)
(Ilustraciones: Leire Salaberría)
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