jueves, 16 de enero de 2020

INVISIBLE: uno nunca lo es si los demás no le ayudan a serlo

Santander, 13 de diciembre de 2.019

Hace un par de semanas, les comenté a mis ‘amigas’ de la Librería Gil las ganas que tenía de que alguno de mis sobrinos leyera “La lección de August” y ellas me recomendaron, además, otro título: “Invisible”.


Eloy Moreno escribe una emotiva novela sobre el horror y la crueldad de la violencia física y verbal entre niños, haciendo espacial hincapié en la responsabilidad que tienen aquellos que, por desidia o cobardía, prefieren mirar hacia otro lado y no hacer nada: “uno no es invisible si los demás no le ayudan a serlo...”.



Mi hermana pequeña fue quien me salvó la vida. Se llama Luna y tiene seis años. Nadie me conoce mejor que ella. Ella nunca dejó de verme…

Han pasado cinco días desde el accidente. Durante este tiempo, ha venido a visitarme al hospital toda esa gente que hasta ahora no era capaz de hacerlo y que, al saber que soy noticia, ha querido comprobar que es cierto que vuelvo a ser visible. Es extraño que, justo ahora, sea cuando más perdido me siento…
Desde el principio, noto la mano de mi madre agarrada a mi pierna; una mano que quiere compensar todas las ausencias que han construido este maldito momento. Creo que me sujeta porque tiene miedo de que me vuelva otra vez invisible y no pueda verme. La necesito: necesito saber que, si vuelvo a desaparecer, alguien sabrá dónde estoy.

Kira se engaña a sí misma: se dice que ya está preparada para visitarme, pero no es verdad. “¿Y yo…?”, me pregunta, al verme, la niña de las cien pulseras. Su pregunta procede de esa parte del amor que a veces se mancha de odio, y llega cuando alguna de los cientos de mariposas que revolotean en el estómago ha dejado de hacerlo. “¡Idiota! ¡Gilipollas! ¡Puto pirado de mierda!”, me grita aporreando mi almohada justo antes de salir corriendo de la habitación dejando un portazo trás de sí. Ella fue una de las últimas personas que dejó de verme…

Me gusta. Me gusta mucho. Nos conocemos desde pequeños. Siempre hemos celebrado nuestros cumpleaños juntos, pero hasta hace poco no había sentido hormigas corriendo por encima de mis brazos cada vez que me mira o me sonríe. Preferí volverme invisible para ella antes de permitir que viera en qué me había convertido.

Hoy va a venir a verme una psicóloga. Creo que lo mejor que puedo hacer es simular que soy alguien normal. No voy a contarle lo de mis superpoderes: yo soy normal, o al menos lo fui hasta hace unos meses; mucho más que muchos de mis compañeros de instituto.

¡Solo quiero que todo sea como antes! Bueno, como antes, no; como antes del antes. Quizás, en el fondo, lo mejor sea que se lo cuente todo…

“¿Cómo estás?”, me ha preguntado, y me he derrumbado. “¿Quieres contarme algo?”, me ha preguntado de nuevo, y he empezado a hablar…

Todo empezó con los monstruos. Luego me obsesioné con buscar algún superpoder que me hiciera más fuerte y conseguí ahuyentarlos. Se iban, pero volvían, así que deseé poder desaparecer, y me hice invisible. Conseguí que los monstruos miraran a todos lados, menos dónde yo estaba, y, a partir de entonces, me dediqué a mejorar mi técnica para poder desaparecer siempre que quisiera.

Comenzaron a circular por el instituto bromas sobre mí: videos, fotos… Pensaba que, si no hacía nada, si no les plantaba cara a los monstruos, al final se cansarían de mí y me dejarían en paz, pero no fue así. Mi habitación olía a tristeza. Por la noche, con todo en silencio, lloraba todo lo que llevaba dentro, y luego, al día siguiente, cuando llegaba a clase, me sentaba en mi silla y miraba hacia la nada. Estaba ausente. Me apagaba entre la gente. Nadie me veía; nadie me miraba…

Los últimos días, antes del accidente, ya casi nunca me pegaban. Intentaba pasar lo más desapercibido posible y parece que mi estrategia estaba dando resultado: ¡nadie se daba cuenta de que existía! Lo bueno de ser invisible es que nadie me hacía nada: ni me pegaban, ni me escupían, ni se reían de mí… Lo malo es que tampoco me veían quienes quería que me vieran: Kira ya no me veía, y Zaro tampoco, pero, cuando uno quiere ser invisible, no puede culpar a nadie de no verlo…

Zaro, el niño de la cicatriz en la ceja, es consciente de que hizo todo lo posible para no ver lo que ocurría. Esta vez había sido su amigo quien se había caído, pero su respuesta, día tras día, había sido dejarlo tirado en el suelo y quedarse al margen, sin preguntarle cómo estaba, sin hablar con él, sin enviarle mensajes…

De pronto, un día, algo falla. Estoy frente al mostruo y vuelvo a ser visible. Mi mente se llena de recuerdos: los empujones, las zancadillas al entrar y salir de clase, los escupitajos en la espalda, mi cabeza en el interior del váter, la caca de perro  que me metieron en la mochila, el video de la avispa, mis fotos volando por las redes sociales, el rostro de Kiri llamándome cobarde a la cara, las noches sin dormir, las mañanas en las que he mojado la cama… Justo en ese momento, me meo encima. Instintivamente, miró a todos lados, convencido de que habrá alguien grabándolo todo, y salgo corriendo.

El niño de los nueve dedos y medio está asustado y se pregunta cómo arreglar el castillo de arena ajeno que él ha destrozado. Esta vez no ha hecho nada. Solo quería disculparse…

En su casa apenas hay cariño, ni abrazos, ni besos, ni elogios, ni palabras de ánimo; todo se arregla con dinero. Sus padres tratan de compensar el sentimiento de culpa que les atenaza por culpa de sus errores del pasado dándole todo lo que quiere, aunque los remordimientos hagan que cada vez se alejen más de él. Se entristece cuando piensa que siempre será el tonto de la clase. El malo, sí; el más popular, el guapo, el fuerte…, pero también el torpe que no da para más. Suele utilizar la violencia física y verbal para compensar esa debilidad; por eso desahogó toda su rabia e impontencia con él, un chico que saca sobresalientes con la misma facilidad con la que él da puñetazos. Ahora se arrepiente, pero es demasiado joven para comprender que no es fácil tapar los agujeros que deja una flecha después de atravesar un cuerpo tantas veces.

Llevo demasiado tiempo rodeando precipios y haciendo lo imposible por aguantar el equilibrio en un mundo repleto de enemigos, con los pies cada vez más cerca del abismo. A estas alturas de la película, el dolor puedo asumirlo sin problemas, pero la vergüenza me hace naufragar. Imagino a miles y miles de personas viendo cómo me meo encima y lloro sin parar. Me la imagino a ella riéndose de mí y decido no volver nunca.

Es la hora de acostarse. Me voy a la cama. Luna se viene conmigo:
-¿Puedo dormir contigo hoy?
-Sí, claro que sí.
-¿Qué cuento me vas a contar esta noche? -me pregunta acurrucándose contra mi pecho.
-El de un niño al que nadie quería -le contesto mientras se me nublan los ojos.
-¿Cómo se puede no querer a alguien? Yo sí que lo querría… -responde ella desde la inocencia.
-Tú sí, Luna. Tú, sí. Sabes que te quiero mucho, ¿verdad? -le digo estrujándola entre mis brazos.
-Sí, claro. Yo también te quiero mucho, muchísimo, supermuchísimo…
-Te querré siempre, Luna. Eres lo más bonito que me ha pasado en la vida. Ojalá la vida fuera esto: ojalá la vida fueras tú.
-¿Por qué lloras? -me pregunta.
-Porque me da pena pensar que igual algún día ya no estoy aquí, contigo.
-¡Yo no quiero que te vayas! ¡Yo quiero que estés conmigo siempre! No quiero que te vayas… -me susurra al oído antes de dormirse.
-Pero si no sirvo para nada. Solo soy un estorbo; todo el mundo se ríe de mí. No entiendo para que he nacido… -murmuro mientras la abrazo sintiéndome nada.

Comienza un nuevo día. Me despierto temprano. Parece que, después de meses practicando, he dejado de ser invisible, lo cual sopone volver otra vez al principio: insultos, golpes, risas, violencia… Cabe la posibilidad de que, durante los últimos meses, todo el mundo haya visto lo que me estaba ocurriendo y nadie haya hecho nada para ayudarme, pero esta opción ni siquiera la contemplo. Permanezco quieto, bajo la lluvia. No tengo ninguna intención de moverme. El tren se acerca. La muerte viene a recogerme. Entonces, de pronto, ella entra en mi mente. Es Luna. Viene corriendo hacia mí con los brazos abiertos: “yo también te quiero mucho, muchísimo, supermu-chísimo”.

La violencia tiene otra cara: la de quien mira y no dice nada. Todos sabemos distinguir entre el bien y el mal, entre la broma y el maltrato, entre el juego y el acoso…, pero, demasiadas veces, no sabemos cómo pararlo sin hacernos daño y preferimos convertirnos en mostruos que arriesgarnos a ser víctimas.

Mientras escribo estas líneas, me llega un mensaje de whatsapp y se me pone la piel de gallina: “Unos padres de Santander no saben nada de su hija desde que salió ayer del instituto. Se la veía mal y decidió irse a casa, pero nunca llegó. Su mochila ha aparecido en Mataleñas…”. No sé cómo acabará esta historia, pero seguro que mucha gente se estará preguntando ahora cómo es posible que no viera nada.

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