lunes, 24 de febrero de 2020

ETA, EL FINAL DEL SILENCIO (V) - AÑOS DE PLOMO: el comienzo de su colapso

Santander, 20 de diciembre de 2.019


Jon Sistiaga recurre al testimonio de altos cargos de la Policía y de la Guardia Civil para constatar que, durante los veinte primeros años de existencia de ETA, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tuvieron que aprender a comprender el entramado de la banda terrorista y enfrentarse a sus bárbaros atentados de uno en uno…


A finales de los años setenta, convergen en el País Vasco un montón de revolucionarios que llegan rebotados de otros procesos: gente que nada sabía ni del mundo abertzale, ni de Euskalherria, ni de su reivindicación histórica, pero que, después de varias escisiones, constituyen una organización a la que denominan ‘ETA política-militar’.

En 1.979, fundan una organización juvenil de carácter político llamada Jarrai cuyos miembros estaban destinados a convertirse en los futuros militantes de las organizaciones políticas de la izquierda abertzale y, en función de su grado de compromiso, pasar a formar parte de ETA.


Buscaban gente ‘echada para delante’ a la que radicalizar, pero Moisés Pérez Cornejo, Jefe Superior de Policía del País Vasco, reconoce que las fuerzas de seguridad del estado tardaron la friolera de veinte años en empezar a comprender cómo funcionaba el sistema por el que la organización terrorista se nutría, se alimentaba y sobrevivía.

En la década de los ochenta, durante los denominados ‘años de plomo’, ETA mataba en torno a cien personas al año y gran parte de aquellos asesinatos continúan sin ser resueltos en la actualidad. Muchos de los guardias civiles y policías que intentaron poner freno a aquella locura sufrieron lo que se denominó el ‘síndrome del Norte’: un trastorno de estrés postraumático provocado por la ansiedad de poder morir en cualquier momento y por el aislamiento social en que vivían.

“Al principio, no estábamos preparados: ni la sociedad española, ni la sociedad vasca, ni el Estado, ni la Guardia Civil, ni las fuerzas de seguridad…; nadie estaba preparado para afrontar un fenómeno de terrorismo como aquel -reconoce Valentín Díaz, coronel jefe de los Servicios de Información de la Guardia Civil-. ETA diseñó una estructura propia. Estaba dividida por frentes y abarcaba todo el espectro social del País Vasco”.

Durante muchos años, el pueblo vasco permaneció anestesiado. Se habituó a convivir con la violencia mientras miles de personas gritaban en las calles: “ETA, mátalos”, despojando a esos ‘otros’: policías, guardias civiles, empresarios, políticos…, de su condición de seres humanos. Enrique Pamiés, exjefe superior de la Policía Nacional del País Vasco, lamenta que los terroristas lo tuvieran todo a su favor: “Llegaban al pueblo que fuera, tocaban a la puerta de algún simpatizante, pedían lo que necesitaran y, unos por miedo, otros porque sí, otros porque no, el caso es que lo aceptaban”. A la sociedad vasca no le importaba nada lo que pudiera pasarles a los miembros de las fuerzas de seguridad. ETA mataba a militares, policías y guardias civiles, y a sus funerales no iba nadie. La gente miraba para otro lado.

El pueblo vasco tenía miedo. ETA provocaba terror y asumía, sin importarle, las consecuencias no deseadas de algunas de sus acciones, como matar niños. En 1.980, el pequeño José María Piris murió debido a la explosión del paquete bomba que se había desprendido de los bajos del coche de un guardia civil. Tenía solo trece años. Volvía a casa después de jugar un partido de fútbol y fue el primer niño asesinado por la banda. Después hubo muchos más.

En Euskadi reverbera el eco de los disparos: los de ETA, sobretodo, pero también los de las fuerzas de seguridad, que abatieron a muchos de sus miembros. Muchos vascos aceptaron el relato de las violencias simétricas y los terroristas aprovecharon ese escenario para generar procesos de radicalización y adoctrinamiento parecidos a los de cualquier secta violenta o movimiento yihadista.

Juan Mari Uriarte, obispo emérito de San Sebastián, reconoce que la Iglesia podía haber hecho más por las víctimas durante aquella época, cuando estas eran ignoradas por todo el mundo, pero adoptó, como todos, una posición demasiado ambigua.

Los ‘comandos ilegales’ estaban formados por miembros de la banda a los que la policía había intentado detener y habían huido a Iparralde -al otro lado de la frontera-, pero, durante los ‘años de plomo’, la mayor parte de los asesinatos de ETA fueron llevados a cabo por ‘comandos legales’ cuyos miembros no estaban fichados por la policía. “En todos los pueblos de Euskalherria había un ‘comando ilegal’ y había cola para ingresar en ellos. Sus miembros eran personas anónimas que pasaban desapercibidas y hacían su vida normal: por el día trabajaban y por la noche ponían una bomba, o mataban a su vecino de enfrente”.

En aquella época, ETA decidió que había que sacar de las calles a todo aquel que consumiera droga o traficara con ella. Los líderes de la banda acusaban entonces al gobierno de permitir la entrada de droga en Euskadi para desactivar, o inhibir, a la juventud vasca. Esa fue la excusa que utilizaron para justificar el asesinato de hasta treinta y dos personas relacionadas, de una manera u otra, con el narcotráfico. Pero cincuenta años de actividad terrorista dan para cambiar varias veces de estrategia, ideario y principios, y da la casualidad de que durante la detención de Txeroki -el penúltimo gran jefe de la banda-, se incautaron cien gramos de hachís.

Mediados los años ochenta, los responsables de la banda se dieron cuenta de que el Estado era capaz de soportar cien policías muertos al año sin claudicar ante la barbarie, así que decidieron cambiar de estrategia. Iniciaron entonces una terrible fase de terrorismo indiscriminado: la de los coches bomba. Utilizaron el asesinato de civiles como moneda de cambio para negociar. El atentado del Hipercor de Barcelona, perpetrado el 19 de junio de 1.987, fue el más mortífero de la historia de ETA: veintiuna personas muertas y cuarenta y cinco heridas. Treinta y un años después, los líderes de la banda, en su último comunicado antes de su disolución, se refirieron a este como el mayor error y la mayor desgracia de su acción armada.





ETA siguió matando veinte años más. Fue capaz de influir en nuestra sociedad de manera apabullante y logró que políticos, policías y periodistas asumieran su lenguaje militarista y le dieran consistencia y entidad. Los terroristas lo mancharon todo: paredes, muros, conciencias, vidas… Los ‘años de plomo’ fueron su momento más fuerte y devastador, pero también el comienzo de su colapso.

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