Santander, 20 de diciembre de 2.019
Jon Sistiaga recurre al testimonio de
altos cargos de la Policía y de la Guardia Civil para constatar que, durante
los veinte primeros años de existencia de ETA, las fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado tuvieron que aprender a comprender el entramado de la
banda terrorista y enfrentarse a sus bárbaros atentados de uno en uno…
A finales de los años setenta, convergen en
el País Vasco un montón de revolucionarios que llegan rebotados de otros
procesos: gente que nada sabía ni del mundo abertzale, ni de Euskalherria, ni
de su reivindicación histórica, pero que, después de varias escisiones,
constituyen una organización a la que denominan ‘ETA política-militar’.
En 1.979, fundan una organización juvenil
de carácter político llamada Jarrai cuyos miembros estaban destinados a
convertirse en los futuros militantes de las organizaciones políticas de la
izquierda abertzale y, en función de su grado de compromiso, pasar a formar
parte de ETA.
Buscaban gente ‘echada para delante’ a la
que radicalizar, pero Moisés Pérez Cornejo, Jefe Superior de Policía del País Vasco,
reconoce que las fuerzas de seguridad del estado tardaron la friolera de veinte
años en empezar a comprender cómo funcionaba el sistema por el que la organización
terrorista se nutría, se alimentaba y sobrevivía.
En la década de los ochenta, durante los denominados
‘años de plomo’, ETA mataba en torno a cien personas al año y gran parte de
aquellos asesinatos continúan sin ser resueltos en la actualidad. Muchos de los
guardias civiles y policías que intentaron poner freno a aquella locura sufrieron
lo que se denominó el ‘síndrome del Norte’: un trastorno de estrés postraumático
provocado por la ansiedad de poder morir en cualquier momento y por el
aislamiento social en que vivían.
“Al principio, no estábamos preparados: ni
la sociedad española, ni la sociedad vasca, ni el Estado, ni la Guardia Civil,
ni las fuerzas de seguridad…; nadie estaba preparado para afrontar un fenómeno
de terrorismo como aquel
-reconoce Valentín Díaz, coronel jefe de los Servicios de Información de la
Guardia Civil-. ETA diseñó una estructura propia. Estaba dividida por frentes
y abarcaba todo el espectro social del País Vasco”.
Durante muchos años, el pueblo vasco
permaneció anestesiado. Se habituó a convivir con la violencia mientras miles
de personas gritaban en las calles: “ETA, mátalos”, despojando a esos ‘otros’:
policías, guardias civiles, empresarios, políticos…, de su condición de seres humanos.
Enrique Pamiés, exjefe superior de la Policía Nacional del País Vasco, lamenta
que los terroristas lo tuvieran todo a su favor: “Llegaban al pueblo que
fuera, tocaban a la puerta de algún simpatizante, pedían lo que necesitaran y,
unos por miedo, otros porque sí, otros porque no, el caso es que lo aceptaban”.
A la sociedad vasca no le importaba nada lo que pudiera pasarles a los miembros
de las fuerzas de seguridad. ETA mataba a militares, policías y guardias
civiles, y a sus funerales no iba nadie. La gente miraba para otro lado.
El pueblo vasco tenía miedo. ETA provocaba
terror y asumía, sin importarle, las consecuencias no deseadas de algunas de
sus acciones, como matar niños. En 1.980, el pequeño José María Piris murió debido
a la explosión del paquete bomba que se había desprendido de los bajos del coche
de un guardia civil. Tenía solo trece años. Volvía a casa después de jugar
un partido de fútbol y fue el primer niño asesinado por la banda. Después hubo
muchos más.
En Euskadi reverbera el eco de los disparos:
los de ETA, sobretodo, pero también los de las fuerzas de seguridad, que
abatieron a muchos de sus miembros. Muchos vascos aceptaron el relato de las
violencias simétricas y los terroristas aprovecharon ese escenario para
generar procesos de radicalización y adoctrinamiento parecidos a los de cualquier
secta violenta o movimiento yihadista.
Juan Mari Uriarte, obispo emérito de San Sebastián,
reconoce que la Iglesia podía haber hecho más por las víctimas durante aquella época,
cuando estas eran ignoradas por todo el mundo, pero adoptó, como todos, una
posición demasiado ambigua.
Los ‘comandos ilegales’ estaban formados
por miembros de la banda a los que la policía había intentado detener y habían huido
a Iparralde -al otro lado de la frontera-, pero, durante los ‘años de plomo’,
la mayor parte de los asesinatos de ETA fueron llevados a cabo por ‘comandos
legales’ cuyos miembros no estaban fichados por la policía. “En todos los
pueblos de Euskalherria había un ‘comando ilegal’ y había cola para ingresar en
ellos. Sus miembros eran personas anónimas que pasaban desapercibidas y hacían
su vida normal: por el día trabajaban y por la noche ponían una bomba, o mataban
a su vecino de enfrente”.
En aquella época, ETA decidió que había
que sacar de las calles a todo aquel que consumiera droga o traficara con ella.
Los líderes de la banda acusaban entonces al gobierno de permitir la entrada de
droga en Euskadi para desactivar, o inhibir, a la juventud vasca. Esa fue la excusa
que utilizaron para justificar el asesinato de hasta treinta y dos personas
relacionadas, de una manera u otra, con el narcotráfico. Pero cincuenta años
de actividad terrorista dan para cambiar varias veces de estrategia, ideario y
principios, y da la casualidad de que durante la detención de Txeroki -el
penúltimo gran jefe de la banda-, se incautaron cien gramos de hachís.
Mediados los años ochenta, los
responsables de la banda se dieron cuenta de que el Estado era capaz de
soportar cien policías muertos al año sin claudicar ante la barbarie, así que
decidieron cambiar de estrategia. Iniciaron entonces una terrible fase de
terrorismo indiscriminado: la de los coches bomba. Utilizaron el asesinato de civiles
como moneda de cambio para negociar. El atentado del Hipercor de Barcelona, perpetrado
el 19 de junio de 1.987, fue el más mortífero de la historia de ETA: veintiuna
personas muertas y cuarenta y cinco heridas. Treinta y un años después, los líderes
de la banda, en su último comunicado antes de su disolución, se refirieron a este
como el mayor error y la mayor desgracia de su acción armada.
ETA siguió matando veinte años más. Fue
capaz de influir en nuestra sociedad de manera apabullante y logró que políticos,
policías y periodistas asumieran su lenguaje militarista y le dieran
consistencia y entidad. Los terroristas lo mancharon todo: paredes, muros, conciencias,
vidas… Los ‘años de plomo’ fueron su momento más fuerte y devastador, pero
también el comienzo de su colapso.
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