viernes, 25 de septiembre de 2020

HITLER CONTRA CHURCHILL, EL COMBATE DEL ÁGUILA Y EL LEÓN: casualidades del destino...

Santander, 25 de enero de 2.020


“The Eagle and the lion” es un documental de televisión dirigido por David Korn Brzoza en 2.016 que recupera imágenes de archivo meticulosamente coloreadas y remasterizadas para presentarnos a dos de los personajes más importantes del siglo XX: por un lado, Adolf Hitler, el líder más odiado de la historia contemporánea, y por otro, Winston Churchill, cuyo humor, estilo, autocrítica y audacia frente a la adversidad, todavía hoy, son considerados un excelente ejemplo de liderazgo y coraje político.

 



El 10 de mayo de 1.940 se produjo una extraordina-ria coincidencia: el mismo día en el que Hitler ponía en marcha su ofensiva relámpago sobre el oeste de Europa, Churchill era nombrado Primer Ministro de Gran Bretaña. Casualidades del destino…

 

Unas semanas más tarde, Hitler conquistó Francia, Bélgica y Holanda. Churchill estaba solo frente a un ejército que había conquistado gran parte de Europa, pero se negaba a rendirse.

Desde 1.940 hasta 1.945, Hitler y Churchill dedica-ron cada minuto de su existencia a acabar el uno con el otro: dos personalidades completamente opuestas que se enfrentaron entre sí prometiendo la victoria a sus respectivos pueblos. La suya fue una lucha de titanes que determinó la suerte de la humanidad. Bajo el estruendo de las bombas, los ríos de sangre y los muertos, estos dos jefes militares fuera de lo común parecían fundirse con sus naciones; su enfrentamiento, sin duda el más importante de la época contemporánea, es el de dos mundos posibles. ¿Cómo llegaron ahí? ¿Cómo unió el destino a dos hombres tan diferentes, y al mismo tiempo tan parecidos, en la gran ofensiva final?

 

El primer enfretamiento entre Hitler y Churchill tuvo lugar mucho antes de 1.940…

 

Winston Churchill nació en 1.874 en uno de los castillos más hermosos de Inglaterra. Hijo de una estadounidense y de un noble inglés, se educó en un internado, pero no sacó buenas notas, así que enseguida le orientaron hacia la carrera militar. Sorprendió a todos destacando en tres guerras en los confines del imperio: India, Sudán y Sudáfrica, lo que, de regreso a Gran Bretaña, le permitió entrar en el Parlamento y ocupar numerosos cargos políticos que le llevaron a convertirse, con solo treinta y seis años, en ministro del Interior. Al año siguiente fue nombrado ministro de la Marina de Guerra, el cual habría de convertirse en uno de los puestos más prestigiosos del mundo al estallar la Primera Guerra Mundial.

Pero su ascensión política se vio bruscamente inte-rrumpida en 1.915, cuando cometió un error irrepa-rable al organizar un desembarco desastroso en el estrecho de los Dardanelos, en Turquía, con el fin de atacar a las tropas alemanas por su retaguardia. La operación se saldó con más de cien mil soldados británicos, australianos, neocelandeses y franceses muertos. Churchill tuvo que dimitir. Se sumió en una profunda depresión y, a sus cuarenta y dos años, todo el mundo lo consideraba un hombre acabado.

Se unió entonces al frente francés y fue destinado a un batallón escocés que luchaba en Flandes. El sonido de los cañones mantenía a raya a sus dos enemigos más temidos: la inactividad y la depresión. Durante las largas horas que transcurrían entre un asalto y otro, se hartaba de whisky, escribía y se volcaba en su gran pasión: la pintura.

En 1.916, el conflicto se eternizaba convertido en una cruel carnicería. Ya habían muerto más de dos millones de soldados cuando, desde una fría trinchera, él le escribía a su mujer: “Suciedad. Desperdicios por todas partes. Tumbas desperdiga-das con cuerpos de restos humanos asomando por el suelo… Bajo el sonido incesante de los fusiles y las metralletas, y bajo el silbido de las balas que pasan por encima de nuestras cabezas, en medio de este decorado: húmedo, frío y con toda clase de incomo-didades, he sentido una satisfacción y una alegría que hacía meses que no experimentaba”.

 

Al otro lado de las trincheras, un joven cabo del regimiento bávaro también pintaba sin descanso. Adolf Hitler tenía veintisiete años y se había alistado como voluntario en el ejército alemán. Era oficial de enlace y se dedicaba a llevar mensajes de una posición a otra, en medio del fuego cruzado y de los obuses. Era su primera guerra y, después de errar durante años, por fin creía haber encontrado su sitio.

Hijo de un padre violento y de una madre muy protectora, Hitler había crecido en el seno de una familia perteneciente a la pequeña burguesía austriaca y tuvo una infancia bastante atormentada. Después de suspender en dos ocasiones el examen de acceso a la Academia de Bellas Artes de Viena, el 2 de agosto de 1.914 estalló la guerra. Él estaba en Munich: “Me invadió un entusiasmo irresistible. Me arrodillé y di gracias al cielo, con el corazón rebo-sante de alegría, por brindarme la ocasión de vivir en esta época”.

 

El cabo Hitler y el teniente-coronel Churchill se encontraron frente a frente en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde. tanto el olor de la pólvora, como el de la pintura, ejercía un efecto reparador para ambos. Los dos destacaron en el campo de batalla: Hitler fue condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase -distinción que luciría toda la vida-, y, tras seis meses en el barro, la depresión de Churchill había desaparecido. El dipu-tado inglés pudo regresar a su país y, poco después, entrar a formar parte del gobierno. Ambos lo ignora-ban, pero bajo la tormenta de acero que se cernía sobre el norte de Europa, su duelo ya había comen-zado, pues, los proyectiles que el austriaco debía evitar, los fabricaba, en Londres, Winston Churchill, ministro de Armamento.

 

En noviembre de 1.918 se firmó el armisticio: Alemania había perdido y el resto del mundo celebró la victoria. Churchill, que había gestionado con acierto la producción de munición, y también la de los carros de combate cuya invención había respal-dado, recuperó su sitio y su rango en Gran Bretaña, y muchos ingleses le atribuyeron la victoria.

 

Entre tanto, herido en combate y temporalmente ciego, Hitler vivió la rendición como una terrible humillación. Sin saber qué hacer con su vida, se metió en política y resultó ser un excelente orador. Ascendió a la cabeza de un partido de extrema derecha que rebautizó como Partido Naci e intentó dar un golpe de estado que fracasó. Fue encarcelado, pero esto le sirvió de trampolín…

 

Churchill, por su parte, gracias a sus dotes de orador, enlazaba, uno tras otro, diversos cargos ministeriales: Guerra, Aviación, Colonias…, y a los cincuenta años fue nombrado Canciller de Hacienda (ministro de Econcomía).

 

Mediados los años veinte, los dos habían retomado las riendas de sus vidas, aunque uno estaba en las antípodas del otro, y, al finalizar la década, ambos formaban parte de las personalidades públicas más relevantes de sus países.

 

El crack del 29 cambió sus destinos. En octubre de ese año, el pánico se apoderó de Wall Street: la bolsa se desplomó y la economía mundial entró en recesión.

En Gran Bretaña, el gobierno conservador fue derrotado y Churchill perdió el ministerio de Economía: ya nadie confiaba en él…

Hitler, sin embargo, aprovechó la crisis para extender su ideología racista y antidemocrática y transformar su insignificante grupúsculo en una maquinaria cada vez más potente: “He tenido la energía y la fortaleza necesarias para que mil hombres de hace diez años sean hoy catorce millo-nes; y esos catorce millones de hombres mañana será veinte o treinta millones”. En enero de 1.933 -quince años después de su fallido golpe de estado-, el agitador fue nombrado canciller de Alemania.

 

En marzo de 1.934, Churchill empezó a alertar a la opinión pública del peligro que representaba la Alemania naci: “A solo unas horas de avión, hay una nación que cuenta con unos setenta millones de individuos que son los más instruidos, trabajadores y disciplinados del mundo. A los niños les enseñan que la guerra es un ejercicio glorioso y la muerte en combate el destino más noble. Esta nación fuerte, y que posee tantas virtudes, está bajo el control de un grupo de hombres sin piedad que predica la intole-rancia y la superioridad racial con el apoyo de la ley, del parlamento y de la opinión pública, pero en sus nuevos mandamientos han omitido ‘no matarás’. Se rearman a gran velocidad, así que, vuelvo a plan-tear la pregunta: ante estos hechos, ¿qué debemos hacer?”.

 

Ignorando el tratado de Versalles, Hitler se aprove-chó de la debilidad de las democracias occidentales para multiplicar sus golpes: restableció el servicio militar, remilitarizó Renania y se apoderó de Austria sin hacer ni un solo disparo. En 1.938, reinvidicó el territorio de los Sudetes, en Checoslovaquia, y, aterrados por el poder de las fuerzas armadas unificadas de la Alemania naci (Wehrmacht), París y Londres firmaron los acuerdos de Munich en los que se los concedieron. Churchill vaticinó: “Os dieron a elegir entre la guerra y el honor. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra”. Bastaron seis meses para que Hitler violara los acuerdos firmados: en marzo de 1.939 su ejército invadió lo que quedaba de Checoslovaquia y entró triunfalmente en Praga.

 

Si la historia se hubiera detenido ahí, Hitler habría sido considerado como un gran hombre de estado pues, en seis años, había conseguido detener la inflación, devolver la dignidad a sus compatriotas y convertir a Alemania en la nación más poderosa de Europa; y Churchill como un político con grandes dotes para la oratoria, pero demasiado impulsivo, que arruinó su carrera igual que hizo su padre.

 

La historia, sin embargo, siempre se reserva algunas sorpresas. Hitler había demostrado no tener palabra y esto hizo que la opinión pública empezara a cambiar. Los ingleses comprendieron que Churchill estaba en lo cierto sobre las intenciones de Alemania y, cuando unos meses más tarde, en septiembre de 1.939, estalló la guerra, el político fracasado volvió al primer plano. Veinticinco años después de su humillante expulsión por el desastre de los Darda-nelos, lo volvieron a nombrar Primer Lord del Almi-rantazgo.

 

Chamberlain resultó ser un pésimo Primer Ministro en tiempos de guerra, y las consecuencias no se hicieron esperar: el 10 de mayo de 1.940, Winston Churchill ocupó su lugar. Ese mismo día, Hitler atacó Bélgica, Holanda y Francia. Veinte años des-pués del final de la Primera Guerra Mundial, volvían a encontrarse, pero esta vez ambos estaban al frente de sus respectivas naciones. Por fin iban a enfrentarse…

 

Hitler llevaba casi siete años adoctrinando a su pueblo. Churchill, por el contrario, disponía solo de unos días para encontrar las palabras que dieran el valor al suyo para resistir contra viento y ma-rea…“Diré a la Cámara lo mismo que al Gobierno: no puedo ofrecer más que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Nos espera una prueba de lo más cruel. Nos esperan muchos largos años de lucha y sufrimiento. ¿Cuál es nuestra política? Luchar por tierra, mar y aire, con todas las fuerzas que Dios nos dé, luchar contra una tironía monstruosa y sin igual en los oscuros anales del crimen. Esa es nuestra política. ¿Cuál es nuestro objetivo? Solo tengo una palabra: ¡victoria! Victoria a toda costa. Victoria a pesar del terror. Victoria al final del camino, por largo y difícil que sea”.

 

El pueblo británico, igual que el francés, estaba dividido entre el miedo, el derrotismo y el instinto de supervivencia, pero sus palabras despertaron el valor latente de su gente: “Pobres. Confían en mí y durante mucho tiempo solo podré ofrecerles desastres”.

 

Los desastres llegaron antes de lo previsto. Miles de tanques de la Wehrmacht, respaldados por la avia-ción, penetraron en Francia y sembraron el caos; en unos días las autoridades capitularon. Hitler estaba entusiasmado; sus generales no habían llegado a imaginarse nunca poder llegar tan lejos, ni tan deprisa. Los vencidos de 1.918 eran los vencedores de ahora. La venganza estaba servida.

 

Con Francia derrotada, Churchill estaba más solo que nunca. El enfrentamiento era inevitable. A partir del 12 de agosto de 1.940, cientos de bombarderos escoltados por cazas de la Luftwaffe bombardearon todos los objetivos militares del sur de Inglaterra. El cielo de Gran Bretaña se volvió del color del fuego. La Royal Air Force parecía aguantar, pero al cabo de unos días la situación se volvió crítica y, a finales de agosto, la aviación británica había perdido el control y los alemanes avanzaban.

 

Afortunadamente, un acontecimiento fortuito cam-bió el curso del destino. El 24 de agosto, un avión alemán lanzó una bomba sonbre Londres por error. Churchill se lo tomó como una provocación y al día siguiente ordenó el bombardeo de Berlín. La capital alemana parecía estar demasiado lejos, pero un puñado de pilotos consiguieron lanzar su carga sobre la periferia de la ciudad y aquello enfureció a Hitler, quien ordenó a su aviación abandonar los objetivos militares y destruir las grandes ciudades británicas.

 

A pesar de la tormenta de fuego que caía sobre ellos y de las decenas de miles de muertos, los ingleses resistían. El lema era: “Londres puede aguantar”, y vaya si aguantó… Hitler estaba convencido de que sus adversarios se desmoronarían, pero Churchill se desplazaba diariamente a los barrios bombardeados para mantener alta la moral de sus habitantes. Su firmeza, su impasible dignidad, su inquebrantable confianza en el futuro, su convicción de que Inglaterra triunfaría, su sonrisa, su sombrero, su puro y sus discursos apasionados lo convirtieron en el símbolo de la resistencia contra la tiranía.

 

Al abandonar los objetivos militares, Hitler permitió que la aviación británica se reorganizase, pudiera volver a atacar y ganar la batalla del cielo. Se vio obligado a aplazar la invasión de Inglaterra; espe-raba doblegar antes a otro de sus enemigos ancestra-les: la Unión Soviétiva.

En junio de 1.941, tres millones de soldados alema-nes, respaldados por su aviación, invadieron Rusia. La operación Barbarroja comenzó de manera fulminante, pero, poco después, en diciembre de ese mismo año, Japón atacó la base estadounidense de Pearl Harbor. Hitler estaba entusiasmado porque el país del sol naciente estaba de su lado: “No podemos perder la guerra. Nuestro nuevo socio no conoce la derrota desde hace tres mil años”. Churchill también estaba encantado: Estados Unidos entró en la guerra, y lo hizo de su lado.

 

Hitler asignó nuevos objetivos a sus tropas: Estalin-grado y el Cáucaso, pero no coordinó sus ofensivas con sus aliados italianos y japoneses. Churchill, por el contrario, no paraba de ir y venir al encuentro del capitalista Roosvelt y del comunista Stalin con el fin de conseguir una coalición invencible. Les convenció a ambos para atacar el norte de África y así, el 8 de noviembre de 1.942, las tropas angloesta-dounidenses desembarcaron en Orán, Argel y Casa-blanca. La operación ideada por el viejo león fue todo un éxito. Hitler estaba dejando de confiar en sus generales, muchos de los cuales fueron relevados de sus cargos o trasladados a otros frentes. En el este, la situación era desesperada, pero los alemanes se negaban a rendirse. Las fuerzas del eje perdieron cuatrocientos mil hombres en Estalingrado, entre muertos, heridos y prisioneros. Después de veintitrés años de ascensión, empezaba el declive de Hitler: “El Dios de la guerra se ha pasado al otro bando”.

 

Lo peor estaba por llegar: se aproximaba el desem-barco. En la noche del cinco al seis de junio de 1.944, la mayor flota jamás reunida puso rumbo a la costa francesa. A las seis de la mañana, fue detectada y comenzó el combate. Los generales alemanes se lo comunicaron enseguida al estado mayor porque creían que podía tratarse de la temida invasión y solicitaron refuerzos para impedir cual-quier tipo de desembarco, pero nadie quiso despertar a Hitler para pedirle la consiguiente autorización. Cuando quisieron reaccionar, ya era demasiado tarde. Churchill respiró aliviado. Visitó las playas de Normandía y, convencido como estaba de que los mayores triunfos aún estaban por venir, comprobó de primera mano que todo estaba saliendo bien en la primera fase del asalto a Europa.

 

Hitler se negaba a admitir la derrota, pero en su cuartel general reinaba la preocupación. Sus conse-jeros le sugirieron que firmara un armisticio pero él se mantenía en sus trece: “¡No capitularemos nunca!”. Confiaba en el fracaso de la coalición aliada: “Llegará un momento en el que la tensión entre los aliados será tan grande que abrirá una brecha entre ellos. Todas las coaliciones de la historia se han desmoronado tarde o temprano. Hay que esperar el momento adecuado”. Churchill con-fíaba en evitar ese desastre y, por eso, en febrero de 1.945, con el fin de que la gran alianza de la que él había sido artífice no se devilitara, renunció a proteger a Polonia de la influencia soviética.

 

Los aliados multiplicaron los bombardeos masivos sobre las grandes ciudades alemanas. Nada justifi-caba aquella destrucción, pero Churchill no había olvidado las decenes de miles de ingleses que habían muerto bajo las bombas alemanas. Desde que el dios de la guerra se había cambiado de bando, Hitler se dirigía cada vez menos al pueblo que lo había llevado al poder y ya casi no se dejaba ver. En marzo de 1.945, apareció por última vez en las noticias, animando a los miembros de sus juventudes a resistir hasta el final. Él se hundía, pero su régimen proseguía: los pelotones de ejecución abatían a decenas de desertores y los deportados eran masacrados en los campos de exterminio. Después de exterminar a judíos, eslavos y zíngaros, pretendía dejar morir inclsuo a su pueblo, como si quisiera hacer desaparecer a todos los testigos del apocalipsis al que había conducido a Alemania: “Si perdemos la guerra, no me importa que el pueblo perezca. No contéis conmigo para derramar ni una sola lágrima. No se lo merece”.

En abril, los rusos se lanzaron sobre Berlín. Aquello era el fin. Hitler acababa de cumplir cincuenta y seis años, pero parecía un anciano. El águila derrotada se refugió en su búnker y allí, después de casarse con Eva Brown y formular sus últimas voluntades, se suicidó: “Quiero que en mi tumba figure el siguiente epitafio: ‘fue víctima de sus generales’”.

 

El 8 de mayo de 1.945, Alemania capituló. Aclamado en las calles, ovacionado en el parlamento y felicitado por el rey, Winston Churchill saboreó durante un breve instante el resultado de seis años de lucha: “Esta es vuestra victoria. La victoria de nuestra causa. La victoria de la libertad en todas partes. A lo largo de nuestra extensa historia, este es el día más importante de todos”. Pero, muy pronto, la victoria se volvió amarga porque, a pesar de haber ganado la guerra, perdió las elecciones legislativas y cayó en una profunda depresión. Viajó, volvió a escribir, pintó…

 

Nunca un duelo ha marcado tanto la historia del mundo. El águila era el veneno y el viejo león el antídoto. ¿Qué queda de su enfrentamiento? Hitler será recordado siempre como uno de los hombres más crueles que ha habido nunca en la Tierra y Churchill como uno de los lideres más aclamados de todos los tiempos, que legó al mundo su valentía y su incomparable sentido del deber.


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