Langre, 2 de abril de 2.021
Recorrer la senda de los acantilados de Langre es algo
que quería hacer desde hace tiempo, por eso, cuando me propusieron dar un paseo
mañanero por allí, dije que sí inmediatamente.
Madrugamos bastante y nos reunimos en el aparcamiento de la playa de Loredo. No ha amanecido todavía, pero comenzamos a caminar sin esperar al sol: ¡ya nos alcanzará! Callejeamos buscando la carretera que une el azul del mar con los prados verdes de Langre, convertida hoy en una polvorienta pista que augura la inminente inauguración de una ‘autopista’ que es posible que en el futuro reste algo de encanto a la zona.
Cuando llegamos a la antigua escuela de Langre -convertida hoy en Aula de Cultura del pueblo-, está comenzando a amanecer. El
rincón es bonito, pero son los recuerdos vinculados a mi infancia los que lo
hacen tan especial.
Avanzamos por la carretera que atraviesa el pueblo de
un extremo a otro hasta alcanzar el cruce que conduce a la playa. Ahí, giramos a
la derecha, y seguimos caminando en dirección a Galizano hasta llegar a un
pequeño merendero, donde giramos a la izquierda, buscando el mar.
Ya ha amanecido, cuando llegamos a la desembocadura
de un discreto arroyuelo que serpentea hacia la costa…
Sentimos el olor a sal y escuchamos el rugido de las olas. Nos lanzamos a por ellas sin miedo a que nos salpiquen…
La playa de Galizano está cerca; no la vemos, pero sabemos que se extiende al otro lado del pequeño promontorio que tenemos a nuestra derecha.
Es el momento de dar la vuelta y regresar a Loredo, pero renegamos del asfalto y lo hacemos coqueteando con el mar…
No somos los únicos que flirteamos con él. Nuestras vacas también se sienten a gusto a su lado… ¡Azul y verde casan bien!
Alcanzamos el extremo oriental de la playa de Langre,
sin duda, una de las más bonitas de Cantabria.
Recorremos la parte alta de los acantilados de más de
veinte metros de altura que custodian la extensa media luna batida por el mar y
nos dirigimos al singular Pico de Langre.
Continuamos con nuestro paseo y, poco a poco, vamos dejando atrás los imponentes acantilados. El sendero serpentea ahora entre el mar y las casas situadas en la parte alta del pueblo.
Pasamos junto a algunas de las viviendas más vistosas de Loredo y nos acercamos a la playa de Los Tranquilos, situada en el extremo oriental de la playa del pueblo.
Frente a nosotros reposa plácidamente la isla de Santa Marina. Situada en el extremo oriental de la boca de la Bahía de Santander, es la isla de mayor tamaño de todo el Mar Cantábrico.
De aspecto alargado y completamente llana, en la actualidad no resulta fácil acceder a ella, pero, en el año 1.407, Pedro Gutiérrez de Hoznayo, canónigo en la colegiata de Santander, fundó allí el primer monasterio jerónimo de Cantabria, cerca de las ruinas de una pequeña ermita levantada en honor a Santa Marina. Entre 1.416 y 1.420, el monasterio fue cabeza de priorato, y de él dependía Santa Catalina del Monte Corbán, pero la dureza de la vida en la isla -que puede que entonces fuera una inhóspita península-, propició que los monjes se fueran de allí para fundar un nuevo monasterio en Corbán.
El monasterio fue abandonado y en la actualidad solo quedan de él los restos de algunas tapias…
Bajamos a la arena. Serpenteamos entre dunas y pinos y
no paramos hasta alcanzar el punto de partida.
El paseo ha sido sencillo y muy bonito, pero aun me queda una cuenta pendiente. No quiero volver a casa sin visitar la antigua escuela de Loredo.
Esta sigue igual que hace cuarenta años, aunque la casa del maestro, donde tantas veces comí, ha sido totalmente reformada. Los recuerdos me asaltan de nuevo…
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