Santander, 31 de julio de 2.020
El puñetero coronavirus ha hecho que,
durante el confinamiento, recuperara la mala costumbre de quedarme dormido
escuchando la radio. Una madrugada me desperté mientras entrevistaban a
Santiago Posteguillo y sus palabras me animaran a leer, por fin, su trilogía de
Trajano, unas novelas que tenía guardadas en la memoria de mi ebook desde hace
más de seis años: “Los asesinos del emperador” (2.011), “Circo Máximo” (2.013)
y “La legión perdida” (2.016).
Bajo el gobierno de los emperadores
Flavios, una pequeña familia de la provincia hispana de Baetica fue creciendo
en fama y poder dentro del magno imperio romano: la familia Ulpia, conocida por
su ‘cognomen’ Trianius. De sus miembros, el más famoso e importante fue sin duda
Marco Ulpio Trajano, sobresaliente por muchas razones, algunas conocidas y otras
no tanto…
Santiago Posteguillo no duda en agradecerle
públicamente el haber sobrevivido al peor de los tiranos para cambiar el mundo
y regalarle a un relator del pasado, como él, una historia absolutamente
vigente en el presente.
Natural de Hispania, Trajano fue el primer
emperador no originario de Roma y condujo al imperio a sus máximas cotas de
poder tras impresionantes hazañas militares de conquista y romanización, pero su
mayor logro fue, muy probablemente, sobrevivir al reinado de Tito Flavio Domiciano,
un emperador dispuesto siempre a condenar a muerte a cualquiera que destacara
en el ejército o la política.
¿Qué fue lo que hizo que el senado romano
aceptara la elección de un emperador no nacido en la capital del imperio? Modificar
el curso de la historia es prácticamente imposible. Solo unos pocos se atreven
a intentarlo y solo uno entre millones, siempre de forma inesperada para todos,
es capaz de conseguirlo.
La muerte del emperador Nerón (año 68 d. C.) desembocó
en una guerra civil que supuso el final del gobierno de la dinastía
Julio-Claudia, iniciada por Augusto y continuada con Tiberio, Calígula, Claudio
y el propio Nerón. Roma se vio sumida entonces en el caos. En solo unos meses, el
descendiente de Augusto se había suicidado, Galba había sido asesinado y Otón
se había quitado la vida: ¡tres emperadores muertos en menos de un año! Vitelio,
un ‘legatus’ del norte, veterano en la lucha contra los germanos, había ocupado
su lugar. El senado esperaba que fuera capaz de controlar a los pretorianos,
devolver el orden a la ciudad y recuperar posiciones en las endebles fronteras
del Rin y el Danubio, pero él permanecía encerrado en su palacio imperial sin
atender a los desórdenes que destrozaban las entrañas de la capital ni dar
respuesta a los continuos desafíos de bátavos, germanos, catos, dacios y judíos.
Roma necesitaba encontrar un hombre capaz de entender el
complicado mecanismo del imperio para liderarlo. Vespasiano, veterano de la conquista
de Britania y reconquistador de Judea, se lanzó contra Vitelio, no para ser
otro Galva, u otro Otón, sino para inaugurar una nueva dinastía que devolviera
al imperio el gobierno, la razón y el respeto debido a sus dioses y a sus
costumbres. En el año 69 d. C. -el año de los cuatro-, el imperio cambió de
manos una vez más. Tito Flavio Vespasiano fue proclamado emperador y se
trasladó a Roma, donde se precisaba una figura poderosa que pudiera transmitir
a todas las provincias occidentales la sensación de que el caos y el desorden
habían llegado a su fin, pero era consciente de que solo la toma de Jerusalén -una
ciudad gigantesca y mística, sagrada para los judíos y admirada por decenas de
pueblos en todo el imperio-, podía ser el cimiento sobre el que levantar una dinastía
poderosa que perdurara en el tiempo. Su hijo Tito y sus oficiales, entre los
que se encontraba el padre de Trajano, fueron quienes derribaron sus murallas…
Jerusalén cayó a finales del verano del año 70 d. C.
El pueblo de Roma aclamaba al hijo del emperador por haber puesto fin a la
larga guerra de Judea. Tito había triunfado donde su padre no lo había hecho:
había doblegado, por fin, a los judíos, apoderándose de una de las mayores ciudades
del mundo y se había apoderado de los infinitos tesoros del Gran Templo,
consiguiendo, así, el apoyo absoluto de todas las legiones de Oriente. Sus
celebraciones en Egipto, una vez conseguida la victoria, y su prolongada
ausencia de Roma alimentaban los rumores promovidos por algunos senadores cuyo único
objetivo era evitar la consolidación de la nueva dinastía. El poder, la gloria
y las victorias absolutas transforman a los hombres: ¿se alzaría Tito contra su
padre?
Su enorme victoria era suficiente prueba de lealtad y
su triunfal llegada a Roma no hacía sino agigantar el poder del emperador
Vespasiano, pero debilitaba la figura de su hermano pequeño, ensombreciéndole
hasta volverle insignificante.
Tito fue nombrado jefe del pretorio, mientras que el
joven Domiciano seguía sin recibir ningún cargo político, ni militar. Trajano
padre, entre tanto, fue nombrado cónsul de Roma, convirtiéndose así en uno de
los pocos senadores consulares vivos tras la guerra civil e incrementando
notablemente el poder y la posición de su familia.
La muerte de Vespasiano en el año 79 d. C. convirtió a Tito en emperador, pero, solo
cuatro meses después, Domiciano consiguió que parte de la guardia pretoriana se
alzara contra él. La conjura fue detenida y los implicados en ella ejecutados, pero
la erupción del Vesubio distrajo la atención del emperador y evitó que su hermano
pequeño fuera castigado como se merecía. Apenas un par de meses más tarde, un
futuro prometedor se abría ante él, inmenso, infinito e incontestable: preso de
las fiebres, Tito agonizaba…
El pueblo recibió la muerte del emperador con enorme
dolor, pues la popularidad del mayor de los hijos de Vespasiano era enorme; sus
ayudas a Pompeya y Herculano, los juegos en el recién inaugurado anfiteatro Flavio
y su glorioso pasado conquistador de Jerusalén estaban en la mente de todos.
Domiciano heredó su imperio. El pueblo quiso creer que lamentaba sinceramente
la muerte del gran Tito y su aflicción le valió, pese a no tener un brillante
pasado militar, el afecto de la plebe; al menos, al principio. El Senado dudaba
de él, pero con el grueso de la guardia pretoriana a su favor, nadie osó decir
nada en su contra.
Desde entonces, durante los quince años que duró su
reinado, Domiciano sembró un odio descomunal en todo el mundo: patricios,
libertos, esclavos, gladiadores, soldados, senadores…
Año 96 d. C. Hace tiempo que el emperador
perdió la razón y conduce a su pueblo hacia la destrucción total, pero si las
legiones abandonan las fronteras en cualquier esquina del imperio para iniciar
una guerra civil, los bárbaros de Germania, o de la Dacia, se lanzarán sin
cuartel sobre las posesiones de Roma. A los romanos no les interesa lo que pasa
en los límites del imperio, ni tampoco lo que sucede al otro lado de las paredes
del palacio imperial; pan y circo, con eso les basta. No les importa que los
senadores consulares estén siendo eliminados uno detrás de otro, ni que los
grandes ‘legati’ del imperio estén siendo apartados del mando, o ejecutados,
para evitar que su popularidad eclipse a la del emperador. Roma navega inexorablemente
hacia una lucha fratricida entre sus legiones que no se puede permitir.
Marco Ulpio Trajano, gobernador de Germania,
es un general poderoso. Su padre fue un gran líder político y militar, y a él
le gusta pensar que ha heredado sus dotes de mando. Lleva años acumulando un
prestigio silencioso y callado entre las legiones y ahora trata de disuadir a un
puñado de senadores que conspiran para asesinar a Domiciano, el emperador más
protegido y desconfiado de la historia de Roma:
“Mi familia siempre ha sido leal al emperador.
Mi familia siempre ha sido leal a la dinastía Flavia. ¡Seré leal a Domiciano!”.
Pero, qué haría él, el guardián del Rin,
si el emperador muriera de forma violenta, o por enfermedad…
“No me revelaré nunca contra el emperador,
pero, si el emperador muere, acataré lo que el Senado decida”.
Solo él, en el Rin, o Nigrino en oriente,
reúnen el suficiente poder y un número significativo de legiones bajo su mando
como para poner en peligro la transición planeada por los golpistas. Ninguno de
los dos hará nada para oponerse a sus planes. Si todo sale bien, el próximo
emperador de Roma será Marco Conceyo Nerva…
Todo salió bien, pero Nerva demostró ser un
hombre débil y viejo. En la práctica, eran los dos jefes del pretorio quienes
realmente gobernaban: Norbano y Casperio. El viejo senador resultó ser incapaz
de dominarlos, mandar sobre las legiones y derrotar a los bárbaros, y no
quedaba ningún patricio romano vivo capaz de reescribir el destino del Imperio.
Roma estaba abocada a una nueva guerra
civil: Norbano y Casperio no tardarían en forzar a los miembros del Senado a nombrar
emperador a uno de ellos dos, pero, afortunadamente, Nerva reaccionó adoptando
al legatus Marco Ulpio Trajano como su hijo y heredero. Conferirle la dignidad
tribunicia, proconsular y de César a un hispano era ir más allá de todo lo
imaginable, pero ahora, aunque los senadores de Roma hincaran su rodilla ante
los jefes del pretorio, habría en los confines del Imperio un legati que no se
atendería a su dictamen y se levantaría en armas.
La adopción de Nerva fue ratificada por el
Senado y tras su muerte Trajano fue proclamado emperador. Recibió la noticia en
Germania y lo primero que hizo fue delegar en el Senado el gobierno efectivo de
Roma, mientras él aseguraba las fronteras del Danubio y se aseguraba el apoyo
de las legiones de Oriente. La Roma que conocíamos había muerto. Trajano representaba
a una nueva Roma; una Roma diferente. ¡Él era el futuro!
Aceptado por el ejército, regresó a Roma.
Ejecutó a Norbano y Casperio, licenció a los oficiales que les eran leales,
nombró a Suburano -un viejo amigo de su padre-, jefe del pretorio, permitió que
este les reemplazara por veteranos de las legiones del Rin y castigó a los
senadores corruptos que se habían enriquecido durante el gobierno de Domiciano.
La conquista de la Dacia se convirtió en
un reto personal. Los territorios situados al norte del Danubio debían de pasar
a ser una provincia más del imperio. Su anexión era comparable a la conquista de
las Galias por el divino Julio César, o a la invasión de Britania, primero por
el divino Claudio y después por el valeroso Agrícola.
Obtuvo el aprecio de su pueblo y esto le
permitió, posteriormente, moverse con total libertad, sin que el Senado pudiera
ya poner ningún tipo de cortapisa a sus planes, unos planes ambiciosos que requerirían
más de una vida para poder ser llevados a cabo. Un sueño inmortal: ¡el sueño de
Trajano!
En la primavera del año 114, Trajano
partió de Antioquía al frente de varias legiones con el objetivo de apoderarse
de Armenia y con la firme intención de no repetir los errores cometidos en el
pasado por el cónsul Marco Licinio Craso.
El emperador reunió para su campaña en Oriente
la mayor concentración de legiones romanas de la historia; el equivalente a
bastante más de ocho legiones completas, es decir, un tercio del poder militar
del imperio: ¡casi cien mil hombres!
Es posible que sus oficiales de confianza:
Lucio Quieto, Celso, Palma, Ingrino…, hubieran sido capaces de consolidar sus
conquistas y mantener el rumbo que él había iniciado para el Imperio, pero
nunca lo sabremos; su sobrino Adriano se encargó de impedirlo.
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