Santander, 1 de febrero de 2.018
La obsesión de José Ramón Sánchez por Moby
Dick comenzó en 2.001. Ilustrar la novela de Herman Melville supuso la
ejecución de setenta y dos óleos panorámicos, doscientas quince ilustraciones y
ciento diecisiete bocetos que componían un completo storyboard, pero la
tragedia del ‘Pequod’ seguía rondando por su cabeza.
De alguna manera, podría decirse que tenía
la sensación de haber estado allí con todos ellos…
Sentía que había estado con Ismael -único
superviviente del ‘Pequod’-, que fue quien le contó aquella apasionante
historia, pero también con el herrero y el carpintero del fabulo ballenero, con
el padre Mapple, con Queequeg -el arponero de origen polinesio-, con Stubb,
Flask y Starbuck -oficiales del barco-, y, por supuesto, con el capitán Ahab...
No lo pudo resistir y en 2.003 decidió
retratarse con todos ellos, convirtiéndose así en un personaje más de aquella
increíble aventura…
“El padre
Mapple” (2.003)
“El
carpintero y el herrero del Pequod” (2.003)
“Stubb, Flask
y Starbuck” (2.003)
“Queequeg”
(2.003)
“El capitán
Ahab” (2.003)
Aquello, sin embargo, no fue nada más que
un punto y seguido en el retrato de una obsesión que tal vez no deje de
perseguirle nunca…
Nunca
pensé que la obsesión por Moby Dick, que comenzó en 2.001, me duraría dieciséis
años. Me he pasado media vida entre libros, dibujos, proyectos y sueños, y he
sido un ilustrador tan feliz como frustrado, porque seguir ilustrando un año
tras otro es algo que la Fortuna me ha regalado con esplendidez…
Sin
embargo, fue cumplir setenta y nueve años y volver a la obsesión del mar y la
ballena blanca…
No
sé en qué día y semana me atreví a pensar que había llegado la hora de hacer
realidad un sueño de la infancia: ¡ilustrar un cómic! Era un sueño entonces
porque el talento natural no me daba para ello, y tampoco a los setenta y nueve
el talento había madurado tanto como para hacerlo por primera vez, pero de
octubre a noviembre de 2.016 me atrapó una fiebre que me dejó exhausto, después
de preparar una maqueta con viñetas y textos en los que volví al año 2.001, a
la tragedia ballenera de Moby Dick.
Ya
en 2.017, del 2 de enero al 30 de junio, trasladé los bocetos al formato de una
novela gráfica para soñar con lápiz negro lo que ya había hecho casi película
dieciséis años atrás, con ilustraciones de gran formato y panorámicas
coloreadas.
La
tragedia del ‘Pequod’, en casi ciento sesenta páginas, fue mucho peor que una
fiebre que no te abandona. Fue un virus maligno que casi acaba conmigo. Y lo
digo por mi espalda, por mis ojos cansados de tanto mirar y por mi vitalidad
disminuida. Cuando puse fin a la obra, me sentí incapaz de intentar otra
epopeya. “Ya eres viejo y no estás para trotes tan desbocados”, me dije.
Este
“Moby Dick” de ahora es la pequeña cima de una obsesión enfermiza, la del
marinero que llega a Nantucket, que se embarca en el ‘Pequod’, que persigue a
la ballena blanca, que se salva por los pelos gracias al ataúd de Queequeg, que
es recogido por el ballenero ‘Raquel’ y vuelve a contar la historia otra vez
más…
José
Ramón Sánchez
Una
vez le pregunté a mi padre: “¿De qué dirías que trata “Moby Dick”?”. Y él me
contestó: “De la necesidad de ponerle cara al mal. Crear demonios y
perseguirlos hasta la locura, o desde la locura, básicamente para no ocuparnos
de los que habitan dentro de nosotros”.
Mi
padre está lleno de demonios. Todo creador los tiene. Eso no quiere decir que
para crear haya que ser un atormentado o pasarlo mal. Al revés, hay que
divertirse con los demonios. Abrazarlos, cuidarlos y llevarlos contigo, porque no
te vas a poder deshacer de ellos. Entonces ya no sé si pintar es la manera que
tiene mi padre de espantar a los demonios o de acercarse a ellos. Supongo que
es una mezcla de ambos. Igual que en la novela, donde uno no sabe quién
persigue a quién, quién quiere dar caza a quién.
Pero
en realidad, de lo que quiero hablar aquí es de los orígenes, de la vuelta a
los orígenes… Quiero hablar de mi padre, que, a sus ochenta años, después de
una impresionante trayectoria profesional y personal, en un acto que para mí
requiere mucha osadía y frescura, decide soltar lastre, bártulos y técnicas, y
quedarse con una sola cosa, un lápiz, para hacer una de sus obras más rotundas
e importantes. Y no solo eso, sino que encima se trata de una ópera prima,
porque sí, “Moby Dick” es su primera novela gráfica, o cómic, o como queráis
llamarlo.
Es
cierto que mi padre es un hombre muy frugal: vive muy bien con muy pocas cosas,
y además sus ojos están cansados y sus cervicales le tienen machacado. Ya no
aguanta tantas horas pintando, así que se podría argumentar que todo este retorno
a la esencia puede parecer una obligación, una resignación fruto de los
achaques propios de su edad. Pero sería una asunción falsa y superficial. Su
cabeza y su corazón aún rebosan ambición y talento. Aún viajan, aún tienen
ansias de explorar, de zarpar y hacer largas travesías. Y ya sé que esta no es
su primera inmersión en las aguas gélidas de “Moby Dick”, que ya hizo una obra
magna pintando la novela en el 2.001… Es lógico que uno se pueda preguntar para
qué volver a enrolarse en el ‘Pequod’ si ya no hay nada que pescar, si ya se ha
enfrentado a Ahab, ya ha cazado a la ballena blanca, y ya ha sobrevivido, como
Ismael. Pues porque el fantasma, el monstruo, sigue dentro de él. Sigue
visitándole. Y no, no está intentando destruirlo. ¿Para qué? Solo lo está alimentando.
Porque ese monstruo, esos monstruos que todos tenemos dentro, bien entendidos y
atendidos, nos dan la vida. Y solo visitándolos asiduamente conseguiremos crear,
respirar, navegar en la vida.
Aunque,
si he de ser sincero, a veces tengo ganas de que mi padre pare, poque, cada vez
que da un paso, me pone el listón más alto. Nos lo pone a todos los creadores.
Qué castigo, qué inspiración. Qué fantasma inasequible al desaliento, qué
ejemplo. Qué miedo, qué motivación. Qué imposible, qué real. Qué ayer, hoy y
mañana. Qué siempre. Qué maravilla poder celebrar cada nueva creación de mi
padre. No, no quiero que acabe nunca. Sé que nunca acabará. No lo permitiré. No
se lo permitiré. Intenté huir de él. Intenté cazarlo. Ahora solo quiero nadar
junto a él. Nado junto a él…
Y
ahora que observo el trabajo terminado, me pregunto: “Dentro de esta historia,
¿quién es mi padre? ¿Ismael, Ahab, la ballena?” Ninguno de ellos; mi padre es
el arpón. Mi padre es el lápiz. Mi padre es más que Moby Dick; es una ballena
inalcanzable. Es el mejor de los fantasmas. El mejor padre, compañero y amigo.
Daniel
Sánchez Arévalo
La Biblioteca Central de Cantabria alberga
una exposición temporal en la que el visitante puede contemplar los seis cuadros
que José Ramón Sanchez pintó en 2.003 y muchos de los dibujos originales de la
novela gráfica publicada el año pasado.
El genial ilustrador, renunciando a
cualquier argucia de índole técnico, armado con un sencillo arpón de grafito y
amparándose en los textos firmados por Jesús Herrán, se reinventa una vez más
para plasmar, en forma de cómic, el retrato de una obsesión que le mantiene
vivo, y demuestra, en blanco y negro, que con muy poco se puede hacer mucho.
Hace
años, no importa cuantos exactamente, hallándome con poco o ningún dinero en la
bolsa y sin nada de especial interés que me retuviera en tierra, pensé que lo
mejor sería darme a la mar por una temporada para ver la parte acuática del
mundo. Es una manera mía de combatir la melancolía y de regular la circulación
de la sangre. Siempre que empiezo a hacer mohínes y a enfurruñarme, y noto las
húmedas brumas de noviembre en mi espíritu, siempre que me sorprendo parándome
ante las funerarias o incorporándome al cortejo de cuantos funerales encuentro,
y, sobre todo, cuando mi hipocondria prevalece de tal manera sobre mí que tengo
que echar mano de todos mis principios morales para evitar salir a la calle
deliberadamente y, a golpes y de modo metódico, quitarle a la gente los
sombreros de la cabeza, entonces es cuando comprendo que ha llegado el momento
de volver al mar con urgencia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario