Santander, 13 de febrero de 2.018
Toti Martínez de Lezea es una prolífica
novelista española cuyos folletines suelen estar ambientados en el medievo
europeo e imbuidos de la tradición y mitología vasca.
En “Veneno para la corona” (2.011), dos hermosas
mujeres, -Jordana y Munía: madre e hija-, tildadas de brujas y con un misterioso
pasado, entran al servicio de doña Juana Enríquez, hija del Almirante de
Castilla y segunda esposa de Juan de Trastámara, duque de Peñafiel, rey viudo
de Navarra y futuro rey de Aragón. Ambas demostrarán que, por muchos
privilegios que tengan, y aunque su ambición sin límites pueda llevarles a
asolar territorios propios y ajenos, provocando guerras y generando odio, los
monarcas no son más que frágiles seres encadenados al ázar cuyo sino, igual que
el del resto de los seres humanos, no es otro que la muerte.
Su
marido era un pariente viejo, con tres hijos de edad similar a la suya, pero
doña Juana no se había casado con él por amor… En Aragón regía una antigua
usanza que a lo largo del último siglo había sido permanentemente ignorada:
nadie que no fuera nacido en tierras del reino, o hijo de aragonés, podía
gobernar. Ella se había jurado a sí misma que su hijo no nacería en tierras
navarras, por eso, en cuanto sintió las primeras contracciones, abandonó el
Palacio de Sangüesa. A duras penas consiguió cruzar la frontera y llegar a la
localidad de Sos, donde, el 10 de marzo de 1.452, nació Fernando. “Tú serás
rey”, afirmó al contemplarle.
El
pequeño tenía un año cuando sus padres regresaron a Navarra. Después de trece
años, la princesa Blanca acababa de volver al palacio de Olite, uno de los más
hermosos de Europa. Aduciendo impotencia recíproca de ambos debida a malignas
influencias, su matrimonio con Enrique de Trástamara, heredero al trono de
Castilla, había sido declarado nulo. Doña Juana no soportaba a su hijastra.
Esta se negaba a inclinarse ante ella y era fiel partidaria de su hermano
Carlos, a quien, tras la muerte de su madre (1.441), había incitado a reclamar
la corona de Navarra.
Según
las capitulaciones matrimoniales firmadas por sus padres, el príncipe Carlos de
Viana era el legítimo heredero de la reina Blanca I de Navarra, pero esta había
dejado estipulado en su testamento que su hijo no accedería al trono mientras
su padre no lo consintiera, y Juan, que apenas había tenido trato con él durante
su infancia, no lo había permitido. Los enfrentamientos entre ambos eran
constantes y su madrastra no hacía otra cosa que alentarlos.
Lo
cierto es que, desde que don Juan y ella se casaron, en 1.445, doña Juana era
quien gobernaba en Navarra, mientras su marido trataba de recuperar las
extensas propiedades que, tras la derrota de los infantes de Aragón en la
batalla de Olmedo, su primo -el rey Juan II de Castilla-, le había arrebatado.
Su principal enemigo, el condestable don Álvaro de Luna, acababa de ser
degollado en Valladolid, pero sus tierras seguían sin serle devueltas…
En
1.453, el príncipe Carlos, que permanecía preso en las mazmorras de la Aljafería,
fue puesto en libertad. Mientras él se ausentaba de su reino para buscar apoyos
extranjeros en su lucha contra su padre, este había hecho llamar a su hija
Leonor -casada con el conde de Foix, vasallo del rey de Francia-, para
nombrarla, en detrimento de sus hermanos mayores, heredera del trono de Navarra.
A cambio, su yerno se había comprometido a ayudarle a luchar contrar sus
enemigos, con lo que él se aseguraba el apoyo del francés en su lucha contra
los castellanos.
El
rey Alfonso V -asentado en Nápoles mientras su esposa, María de Castilla, gobernaba
los reinos de la Corona de Aragón-, murió en 1.458. Lo hizo habiendo legado el
trono napolitano al mayor de sus hijos ilegítimos -Ferrante I de Nápoles-, y
todo lo demás a su hermano Juan. Mientras el papa exigía que los territorios de
Nápoles fueran entregados a la Santa Sede y el embajador aragonés intrigaba
para que el pequeño reino no fuera desgajado de la Corona de Aragón, algunos
nobles rechazaron al bastardo y propusieron la candidatura de su primo Carlos,
pero este, apenado por la muerte de su tío y para evitar dificultades a
Ferrante, optó por embarcar una vez más hacia el exilio y asentarse en Sicilia.
El ahora todopoderoso monarca Juan II de Aragón ya no se molestaba en disimular
la irritación que le producía la popularidad de su hijo. Nombró al pequeño
Fernando duque de Montblanc -título otorgado al heredero a la corona de Aragón-,
y ordenó a su primogénito que se trasladara al palacio real de Mallorca,
prohibiéndole exprésamente desembarcar en la península.
Doña
Juana no tuvo ningún reparo en acusar a su hijastro de estar planeando el
derrocamiento de su padre para apoderarse del trono y el 2 de diciembre de
1.460 este ordenó al príncipe Carlos presentarse en Lérida de inmediato. Lo
acusó de traición ante la asamblea y lo mandó arrestar y llevar de prisión en
prisión hasta acabar en el castillo de Mordía, una fortaleza situada en lo alto
de una mole rocosa en Castellón, provocando la ira de muchos navarros,
catalanes y aragoneses. Los partidarios del príncipe exigieron al rey Juan que
pusiera en libertad a su hijo y, tras tres meses de cautiverio, ante la amenaza
de que el conflicto pusiera en riesgo su corona, este se vio obligado a
liberarle, firmando unas capitulaciones en las que le reconocía como legítimo
heredero de los reinos de la corona aragonesa y lugarteniente perpetuo de
Cataluña.
El
12 de marzo de 1.461, entre vítores y regalos, el Príncipe de Viana regresó a
Barcelona. Los catalanes recuperaban su soberanía y, por primera vez en muchos
años, el príncipe Carlos ocupaba el puesto que legítimamente le correspondía,
pero su satisfacción le duró apenas un suspiro. A comienzos de septiembre, tres
meses después de haberse instalado en el Palacio Real de Barcelona, cayó enfermo
y poco después murió. Los físicos declararon que la causa de su muerte había
sido una pleuresía, aunque corrían rumores que señalaban a su madrastra como la
responsable de un posible envenenamiento. Navarra y todos los reinos de Aragón
lloraron su pérdida. Su cuerpo fue velado durante doce días y después, en medio
de una interminable procesión de cirios y antorchas, fue trasladado a hombros
hasta la catedral de Santa Eulalia, donde miles de personas le rindieron
homenaje.
Juan
sin Fe y su mujer habían triunfado. Su hijo, don Fernando, fue jurado heredero
y lugarteniente de Cataluña, pero esto desató una guerra en toda regla que hizo
que el joven infante y su madre fueron sitiados en Gerona. Solo después de
cuatro meses, merced a la ayuda de los remensas, las tropas de Gaston de Foix
pudieron desbloquear el cerco de sus adversarios (1.462).
Mientras
tanto, por orden de su padre, la princesa Blanca, heredera de la corona de
Navarra, permanecía presa en Olite. El rey Luis XI de Francia, que a cambio de
los condados del Rosellón y la Cerdaña había entregado a Juan II doscientos mil
escudos de oro e infantes y caballería para la guerra en Cataluña, exigía que
la infanta renunciara a sus derechos y se recluyera en un convento, pero ella
se negaba a hacerlo y la infortunada reina sin reino fue entregada a su
envidiosa hermana, doña Leonor.
Navarra
no se recuperaría de aquello. Doña Blanca -la segunda de su nombre-, su
legítima reina, agonizaba en tierra extraña mientras los navarros se mataban
entre sí, defendiendo los derechos de un hombre capaz de repudiar a sus propios
hijos para robarles la herencia, y de una mujer capaz de ordenar la muerte de
su hermana para arrebatarle la corona (1.464).
Catorce
años después (1.479), rey Juan II de Aragón moría habiendo visto cumplidas
todas sus ambiciones. La Generalit de Cataluña, tras una década de luchas que había
arruinado tanto a nobles como a comerciantes y campesionas, había tenido que
rendirse, y su hijo Fernando, casado con su prima Isabel, era rey de Castilla
desde hacía cuatro años. Ahora, tal y como siempre deseo su madre, lo sería
también de la Corona de Aragón, y su hermanastra Leonor conservaría el trono de
Navarra solo hasta que llegara el momento de incorporar su pequeño reino a un
proyecto sin igual desde la época del rey Recaredo…
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