miércoles, 7 de marzo de 2018

STARDUST: un romance en los reinos de Faerie

Santander, 17 de agosto de 2.017



Hace un par de días visitamos la Biblioteca Central con nuestras sobrinas y cayó en nuestras manos un fantástico ejemplar ilustrado de "Stardust", un delicioso cuento de hadas para adultos escrito por Neil Gaiman, dibujado y pintado por Charles Vess. 



De su mano viajamos hasta una aldea situada junto a un bosque del país de las hadas para que Gaiman nos cuente la historia de una estrella caída, de una bruja mala y de un valiente joven que ansiaba conseguir lo que su corazón anhelaba...

Hace doscientos cincuenta años, en mitad de un gran bosque, en algún lugar de las Islas Británicas, había una pequeña aldea. Era un pueblo corriente. Se llamaba Wall y tenía un gran muro de piedra de unos dos metros y medio de altura en el que había un hueco a través del cual se podía ver un extenso prado verde y, más allá, una corriente de agua y un puñado de árboles junto a los que, de vez en cuando, podía adivinarse la silueta de algunas figuras extrañas que brillaban, centelleaban, tililaban y desaparecían. Aunque aquel prado era un prado completamente normal, los vecinos de Wall no solo evitaban llevar a sus animales a pastar en él, o usarlo para plantar nada, sino que además colocaban siempre junto a aquel estrecho paso a dos hombres del pueblo armados con porras de madera para asegurarse de que nadie lo atravesara.



Solo una vez cada nueve años, los aldeanos y los fantásticos seres que vivían más allá del muro, en el mágico reino de Faire, se mezclaban entre sí. Se organizaba entonces, en el mencionado prado, un mercado en el que se vendía todo tipo de prodigios, maravillas y milagros: ojos nuevos por viejos, instrumentos musicales de cien países, sueños embotellados, espadas de fortuna, varas de poder, anillos de eternidad, tarjetas de gracia, ungüentos, filtros, panaceas… La feria que se celebró en 1.720 fue similar a las demás…


Un joven del pueblo de unos dieciocho años conoció a un hada que trabajaba en una de las casetas del mercado. Ambos se sintieron atraídos nada más verse, y por la noche, cuando la luna ya se había ocultado, cayeron uno en brazos del otro e hicieron el amor.


No volvieron a verse, pero nueve meses después alguien dejó junto al muro un bebé con una nota dirigida al joven.
El muchacho crió al pequeño que, diecisiete años después, se había convertido en un adolescente al que, cuando el viento soplaba desde el reino de Faire, le gustaba tumbarse sobre la hierba, mirar las estrellas y soñar con fantásticos viajes a través del bosque para rescatar a hermosas princesas… A veces parecía saber más de lo que debería sobre determinados asuntos, aunque lo cierto era que, lo único que parecía haberse traído con él desde el otro lado del muro, era la capacidad de encontrar, sin equivocación, cosas perdidas o distantes.
Se llamaba Tristrán y estaba enamorado de una hermosa joven del pueblo a la que había conseguido arrancar un beso y la promesa de su mano o cualquier otra cosa que deseara a cambio de capturar para ella una estrella fugaz…
Tristrán apostaba sobre seguro, pues, mientras hablaba con Victoria, había visto como un fugaz meteorito atravesaba el cielo y caía al otro lado del muro.


Sin dudarlo ni un segundo, corrió a casa, cogió algunas cosas, y después, mediante faroles, sobornos y trucos, consiguió convencer a los guardas para que le dejaran atravesar el hueco que ellos custodiaban. No sabía cómo haría para encontrarla, pero, bajo la luz de la luna, mientras un viento cálido acariciaba su rostro, se dirigió hacia Faire en busca de su estrella fugaz…


Tristrán esperaba encontrar una especie de diamante, pero una explosión de luz había convertido a la estrella caída en una hermosa mujer de pelo rubio, casi blanco, vestida con centelleantes ropas de seda azul. El muchacho la encontró tirada en el suelo, con los ojos rojos e irritados. Se había hecho daño al caer del cielo, así que estaba de muy mal humor y refunfuñaba constantemente. El chico la sujetó con una cadena y le contó que, para cumplir la promesa de amor que había hecho, debía llevarla con él de vuelta a Wall, pero ella aseguró que no le ayudaría de ningún modo y que haría todo lo posible por frustrar sus planes.


Sin embargo, una estrella caída era algo de gran valor en los reinos de Faire: los Señores de Stormhold la buscaban para cumplir los términos del testamento de su difunto padre y hacerse con el trono del reino, mientras las hermanas Lilim -las reinas brujas-, pretendían capturarla y utilizar su corazón ardiente para formular un hechizo que remediara todos los males de la edad.

  

La vida de la estrella corría peligro y Tristrán era el único que podía protegerla. La luna le había hablado en sueños: “Por favor, protege a mi niña: quieren hacerla daño…”.


Él había capturado a la estrella, convirtiéndose en su dueño y ofendiéndola con su comportamiento, pero, al mismo tiempo, le había salvado la vida.
Ella  le odiaba por ello, pues, conforme a las leyes de los suyos, merced a ese gesto, ambos se habían convertido en responsables el uno del otro para siempre.


La estrella prefiriría tener que pasar el resto de sus días encadenada a un lobo, o a un cerdo apestoso, que estar a su lado, pero él, después de disculparse por haberla encadenado, le propuso volver a empezar desde el principio, y, sin saber que el destino de cualquer estrella caída que llegara al mundo del otro lado del muro era convertirse en un triste pedazo de roca metálica, fría y muerta, le prometió que, después de presentarle a su amada Victoria, le ayudaría a regresar al cielo para que volviera a iluminar la oscura noche.
Hicieron las paces y a regañadientes se presentaron de nuevo. La estrella se llamaba Yvaine, y era una estrella de la tarde… Juntos recorrieron los reinos de Faire de este a oeste, caminando al borde de la muerte, hasta alcanzar el muro que separaba las Tierras de Más Allá de la aldea de Wall.


Tristrán se acercó a la entrada del muro desde el lado de Faire por segunda vez en su vida, con la estrella a su lado, cogida de su mano, pero, al saludar educadamente a los guardas que la custodiaban, estos les cerraron el paso.
No les quedó más remedio que volver al prado en el que un batiburrillo de variopintos personajes estaba levantando los tinglados y tenderetes del Mercado Mágico que iban a inaugurar al día siguiente y, por un instante, Tristrán tuvo la extraña sensación de que tenía más cosas en común con aquellas peculiares criaturas que con las pálidas gentes de su Wall.

Reconoció, con pavor, que había olvidado el color de los ojos de Victoria, y que Yvaine había dejado de ser una cosa que pudiera pasar de mano en mano para convertirse en una persona de verdad, una hermosa mujer a la que había comenzado a amar.


Llovía torrencialmente cuando la estrella le confesó que si cruzaba el muro se convertiría en una fría piedra, pero él le prometió que se quedaría a su lado para siempre, en los mágicos mundos de Faire.
Compartieron el resto de sus vidas y fueron felices juntos…


Todos los amantes llevan a un loco en el corazón, y en la cabeza a un juglar.

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