Santander, 17 de agosto de 2.017
Hace un par de días visitamos la
Biblioteca Central con nuestras sobrinas y cayó en nuestras manos un fantástico
ejemplar ilustrado de "Stardust", un delicioso cuento de hadas para
adultos escrito por Neil Gaiman, dibujado y pintado por Charles Vess.
De su mano viajamos hasta una aldea
situada junto a un bosque del país de las hadas para que Gaiman nos cuente la
historia de una estrella caída, de una bruja mala y de un valiente joven que
ansiaba conseguir lo que su corazón anhelaba...
Hace
doscientos cincuenta años, en mitad de un gran bosque, en algún lugar de las
Islas Británicas, había una pequeña aldea. Era un pueblo corriente. Se
llamaba Wall y tenía un gran muro de piedra de unos dos metros y medio de
altura en el que había un hueco a través del cual se podía ver un extenso prado
verde y, más allá, una corriente de agua y un puñado de árboles junto a los
que, de vez en cuando, podía adivinarse la silueta de algunas figuras extrañas
que brillaban, centelleaban, tililaban y desaparecían. Aunque aquel prado era
un prado completamente normal, los vecinos de Wall no solo evitaban llevar a
sus animales a pastar en él, o usarlo para plantar nada, sino que además
colocaban siempre junto a aquel estrecho paso a dos hombres del pueblo armados
con porras de madera para asegurarse de que nadie lo atravesara.
Solo
una vez cada nueve años, los aldeanos y los fantásticos seres que vivían más
allá del muro, en el mágico reino de Faire, se mezclaban entre sí. Se organizaba
entonces, en el mencionado prado, un mercado en el que se vendía todo tipo de prodigios,
maravillas y milagros: ojos nuevos por viejos, instrumentos musicales de cien países,
sueños embotellados, espadas de fortuna, varas de poder, anillos de eternidad,
tarjetas de gracia, ungüentos, filtros, panaceas… La feria que se celebró en
1.720 fue similar a las demás…
Un
joven del pueblo de unos dieciocho años conoció a un hada que trabajaba en una
de las casetas del mercado. Ambos se sintieron atraídos nada más verse, y por
la noche, cuando la luna ya se había ocultado, cayeron uno en brazos del otro e
hicieron el amor.
No
volvieron a verse, pero nueve meses después alguien dejó junto al muro un bebé
con una nota dirigida al joven.
El
muchacho crió al pequeño que, diecisiete años después, se había convertido en
un adolescente al que, cuando el viento soplaba desde el reino de Faire, le
gustaba tumbarse sobre la hierba, mirar las estrellas y soñar con fantásticos
viajes a través del bosque para rescatar a hermosas princesas… A veces parecía
saber más de lo que debería sobre determinados asuntos, aunque lo cierto era
que, lo único que parecía haberse traído con él desde el otro lado del muro, era
la capacidad de encontrar, sin equivocación, cosas perdidas o distantes.
Se
llamaba Tristrán y estaba enamorado de una hermosa joven del pueblo a la que había
conseguido arrancar un beso y la promesa de su mano o cualquier otra cosa que
deseara a cambio de capturar para ella una estrella fugaz…
Tristrán
apostaba sobre seguro, pues, mientras hablaba con Victoria, había visto como un
fugaz meteorito atravesaba el cielo y caía al otro lado del muro.
Sin
dudarlo ni un segundo, corrió a casa, cogió algunas cosas, y después, mediante
faroles, sobornos y trucos, consiguió convencer a los guardas para que le dejaran
atravesar el hueco que ellos custodiaban. No sabía cómo haría para encontrarla,
pero, bajo la luz de la luna, mientras un viento cálido acariciaba su rostro,
se dirigió hacia Faire en busca de su estrella fugaz…
Tristrán
esperaba encontrar una especie de diamante, pero una explosión de luz había
convertido a la estrella caída en una hermosa mujer de pelo rubio, casi blanco,
vestida con centelleantes ropas de seda azul. El muchacho la encontró tirada en
el suelo, con los ojos rojos e irritados. Se había hecho daño al caer del cielo,
así que estaba de muy mal humor y refunfuñaba constantemente. El chico la
sujetó con una cadena y le contó que, para cumplir la promesa de amor que había
hecho, debía llevarla con él de vuelta a Wall, pero ella aseguró que no le
ayudaría de ningún modo y que haría todo lo posible por frustrar sus planes.
Sin
embargo, una estrella caída era algo de gran valor en los reinos de Faire: los
Señores de Stormhold la buscaban para cumplir los términos del testamento de su
difunto padre y hacerse con el trono del reino, mientras las hermanas Lilim -las
reinas brujas-, pretendían capturarla y utilizar su corazón ardiente para
formular un hechizo que remediara todos los males de la edad.
Él
había capturado a la estrella, convirtiéndose en su dueño y ofendiéndola con su
comportamiento, pero, al mismo tiempo, le había salvado la vida.
Ella
le odiaba por ello, pues, conforme a las
leyes de los suyos, merced a ese gesto, ambos se habían convertido en
responsables el uno del otro para siempre.
La
estrella prefiriría tener que pasar el resto de sus días encadenada a un lobo,
o a un cerdo apestoso, que estar a su lado, pero él, después de disculparse por
haberla encadenado, le propuso volver a empezar desde el principio, y, sin
saber que el destino de cualquer estrella caída que llegara al mundo del otro lado
del muro era convertirse en un triste pedazo de roca metálica, fría y muerta,
le prometió que, después de presentarle a su amada Victoria, le ayudaría a
regresar al cielo para que volviera a iluminar la oscura noche.
Hicieron
las paces y a regañadientes se presentaron de nuevo. La estrella se llamaba
Yvaine, y era una estrella de la tarde… Juntos recorrieron los reinos de Faire
de este a oeste, caminando al borde de la muerte, hasta alcanzar el muro que
separaba las Tierras de Más Allá de la aldea de Wall.
Tristrán
se acercó a la entrada del muro desde el lado de Faire por segunda vez en su
vida, con la estrella a su lado, cogida de su mano, pero, al saludar
educadamente a los guardas que la custodiaban, estos les cerraron el paso.
No
les quedó más remedio que volver al prado en el que un batiburrillo de
variopintos personajes estaba levantando los tinglados y tenderetes del Mercado
Mágico que iban a inaugurar al día siguiente y, por un instante, Tristrán tuvo
la extraña sensación de que tenía más cosas en común con aquellas peculiares criaturas
que con las pálidas gentes de su Wall.
Reconoció,
con pavor, que había olvidado el color de los ojos de Victoria, y que Yvaine
había dejado de ser una cosa que pudiera pasar de mano en mano para convertirse
en una persona de verdad, una hermosa mujer a la que había comenzado a amar.
Llovía
torrencialmente cuando la estrella le confesó que si cruzaba el muro se
convertiría en una fría piedra, pero él le prometió que se quedaría a su lado
para siempre, en los mágicos mundos de Faire.
Compartieron
el resto de sus vidas y fueron felices juntos…
Todos
los amantes llevan a un loco en el corazón, y en la cabeza a un juglar.
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