domingo, 14 de octubre de 2018

EL PEQUEÑO SALVAJE: una fiera amaestrada

Santander, 27 de septiembre de 2.018


En 1.970, Fraçois Truffaut dirigió y protagonizó “El pequeño salvaje”, película rodada en blanco y negro que narra una historia auténtica que comenzó en el verano de 1.798 en un bosque francés de la región de Aveyro, próxima a Toulouse…



Allí, tres cazadores de una aldea próxima, pensando que se trataba de una bestia, habían dado caza a un niño desnudo, de unos doce o trece años, que había crecido completamente solo, alimentándose a base de bellotas y raíces, y refugiándose en madrigueras (Jean-Pierre Cargol).


Era casi mudo y sordo, y en él se invertía el orden natural de los sentidos: el más desarrollado era el olfato, y le seguían el gusto, la vista y el tacto.

Fue trasladado a París, internado en el Instituto de Sordomudos de la capital francesa y examinado por el doctor Philippe Pinel (Jean Dasté), experto en el estudio y tratamiento de las enfermedades mentales, quien concluyó que, debido a algún tipo de anormalidad, alguien había intentado deshacerse de él degollándolo con un cuchillo cuando tenía tres o cuatro años y después lo había dejado abandonado en el bosque. Milagrosamente, el pequeño había sobrevivido, pero el aislamiento en el que había crecido desde entonces había provocado su mudez. Su aspecto exterior no era diferente al de otros niños, pero su comportamiento no difería en nada al de cualquiera de los idiotas ingresados en su manicomio de Bicêtre.

El chico se convirtió en una especie de monstruo de feria expuesto a la visita de multitud de curiosos que acudían al centro en el que estaba internado solo para verle. El doctor Pinel creía que lo mejor para el muchacho y para el resto de niños sordomudos ingresados junto a él, era trasladarlo a un centro de internamiento psiquiátrico.


El joven doctor Jean Icard (Fraçois Truffaut), por el contrario, pensaba que el chico no era un idiota, sino una criatura que había tenido la desgracia de pasar seis, siete u ocho años solo en el bosque, y que este aislamiento era el que había provocado su anormalidad. El estado le concedió su custodia y se lo llevó a su casa para tratar de determinar el grado de inteligencia y la clase de ideas que era capaz de desarrollar un adolescente que había vivido siempre separado de los miembros de su especie. Su ama de llaves, madame Guérin, se encargó de atenderle, cuidarle y educarle, mientras él supervisaba su readaptación y elaboraba un informe en el que exponía con enorme rigor sus observaciones.


Al principio, el niño era insensible a cualquier tipo de manifestación afectiva, pero las atenciones recibidas hicieron que, poco a poco, su sociabilidad mejorara.
El doctor Icard pretendía enseñarle a hablar, y para ello intentó aprovechar algunas de sus singularidades y fortalezas, como su pasión por el orden, pero pasar del dibujo de un objeto a su representación alfabética suponía una dificultad inmensa e insuperable para un chico al que habían llamado Víctor.

Ante los pocos progresos observados, dando por perdido el tiempo empleado y dispuesto a abandonar la tarea que se había impuesto, Icard lamentaba a menudo haberle conocido y la esteril curiosidad de quienes le arrancaron de su vida inocente y dichosa, pero no tardó en asumir que, si no estaba siendo comprendido por su alumno, la culpa era suya, y no de aquel. Se propuso encontrar un método afín a las facultades del niño, aún embotadas, con el cual cada dificultad vencida lo pusiera al nivel de la que debía vencer a continuación.



Utilizó métodos basados en la repetición, el condicionamiento y la modificación de conducta. Y le propuso retos, de manera que, cuando acertaba le gratificaba y cuando fallaba le castigaba. De este modo consiguió que el chico le obedeciera, aunque lo hacía solo por temor o por la esperanza del premio, y no por una razón desinteresada. Castigándole sin motivo consiguió que se rebelara, probando que el chico había desarrollado el sentido de la justicia, elevándole así a una categoría moral superior.


Nueve meses después de llegar a su casa, Víctor poseía el libre ejercicio de todos sus sentidos y daba pruebas continuas de atención y memoria: podía comparar, discernir y juzgar, aplicando su entendimiento a los objetos relativos a su instrucción…

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