Santander, 26 de junio de 2.016
En Nápoles, los franceses superaban en número a las tropas aragonesas. Poseían artillería y estaban mejor pertrechados. Sin refuerzos, ni siquiera la pericia de don Gonzalo de Córdova podría evitar que les echasen de allí.
Isabel y Fernando sabían que no podían confiar en su yerno Felipe, más su amistad con el rey de Francia era un hecho. Tal vez él pudiese convertirse en su mejor embajador... Tras la muerte en extrañas circunstancias de su principal consejero -el arzobispo Busleyden-, el archiduque sentía que ya no podía confiar en nadie y que su vida corría peligro en Castilla. Juana permanecería en la península mientras él partía para negociar la paz con Luis XII. Prometería al francés unas condiciones que los reyes de Aragón no pretendían cumplir. Mientras, ellos ganarían tiempo y se prepararían para la guerra...
Mientras tanto, recluida en sus habitaciones por voluntad propia, la infanta parecía haber perdido la razón. Ofendía a sus padres, había dejado de comer y amenazaba con quitarse la vida si no la dejaban partir junto a su esposo. Su rabia y su angustia nacían de su soledad. Cuanto mayor era la distancia que la separaba de Felipe, mayor era su desvelo: temía lo que pudiese hacer lejos de ella, pero no era eso lo que menoscababa su juicio sino su ausencia. Cuando él no estaba a su lado ella sentía que no valía nada. Si le perdiera, más la valdría morir que tener que soportar su muerte. Sus miserias eran cuestión de estado: Felipe parecía haber poseído su espíritu...
Antes de regresar a Flandes, el archiduque había rubricado en Francia un acuerdo que sólo favoreía al rey Luis y a sí mismo, probando su vileza y traicionando la confianza que sus Católicas Majestades habían depositado en él. Juana debería permanecer en Castilla, junto al niño al que acababa de dar a luz, hasta que se convenciese de que sólo ella estaba destinada asumir el gobierno de sus reinos.
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