Santander, 26 de junio de 2.016
El Señor quiso llevarse para sí al amado hijo de sus Católicas Majestades -don Juan, Príncipe de Asturias-, y tras de él a la serenísima reina y princesa doña Isabel y también a su hijo legítmo, el ilustrísimo príncipe don Miguel, que debiera de haber sido el heredero de sus reinos y señoríos.
Los archiduques de Flandes debían presentarse ante las cortes peninsulares para jurar las leyes de Castilla y Aragón y convertirse en Príncipes de Asturias. Viajaron por tierra y visitaron la corte del rey francés. Sus Católicas Majestades se sintieron ofendidas y no acudieron a recibirles a Fuenterrabía, devolviendo así el agravio al archiduque Felipe, pero también a su esposa. Su encuentro en palacio fue tenso y frío...
Durante su estancia en la península, Isabel y Fernando tratarían de liberar a la desdichada Juana de la nefasta influencia de su esposo pero el enfrentamiento con su hija parecía inevitable.
El 22 de mayo de 1.502 la providencia condujo a los archiduques de Flandes ante las cortes castellanas, convocadas en la catedral de Toledo y presididas por don Diego Pacheco, para que la princesa Juana fuese reconocida como princesa de Asturias junto a su esposo, y príncipe consorte, don Felipe.
Los jóvenes príncipes ansiaban regresar a Flandes pero aún habían de jurar las leyes de Aragón. Isabel y Fernando tenían un deber: hacer de su hija la mejor reina posible, y para ello habrían de retenerla en Castilla. Tal vez no estuviese llamada a continuar su obra pues su esposo parecía nublar su mente y dominar su voluntad... Si Juana pretendía gobernar debería encontrar el modo de hacer valer su buen juicio.
Poco después, las cortes de Aragón se reunieron en la Seo de Zaragazo para jurar a Juana y Felipe como príncipes del reino, pero Fernando hubo de regresar precipitadamente a Castilla pues su amada esposa estaba gravemente enferma: si Isabel moría los reinos de Castilla y Aragón volverían a darse la espalda, pues su corona pasaría a manos de un traidor afín a los franceses...
La corte entera rezó por ella y Dios escuchó sus plegarias: fue benévolo y aún le dio tiempo de encauzar el porvenir de su reino. Ella confiaba en su marido y nada habría de desviar el rumbo que juntos habían encauzado para Castilla.
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