jueves, 20 de julio de 2017

EL CID: el infanzón que cambió su destino...

Santander, 10 de julio de 2.017


En el año 2.000 José Luis Corral convirtió a Diego de Ubierna en cronista de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar. Hijo pequeño de un infanzón de Ubierna heredero de alguno de aquellos hombres libres que, varias generaciones antes, alentados por los condes de Castilla, habían abandonado las montañas del norte para poblar el llano, creció junto a los monjes del cenobio de San Pedro de Cardeña, aprendiendo a leer y escribir mientras la chiquillada de su aldea soñaba con conseguir fortuna y riquezas guerreando con los sarracenos en la frontera...


Sancho el Mayor fue rey de Pamplona por herencia paterna, pero después ganó otros muchos territorios que incorporó a su corona. Estuvo a punto de conseguir unir bajo su cetro todos los reinos y estados cristianos peninsulares. Sin embargo, tras su muerte (1.035), conforme a la práctica del derecho sucesorio navarro, que no permitía la segregación del patrimonio recibido del padre pero sí de lo ganado en vida, sus dominios se dividieron entre sus cuatro hijos: a García le correspondió el reino de Pamplona, a Fernando el condado de Castilla, a Ramiro el de Aragón y a Gonzalo los de Sobrarbe y Ribagorza...

Fernando conquistó la corona de León. Se convirtió en el más poderoso de sus hermanos y a cambio de una paz muy vigilada, sometió a los musulmanes -divididos por entonces en pequeños reinos de taifas-, al pago de golosos tributos que pasaron a engrosar sus arcas y le permitieron construir iglesias, monasterios, hospitales, castillos y fortalezas. Cuanto más se debilitaba el islam, más fuerte se hacía la cristiandad...

Corrían los últmos días del año 1.063 cuando Diego de Ubierna conoció a Rodrigo Díaz de Vivar. Tenía catorce años y llevaba seis recluido entre los muros del monasterio de San Pedro de Cardeña Corrían cuando se convirtió en escudero del Cid...
Rodrigo no destacaba ni por su estatura, ni por el volumen de su cuerpo, fuerte y robusto, pero no hercúleo. Sin embargo, su profunda mirada, sus labios finos, su nariz recta y ligeramente alargada, y sus cabellos castaños y ondulados, le conferían un aspecto noble y distinguido. Su padre había muerto y él se había covertido en señor de Vivar. En breve partiría hacia León para asistir a una curia real, y necesitaba un escudero que fuera a la vez escribano y notario. A cambio de sus servicios le ofrecería comida, ropa y una mula. Diego habría de prestarle vasallaje, pero a cambio gozaría de los privilegios propios del hijo de un infanzón: ¿cómo rechazar una propuesta así?

El futuro Campeador había heredado todos los feudos y posesiones de su padre situados al norte de la ciudad de Burgos: tierras de trigo y centeno emplazadas en torno a Vivar, una pequeña aldea recostada sobre una amplia vaguada, a la vera del camino hacia las tierras montañosas del norte, rodeada de colinas y páramos en cuyas laderas cazaban los azores y los gavilanes. Aquellas extensas llanuras, abrasadas por el sol en verano y congeladas por el hielo en invierno, de amplios horizontes y difícil defensa, habían contribuido a forjar el aguerrido y firme espíritu castellano. Allí los hombres solo estaban dispuestos a someterse a Dios y a su rey. De una manera u otra, todos se consideraban nobles, aunque la nobleza del reino estuviera dividida en dos facciones: los descendientes de los primeros condes, dueños y señores de extensas haciendas, siempre próximos al rey y consejeros suyos, y los infanzones, nobles de una categoría inferior, deseosos de alcanzar fama, gloria y fortuna pese a su escasa participación en la corte, que solo de manera extraordinaria conseguían hacerse un hueco entre la alta nobleza.

El rey Fernando había convocado una curia en León para explicar su testamento. Tras años de largas campañas, parecía agotado. Su vida se apagaba poco a poco y pretendía resolver la división de sus dominios entre sus hijos: a Sancho, el primogénito, le corresponderían Castilla, el vasallaje de Pamplona y las parias del reino de Zaragoza, a Alfonso, León, y al joven y delicado García el nuevo reino de Galicia, mientras que las infantas Urraca y Elvira habrían de conformarse con algunas fortalezas y villas y el señorío de los monasterios del reino y sus grandes rentas.

La monarquía y la alta nobleza eran dos facciones enfrentadas. El futuro rey de Castilla necesitaría caballeros que le ayudaran en su noble empeño de engrandecer el reino. Rodrigo era consciente de que aquel era un buen momento para ascender en la corte y no dudó en unirse a las huestes del infante Sancho. Sus escaramuzas corrieron de boca en boca por toda la corte y llegaron a oídos del rey Fernando, pero este no quiso significarle por encima de otros caballeros, pues recelaba de la alta nobleza leonesa y gallega, que seguía sin digerir que fuera un castellano quien gobernara sobre ellos y añoraba aquella época en que Castilla no era más que un simple condado sometido a su rey.

Mediada la primavera de 1.065, las tropas castellanas se vieron obligadas a interrumpir el asedio a Valencia para regresar a León portando el cuerpo moribundo de un rey al que solo el peso de los años pudo derrotar. Tras la muerte de don Fernando, sus hijos fueron proclamados reyes, pero Rodrigo sabía que Sancho jamás se resignaría a aceptar las últimas voluntades de su padre. A diferencia de sus hermanos, que configuraron sus respectivas cortes con los personajes más poderosos e influyentes de sus reinos, él se rodeó solo de los más válidos: caballeros fieles y valerosos dispuestos a ayudarle a unificar de nuevo las tres coronas.


El de Vivar, convertido en portaestandarte real, no tardó en partir junto al rey Sancho de Castilla hacia la Rioja para llevar a cabo una campaña de reconocimiento por la comarca navarra, fértil y próspera, situada entre la sierra de la Demanda y Nájera, regada por el río Ebro y atravesada por el camino de los peregrinos y la ruta hacia Zaragoza. Él
 y su primo, Sancho de Navarra, se estaban disputando el dominio de Pazuengos, una pequeña villa detrás de la cual podría caer toda La Rioja. Para no librar una cruenta batalla recurrieron al 'juicio de Dios'. La ordalía era una costumbre recogida en el derecho y las costumbres de los reinos cristianos que les permitía dirimir sus diferencias y defender sus derechos mediante el enfrentamiento de dos hombres en un combate cuerpo a cuerpo de mortales consecuencias. Rodrigo defendió los derechos de Castilla y a fe que lo hizo bien: venció al paladín navarro y Pazuengos pasó a manos castellanas. Poco después, merced a su habilidad en la lucha cuerpo a cuerpo, la taifa de Zaragoza rindió vasallaje a don Sancho, lo cual no hizo sino alentar el odio de sus vecinos cristanos. Los juglares empezaban a glosar sus hazañas y ya se referían a él como 'el Campeador'.

Tras la muerte de su madre, doña Sancha, don Sancho se sentió libre para reinvidicar para sí mismo toda la herencia paterna. Su hermano García tenía dificultades para gobernar su reino: un conde de la región de Braga se había rebelado contra él, poniéndole en aprietos. El rey de Castilla no podía consentir que su familia perdiese el control de Galicia, así que convocó en Burgos al de León y juntos acordaron que su ejército ocupara los territorios de García para despojar a este del trono y compartir la mitad de su reino con don Alfonso. Así se hizo: durante la primavera y verano de 1.071, las tropas castellanas, comandadas por Rodrigo, recorrieron las aldeas y ciudades de Galicia y estas se fueron entregando, una a una, sin presentar apenas resistencia, mientras su rey huía para esconderse en la lejana taifa de Sevilla.

El gobierno de Galicia compartido entre dos reyes hermanos resultó ser una utopía. Los nobles gallegos no sabían a cual de los dos monarcas rendir pleitesía, a quien pagar los tributos, ni a quien jurar vasallaje. La situación era insostenible así que don Sancho, que ansiaba reunificar todos los dominios de su padre y aunar bajo su corona todas las tierras comprendidas entre el río Ebro y el gran océano, acordó con su hermano Alfonso dirimir sus diferencias en una batalla que habría de celebrarse en los llanos de Golpejera. Las tropas leonesas doblaban en número a las castellanas pero estas, comandadas por Rodrigo, se alzaron con la victoria. El 12 de enero de 1.072, antes de visitar la basílica de San Isidoro y orar un buen rato ante la tumba de sus padres, mientras su hermano era exhibido, cargado de cadenas, en la plaza del mercado, Sancho de Castilla se coronó rey de León.
Don Alfonso, que se negaba a renunciar a los derechos que le legó su padre, fue exiliado al reino de Toledo, pero algunos de sus partidarios buscaron refugio en Zamora, junto a la infanta Urraca. Parapetados tras sus murallas, los rebeldes leoneses se hicieron fuertes y manifestaron su desobediencia a don Sancho, que partió desde Burgos, de manera precipitada, dispuesto a sofocar la revuelta. Sus tropas cercaron la ciudad preparando un sitio que se habría prolongado indefinidamente si él no hubiera sido atacado a traición:


¡Rey don Sancho, rey don Sancho!, no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora un alevoso ha salido;
llámase Vellido Dolfos, hijos de Dolfos Vellido,
cuatro traiciones ha cometido, y con esta serán cinco.
Sin gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo.
Grits dan en el real: ¡A don Sancho han malherido!
Muerto le ha Vellido Dolfos, ¡gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto, metiose por un postigo,
por las calles de Zamora va dando voces y gritos:
¡tiempo era, doña Urraca, de cumplir lo prometido!
(Romancero)

Don Sancho murió sin descendencia. Su hermano Alfonso recuperó la corona de León y, junto a ella, las de Castilla y Galicia. Él era el heredero legítimo y a él debían lealtad todos los caballeros del reino. El ingenuo don García regresó de Sevilla para reclamar su trono pero fue apresado y encerrado en un castillo de la montaña leonesa del que no volvió a salir nunca más.
De un día para otro Rodrigo se encontró compartiendo señor con los condes leoneses a los que había derrotado en el campo de batalla. El rey parecía ignorarle. Hasta entonces había obrado como un buen vasallo, siempre dispuesto a defender a su soberano, ya fuera este don Fernando, don Sancho o don Alfonso, pero algo había cambiado en su manera de entender la relación que mantenía con ellos, pues había comprendido que estos, como seres humanos que son, atienden más a sus intereses que a los de su reino.


Don Alfonso contrajo matrimonio con doña Inés de Aquitania e 'invitó' a hacerlo a Rodrigo con doña Jimena, una prima lejana, hija de un conde asturiano al que quería satisfacer. La unión de una noble leonesa y un infanzón castellano simbolizaba la armonía que habría de regir en el futuro entre los reinos de León y Castilla. 
Entonces Rodrigo era ya un hombre rico, con muchas propiedades dispersas por media Castilla, al que los juglares comenzaban a comparar con los héroes antiguos. El rey le había concedido riquezas, le había buscado una buena y bella esposa y lo había distinguido permitiéndole actuar como juez en algunos pleitos. Pese a las injurias de sus rivales parecía que empezaba a ganarse la amistad y el respeto de don Alfonso, pero entre los miembros de la corte tenía muchos y poderosos enemigos: los condes leoneses Pedro Ansúrez y Martín Alonso no le perdonban que en el pasado los hubiera humillado, y los condes castellanos -sobre todo García Ordóñez y Gómez González-, envidiaban sus éxitos militares, su predisposición a combatir por Castilla y su inigualable pericia con las armas.
Mientras sus adversarios aprovechaban cualquier ocasión para conspirar contra él y tratar de enemistarle con su rey, él había configurado en torno a sí una extraordinaria mesnada de al menos sesenta caballeros, todos ellos hijos de modestos hidalgos, con escasas heredades, pero forjados en la ambición de ganar fama y fortuna mediante el esfuerzo personal y el sacrificio: guerreros habituados a la dura vida en los límites entre la cristiandad y el islam, acostumbrados al fragor de la pelea, a la incertidumbre del mañana y a ganarse el pan con la espada y la lanza.

El Campeador permanecía ajeno a las conjuras que se levantaban contra él, confiando en que su valía personal y sus servicios a la Corona fueran garantía suficiente para mantener el favor del rey, pero llegó el día en que don Alfonso, alentado por sus enemigos, consideró que la fugaz incursión que sus huestes habían llevado a cabo en tierras musulmanas para proteger a sus vasallos había constituido un desacato y un desaire a la Corona. Alegando que Rodrigo había atacado tierras de un aliado y vasallo de Castilla le hizo saber que en el plazo de nueve días, a contar desde el primero de julio de 1.081, debía salir de sus tierras y abandonar todos sus estados para no volver a ellos hasta obtener su perdón.

Rodrigo y sus huestes no podían marchar a Aragón, ni Toledo, ni Badajoz, ni Granada... Pese a haber sido injustamente expulsados de Burgos, estaban dispuestos a luchar con cualquiera salvo con el rey de Castilla. El rey de Zaragoza, al-Mutamín, no dudó en contratar sus servicios.

La conquista de Toledo por parte del rey don Alfonso supuso el principio del fin del dominio musulmán en la península, cuyos reyezuelos, enfrascados en infinitas guerras intestinas, agotaban día a día las pocas energías que aún conservaban de los gloriosos tiempos de los califas cordobeses. El terror se extendió por sus dominios y muchos de ellos, conscientes de la imposibilidad de vencer a los cristianos, y ante el temor de que estos los fueran estrangulando uno a uno, se unieron para luchar contra las tropas de don Alfonso y comenzaron a valorar la posibilidad de pedir ayuda a los almorávides, un movimiento religioso, militar y político que pretendía recuperar los valores originales del islam y cuyos dominios se extendían desde el centro de África hasta las costas del estrecho de Gibraltar.
Los reyes de Sevilla, Badajoz, Granada y Córdoba sellaron un pacto del que Zaragoza se mantuvo al margen, pues su rey se negaba a someterse al dictado de los almorávides. Las mesnadas del Cid habían contribuido a defender su independencia pero al-Mutamín siempre fue consciente de que, si un día los castellanos atacaban sus tierras, el corazón de Rodrigo se debatiría entre la amistad que les unía a ambos y la fidelidad a su rey. Su reinado duró poco más de tres años y tras su muerte, su hijo (al-Mustain), se negó a pagar parias a don Alfonso y reclamó para sí la corona de Valencia: la guerra estaba servida... Las tropas castellanas cercaron la ciudad de Zaragoza y Rodrigo y sus hombres, conforme a lo que en su día acordaron con al-Mutamin, pidieron permiso a su hijo para retirarse y mantenerse neutrales mientras su enfrentamiento se dilucidaba.

La situación de Zaragoza no era nada halagüeña: estaba aíslada y sola. Al-Mustain era el único rey musulmán que se había negado a pactar con los almoravides, quienes habían cruzado el estrecho y derrotado a las tropas de don Alfonso en la batalla de Sagrajas (1.086). Las taifas musulmanas habían recobrado el espíritu de lucha, pero consideraban al hijo de al-Mutamín un traidor y se sentían con derecho a ocupar su reino. Además, los reinos de León y de Castilla se sentían amenazados y parecía que don Alfonso estaba dispuesto a ceder al rey de Aragón los derechos de conquista de sus territorios a cambio de futuros auxilios y alianzas.


Si los almorávides decidían avanzar sería muy dificil detenerlos: don Alfonoso iba a necesitar a todos sus hombres para luchar contra los infieles... Rodrigo respondió a la llamada de su rey, que le concedió licencia para conquistar todas las tierras, ciudades y castillos que pudiera en tierras de moros de manera que pasaran a ser integramente suyas con carácter hereditario. Regresó a Castilla pero
 un nuevo desencuentro con el rey hizo que algo cambiase en su interior. Después de más de veinte años luchando para otros, siempre a las órdenes de soberanos que, en muchas ocasiones, no certificaban más méritos para serlo que haber nacido en una regia cuna, se juró a sí mismo que nunca más obedecería a otro señor que no fuera él mismo, atendiendo tan solo a su razón y a sus propios intereses. Y así fue...

Cuando el Cid conquistó Valencia (1.094), no rendía pleitesía a nadie, y nadie estaba por encima de él. Rodrigo Díaz de Vivar murió en la capital levantina el 10 de julio del año 1.099, convertido en prototipo del caballero de frontera de la segunda mitad del siglo XI que en una época de guerras fronterizas lucha por cambiar su destino...


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