Santander, 24 de julio de 2.018
Hay libros que los abuelos leen a sus
nietos antes de que los niños se duerman, y hay libros que los nietos leen a
sus abuelos para que ellos también puedan dormirse y soñar cosas bonitas…
En 1.986, el italiano Francesco Altan
escribió uno de estos cuentos: “El abuelo no tiene sueño”.
Los
libros sirven para que las mamás, los papás o los abuelos se los lean a los
niños cuando se van a la cama y ellos, poco a poco, cierren los ojos y empiecen
a soñar, pero quién ayuda a dormir al papá, a la mamá o al abuelo…
El
abuelo de Arturo dice que no duerme nunca, pero la señora Patazas le ha
asegurado que, si le lee el libro que le ha regalado, se pondrá a roncar como
una trompeta. Su título es: “Libro de cuentos pequeño para un abuelo sin sueño”,
Hace
muchos, muchísimos años, cuando todos los abuelos eran pequeños, había un
enorme castillo sobre la montaña. En él vivía un príncipe que tenía dos manos y
una motocicleta roja. Se pasaba el día entero corriendo por su habitación con
la moto y se divertía muchísimo, pero un día la moto se paró y no hubo manera
de volver a ponerla en marcha. El príncipe llamó a los mejores mecánicos del
reino, pero no pudieron hacer nada.
-Está rota y no se puede arreglar-, dijeron todos.
Así
que el príncipe empezó a aburrirse. Estaba todo el día asomado a la ventana sin
hacer otra cosa que mirar y mirar, y cada vez estaba más triste.
Por
fin, un día, un hipopótamo llegó volando hasta su ventana y se posó en el
alfeizar. Se llamaba Zumbo y traía una carta para él:
Querido príncipe:
He
sabido que estás triste porque no sabes qué hacer y te aburres. Si vienes a
buscarme, podremos correr con mi moto por el desierto y la selva. Adiós.
La princesa de África
P.D. Mi moto es azul.
-¡Quiero
ir a África! -le dijo al hipopótamo-. ¿Está lejos?
-Bastante
-respondió el hipopótamo-, pero en moto se llega enseguida.
-¡La
mía está rota!-, se lamentó el príncipe.
-¿Por
qué no vas a pie? -sugirió Zumbo-. Solo necesitarías siete pares de botas y
unas pocas ganas de correr.
-¡Buahhh…!
-se lamentó el príncipe-. ¡Yo solo tengo dos pares de botas!
Entonces,
lo que hizo el príncipe fue tomar un tren que llegaba hasta África. Allí hacía
un calor tremendo y el sol abrasaba, así que se puso en la cabeza un sombrero
con un gran lazo.
-¡Es
el lazo más bonito del mundo! Cuando llegue a donde está la princesa se lo
regalaré-, pensó.
Por
la tarde, el sol se ocultó detrás de las palmeras. El cielo estaba lleno de
estrellas enormes: ¡cuatro bastaban para llenarlo por completo! El tren se
detuvo. El príncipe encendió un buen fuego y se puso a conversar con el
conductor, pero este estaba muy cansado y al cabo de un momento empezó a
roncar. Cuando él también estaba a punto de quedarse dormido, oyó un extraño
rumor que venía de la copa del enorme árbol que se extendía sobre sus cabezas,
como un gran paraguas. Miró hacia arriba y vio un simpático mono que se acercó
a él y le susurró al oído:
-Los enemigos de la princesa no quieren que la
conozcas. Por eso, para que no llegues hasta ella, mañana a mediodía intentarán
detener el tren.
Después
le dio un beso en la mejilla:
-Te
lo envía la princesa-, dijo, y desapareció.
A
la mañana siguiente, cuando se despertaron, el tren se puso en marcha de nuevo.
Después de un rato, entraron en un túnel. Estaba osucro y no se veía nada, pero
el príncipe empezó a sentir hambre. Debía de ser mediodía… Al momento, el
príncipe recordó lo que le había dicho el mono. Corrió a través de los vagones
hasta llegar a la locomotorá y gritó:
-¡Estamos
en peligro!
El
conductor accionó los frenos. El tren se detuvo justo al salir del túnel. Un
rinoceronte grandísimo estaba plantificado en medio de las vías. La locomotora
y los vagones se habrían roto en mil pedazos si hubieran chocado contra él. El
prínicpe se acercó al animal:
-¿Cómo
te llamas? -le preguntó.
-Zimbo.
-¿Eres
amigo de Zumbo?
-Sí.
Es mi primo -constestó el rinoceronte-. ¿Le conoces?
-Es
muy amigo mío. Me ha enseñado un juego muy divertido. ¿Quieres que te lo enseñe?
-¿Qué
juego es ese? -preguntó Zimbo lleno de curiosidad.
-El
juego de las rosquillas voladoras -improvisó el príncipe colocando sobre el
prado una bandeja de crujientes rosquillas que había cogido del vagón comedor-.
Yo las tiro al aire y tú las atrapas con el cuerno. ¿Te apetece jugar?
Tiró
una al aire y el rinoceronte la atrapó. La rosquilla quedó ensartada en su
cuerno. El príncipe lanzó otra un poco más lejos, y luego, una tercera. Para
atraparlas, Zimbo tenía que alejarse cada vez un poco más de la vía. Al cabo de
un rato tenía el cuerno repleto de rosquillas:
-Y
ahora, ¿cómo me las arreglo para comérmelas? -preguntó.
-Da
un salto mortal: así se caerán al suelo y podrás comértelas -dijo el príncipe
antes de regresar al tren, que se puso en marcha y empezó a correr como un
rayo.
Poco
después llegaron a la estación de África. Allí estaban esperando todos los
africanos, y también su rey, que llevaba una gran corona. Junto a él, estaba la
princesa. Era encantadora, sonreía y estaba sentada sobre una motocicleta azul.
El príncipe corrió a saludarles y le preguntó a la niña:
-¿Cómo
te llamas?
-Nina
-respondió la princesa-. ¿Damos una vuelta?
El
príncipe dijo que sí y ella puso en marcha su moto. Montaron juntos y se fueron
alegres y felices a dar un paseo por un desierto lleno de flores...
A
esas alturas, el abuelo ya estaba dormido. Tenía los ojos cerrados y roncaba
como una trompeta. Arturo cerró el libro y al poco rato también él se quedó
dormido: la luz de la luna lo iluminaba todo y la señora Patazas corría por el
desierto, de acá para allá, montada en una bicicleta azul…
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