Santillana del Mar, 24 de junio de 2.018
El año pasado Raúl y yo nos dimos el gustazo de
completar el Camino Lebaniego, pero nos quedamos con ganas de más y empezamos a
coquetear con la posibilidad de recorrer parte de la ruta jacobea. Hacer el
Camino supone encontrarse con uno mismo y acumular kilómetros durante varios
días seguidos mientras se comparten sudor y risas con otros
peregrinos. Somos conscientes de que esto requiere un tiempo del que nosotros
ahora no disponemos... Nuestras devociones familiares no nos permiten hacer el
Camino, pero sí recorrerlo.
El Camino del Norte, tan antiguo como el Francés, constituye la continuación del Camino de Soulac, que recorre el
extremo occidental de Francia y se adentra en la península por Irún. La ruta de
la costa atraviesa Cantabria de este a oeste, pasando por las Cuatro Villas marineras: Castro Urdiales, Laredo, Santander y San Vicente de la Barquera, y por otras
localidades de gran relevancia histórica y monumental como Santoña, Santillana
del Mar o Comillas.
El origen del Camino se remonta al
descubrimiento en Galicia, a mediados del siglo IX, de la tumba del apóstol
Santiago el Mayor. Infinidad de peregrinos comenzaron a llegar a la península por
tierra, desde Francia, o por mar, recalando en los puertos cántabros
procedentes de la Europa septentrional, dispuestos a visitarla. Conforme avanzó
la reconquista, los terrenos situados más al sur recuperaron la paz y el
Camino del Norte perdió protagonismo, pero su reciente inclusión en la lista de patrimonio mundial del Camino de Santiago le ha devuelto todo su esplendor...
Madrugamos. Son las seis de la mañana.
Raúl me recoge en la puerta de casa y juntos nos desplazamos hasta la catedral
de Santander.
La ciudad se despereza. Los servicios de
limpieza municipales le lavan la cara mientras puñados de fiesteros rezagados
regresan a casa después de apagarle la hoguera a San Juan.
Echamos a andar. Pasamos frente al
ayuntamiento, remontamos la calle Burgos y la Alameda de Oviedo, llegamos a
Cuatro Caminos y nos dirigimos hacia el Hospital Universitario Marqués de
Valdecilla para desviarnos hacia el polígono del Campón y llegar a Peñacastillo.
Bordeamos la peña por su vertiente norte
y, al llegar a la altura de la iglesia, dejamos la carretera nacional para
tomar un desvío que parte hacia la derecha y se dirige al barrio de Adarzo.
Volvemos la vista atrás y observamos como
la silueta de la iglesia devoradora de montañas se yergue imponente frente a
un despejado cielo azul que augura una larga y tórrida jornada estival…
Algo más de treinta y siete kilómetros cubiertos
por mucho asfalto han de conducirnos hoy, bajo un sol de justicia, hasta la
colegiata de Santillana del Mar, una etapa larga, con perfiles moderados, en la
que la polución y el hormigón de nuestras ciudades se fundirán con el verde de
nuestros campos y el agua de nuestros ríos.
Nada más cruzar las vías del tren, tomamos
un desvío a la izquierda. Caminamos hacia poniente, en paralelo a los raíles
del ferrocarril y a la autovía de Torrelavega, con la silueta de La Picota
recortándose al fondo y Bezana como punto de referencia.

Al llegar a las puertas del expoliado alto
del Cuco torcemos a la izquierda. Descendemos hasta la estación de FEVE,
situada junto a la clínica, y pasamos bajo las vías del tren para volver a
girar a la derecha y continuar nuestro peregrinaje. Llegamos a Boo de Piélagos y surge la
primera dificultad seria del camino: el Pas se interpone entre nosotros y Mogro...
Antiguamente, los peregrinos utilizaban un
servicio de barcas para cruzar el río, pero hace tiempo que este dejó de
funcionar, y en la actualidad, muchos, lo que hacen es coger el tren aquí y
bajarse en la siguiente estación, pero esta posibilidad no nos gusta. Ni la
contemplamos.
Otra opción es caminar junto a las vías y
utilizar el puente de hierro del ferrocarril para cruzar la ría y salvar el
obstáculo. Esta posibilidad es golosa: parece emocionante, pero la prudencia y nuestro sentido
común nos obligan a descartarla.
Finalmente, optamos por respetar el itinerario oficial
propuesto por el Gobierno de Cantabria: pasamos por debajo de la autovía A-67 y
bordeamos la margen derecha del Pas para, caminando junto al río, dirigirnos a Puente Arce. Cruzamos el vetusto puente de piedra que atraviesa el río y llegamos a Oruña.
El Puente Viejo fue construido a finales
del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II, por el maestro cantero
Bartolomé de Hermosa, responsable también de la construcción del puente de Liérganes,
su localidad natal. Se trata de una robusta estructura construida con sillares
de roca caliza de diferente tamaño, formada por largos estribos amurallados
para evitar las crecidas del río y por cinco arcos de medio punto reforzados
con cuatro espolones cuadrangulares, situados aguas abajo, que ejercen de
contrafuertes. El perfil de su plataforma, flanqueada por sendas manguardas,
altas y robustas, presenta importantes pendientes; tiene unos tres metros y
medio de anchura y cuenta con apeaderos que aprovechan la coronación de los
espolones.
Desde aquí, el camino oficial se dirige
directamente a Mar, pero intuímos que lo hace por los arcenes de la carretera
nacional, y eso no nos gusta… Nos cuesta decidirnos. Duele hacerlo, pero, después de pensarlo un rato y barajar otras posibilidades, optamos por dejarnos arrastrar por la corriente del
río y volver a aproximarnos a la costa por la carretera que discurre en
paralelo a la orilla izquierda del Pas.
Durante la última hora y media apenas
hemos avanzado nada. Casi se podría decir que hemos vuelto a Boo, aunque al menos ahora
estamos al otro lado del ríó….
Llegamos a Mogro. Subimos al merendero situado
junto a la ermita de la Virgen del Monte y hacemos un alto en el camino para
reponer fuerzas.
Pisamos terreno conocido. Prescindimos de
los itinerarios propuestos por consejerías y peregrinos, y nos dirigimos a
Gornazo. Seguimos todo recto, siempre hacia el oeste, en paralelo a la autovía,
y subimos a Bárcena de Cudón. Bajo nuestros pies se desparrama la cuenca del
Besaya…
Bajamos a Mar. Atravesamos el pueblo y
llegamos al polígono industrial de Requejada. Caminamos junto a las vías. Las
cruzamos y nos acercamos a la carretera nacional. Estamos en Polanco. El aire
pesa. El hormigón duele. Llegamos a Barreda. Las instalaciones de Solvay nos dan
la bienvenida…
Estamos cansados. Queremos hacer una parada, pero
aquí, rodeados de ruido, humo y coches, no nos apetece detenernos. Cruzamos el río
Saja y torcemos a la derecha, hacia Suances, pero, enseguida tomamos un desvío
a la izquierda que nos conduzce a Santillana.
Estamos en Viveda. Recuperamos el verde.
Nos sentimos mejor, pero los kilómetros acumulados se notan. El calor aprieta.
Buscamos una sombra en la que sentarnos a comer una pieza de fruta que nos
devuelva las fuerzas y continuamos nuestro paseo.
Pasamos por Camplengo y, cuando menos lo
esperamos, casi sin darnos cuenta llegamos a Santillana del Mar. A lo lejos vislumbramos los recios muros de
una casona de piedra que nos recuerda al Palacio de Velarde, pero estamos un
pelín desorientados y aún no sabemos que en realidad hemos alcanzado ya las puertas de nuestro
destino.
Solo cuando deducimos que el ábside
románico que se alza a su lado no puede ser otro que el de la Colegiata de Santa
Juliana, nos damos cuenta de que hemos llegado a Santillana.
Entramos en la villa por su extremo
norte, situado justo al otro lado del acceso frecuentado por los turistas. Pasamos junto al Palacio
de Velarde, construido a mediados del siglo XVI, y nos
dirigimos a la colegiata. De planta rectangular, representa
un buen ejemplo de la transición entre el gótico y el renacimiento. Tiene tres
alturas, con una zona abuhardillada, y llaman poderosamaente la atención los
pináculos que decoran la coronación de sus fachadas.
Rodeamos el ábside de la colegiata y nos
acercamos a su puerta principal. Estamos derrengados, pero por fin hemos llegado.
¡Prueba superada!
Reponemos fuerzas empapando el tradicional
bizcocho en un vaso de leche bien fresquita y buscamos la parada de autobús.
Regresamos a casa, pero mañana volveremos aquí para acometer la segunda etapa
de nuestro paseo: San Vicente nos espera…
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