miércoles, 10 de junio de 2015

DISPARA, YO YA ESTOY MUERTO: ¡decepcionante!

Mogro, 4 de junio de 2.015


En 2.013 Julia Navarro, autora de libros como "La hermandad de la Sábana Santa" (2.004), "La Biblia de barro" (2.005), "La sangre de los inocentes" (2.007) o "Dime quién soy" (2.010), publicó "Dispara, yo ya estoy muerto": una novela de casi mil páginas en la que aborda el origen del conflicto palestino-israelí de un modo lo más objetivo posible.
Más de cien años de historia desgranados merced a las vicisitudes de una familia judía y otra árabe cuyos destinos están inevitablemente unidos. 


Marian Miller trabaja para 'Refugiados', una organización no gubernamental que estudia sobre el terreno los problemas que sufren las poblaciones desplazadas a causa de conflictos bélicos, catástrofes naturales..., intentando evaluar el estado de los afectados, si las causas que provocaron su retirada están en vía de solución, o cuanto puede durar su situación, e instando a los organismos internacionales a que adopten medidas para paliar su sufrimiento.
Desde 1.948 miles de palestinos han tenido que abandonar sus hogares y se han visto despojados de sus casas y de sus tierras. Se encuentra en Israel para evaluar la política de asentamientos llevada a cabo en territorio palestino y que, todavía hoy, sigue produciendo desplazados.

Pretende recoger el punto de vista de las dos partes afectadas en el conflicto. Conoce la versión árabe pero pretende contrastarla con Aarón Zucker, ferviente defensor de la política de asentamientos israelí. El azar quiso que no pudiese reunirse con él y entabla una apasionante conversación con su padre, Ezequiel Zucker, que la arrastrará atrás en el tiempo y les permitirá a ambos ir llenando las lagunas de dos historias paralelas que puede que nunca lleguen a encontrarse aunque en ocasiones parezcan rozarse.

Él sabe que uno de los grandes problemas de Palestina es que allí nadie es capaz de ponerse en la piel de los otros; Marian le permitirá conocer otra perspectiva de lo sucedido...

Poco después del asesinato del zar Alejando II, acaecido en 1.881, Samuel y su padre se vieron obligados a abandonar su hogar. Su madre y sus hermanos habían sido asesinados durante uno de los pogromos que bajo el amparo del nuevo zar, Alejandro III, se habían extendido por todo el imperio, provocando el linchamiento multitudinario de la comunidad judía. En Polonia no les quedaba ya nada a lo que aferrarse: se instalaron en San Petersburgo pero a principios del siglo XX, después de perder a su padre durante un nuevo brote de violencia antisemita, decidió, como muchos de sus hermanos, viajar a Palestina.

El que un día fuera el hogar de los judíos había pasado a manos del imperio otomano, que al menos les toleraba y permitía vivir en paz, a cambio, eso sí, de cobrarles importantes impuestos. Compraron parcelas yermas que nadie quería, trabajaron la tierra y se convirtieron en agricultores pero, al estallar la Primera Guerra Mundial, los turcos comenzaron a verles como sus enemigos. Muchos judíos se pusieron entonces al servicio de los aliados, que se mostraron conformes con que en Palestina se estableciese un hogar nacional para el pueblo judío.

Durante siglos los judíos fueron perseguidos en Europa y los únicos lugares del mundo donde podían vivir con tranquilidad estaban en Oriente pero, al acabar la Gran Guerra, cuando tras expulsar a los turcos los británicos tomaron el control de la ciudad, la convivencia entre judíos y árabes se hizo cada vez más difícil. Los palestinos pretendían poner fin al alubión de emigrantes judíos procedentes de una Europa sobre la que pendía ya la amenaza nazi y el gobierno británico, pese a tener controlada militarmente la revuelta árabe, se rendía a la evidencia de que la situación terminaría por escapársele de las manos pues les había prometido a los judíos un hogar en una tierra que no le pertenecía.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial supuso una especie de tregua entre judíos y palestinos pero con la paz volvieron los enfrentamientos. Las potencias aliadas no se ponían de acuerdo en qué hacer con los judíos que, una vez más, parecían incomodar a todos. Los británicos seguían gobernando Palestina, impidiendo la emigración de los judíos europeos liberados en los campos de concentración nazis, pero la Agencia Judía no dejaba de fletar barcos en los que llevar a los supervivientes del holocausto a su tierra prometida. Tanto árabes como judíos coincidían en que los ingleses debían marcharse; después tendrían que llegar a un acuerdo y entonces no habría nadie para mediar entre ellos. El enfrentamiento resultaría inevitable si la Agencia Judía y sus líderes no cejaban en su empeño de hacerse con una patria propia dentro de Palestina.


En febrero de 1.947 el ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña solicitó a la nueva Organización de Naciones Unidas que buscará una solución. Mientras los líderes judíos se reunían con los delegados de la O.N.U. los árabes se negaban a recibirlos. La balanza se decantó a favor de los primeros y los representantes de Naciones Unidas recomendaron por unanimidad poner punto y final al mandato británico. El 29 de noviembre hicieron púbica la Resolución 181 en virtud de la cual Palestina sería dividida en dos quedando Jerusalén bajo mandato internacional.

Palestina nunca fue un estado: pertenecía a los judíos hace dos mil años, cuando llegaron los romanos, y detrás de ellos otros invasores, hasta llegar a los turcos y después pasar a manos británicas. Los judíos lograban el sueño de recuperar la tierra de sus antepasados a costa de expulsar a los árabes de lo que consideraban su hogar. La decisión de Naciones Unidas abocaba a ambas comunidades a la guerra: no volvería a haber paz entre ellas. Los estados de la Liga Árabe manifestaron estar ofendidos por la decisión adoptada por la O.N.U. y declararon que no permitirían la partición de Palestina pero no comprometieron a sus ejércitos y se conformaron con apoyar una tropa de voluntarios.
Los judíos no permitirían que volviesen a expulsarles de ningún lugar y los árabes tuvieron que abandonar los pueblos y barrios que habían compartido con ellos...

Son casi mil páginas: tres generaciones y demasiados personajes. Una novela densa y aburrida que cuenta demasiadas cosas sin profundizar en ninguna; apenas llego a conocer a unos protagonistas con los que no consigo empatizar y el desenlace se convierte en un sinsetido que Julia Navarro utiliza para resolver una historia que no nos lleva a ningún lugar. Decepcionante.


"Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando."

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