jueves, 28 de diciembre de 2017

LA CASA QUE AMÉ: habían sido felices en aquella casa y nadie podría arrebatársela

París, 14 de diciembre de 2.016


Durante el Segundo Imperio Francés, entre 1.852 y 1.870, París experimentó una profunda transformación promovida por el emperador Napoleón III y el prefecto de la ciudad -el barón Haussmann-, que afectó tanto al corazón de la urbe como a sus barrios periféricos: se creó una nueva red de alcantarillado, se renovó el mobiliario urbano, se remodelaron plazas y jardines, se restauraron fachadas y se abrieron nuevas calles y bulevares. Napoléon III deseaba modernizar París y dejar atrás su pasado medieval, pero para conseguirlo hubo de recurrir a una controvertida política de expropiaciones que fue duramente critada por muchos contemporáneos del emperador. Las familias desalojadas se vieron obligadas a desplazarse a los barrios periféricos. La geometría se convirtió en el eje vertebrador de la nueva ciudad y se aprobó un decreto que garantizaba la homogeneidad de las nuevas arterias y regulaba los proyectos arquitectónicos y el aspecto estético de los inmuebles privados: la nivelación de las vías, la alineación de los edificios, su altura, la inclinación de sus tejados, los materiales utilizados...

Este es el escenario de la novela que tengo entre manos durante mi viaje a París: “La casa que amé” (2.011), de Tatiana de Rosnay…


La casa era antigua, alta, cuadrada, con el tejado de pizarra y tres plantas, con cuatro ventanas en cada una, con postigos de color gris y barandillas de hierro forjado. Tenía cerca de ciento cincuenta años y había visto pasar generaciones de Bazelet. Su esposo había nacido allí: como su padre y el padre de su padre… Solo su familia había vivido entre unas paredes que se erigieron en 1.715, cuando se hizo la calle Childebert.

En 1.849 el emperador Napoleón III y el barón Haussmann se reunieron en uno de los palacios presidenciales para imaginar, pensar y planificar una ciudad nueva, inspirada en las grandes avenidas de Londres. Desde entonces, el prefecto había sometido a sus vecinos a un inhumano sinfín de expropiaciones y demoliciones que habían hecho que vivir en París fuera como hacerlo en una ciudad sitiada, invadida por la suciedad, los escombros, las cenizas y el barro. Sus tropas de obreros habían arrasado la isla de la Cité, destruido varias iglesias y reventado el Barrio Latino a cambio de unas cuantas líneas rectas, unos bulevares interminables y un montón de edificios grandes, idénticos unos a otros. Durante todo ese tiempo, la casa se había convirtido para Armand Bazelet en una inagotable fuente de esperanza. Ni por un instante pudo imaginar la posibilidad de abandonarla, pues pensaba que le protegería, y ahora, diez años después de su muerte, ejercía el mismo influjo sobre ella.
Rose es consciente de que, dentro de cien años, cuando la gente viva en un mundo moderno que nadie puede imaginar –ni siquiera el más aventurado de los escritores o de los pintores-, nadie recordará el París que ellos amaron. Habían destruido el barrio de su infancia y le habían dejado sin referencias: habían hecho desaparecer el pintoresco café frente al que pasaban todas las mañanas, el callejón oscuro y sinuoso de adoquines desiguales en el que los gatos jugaban, el banco en el que se sentaban, los geranios rosas de las ventanas y los niños que corrían por las calles... ¿Qué había sido del París medieval: de su encanto pintoresco y de sus paseos sombreados y tortuosos? Miles de personas se habían visto obligadas a hacer las maletas y mudarse fuera de las murallas de la ciudad porque, después de ver como el barón destripador fagotizaba sus casas, no podían pagar los alquileres de sus edificios nuevos. El emperador y su acólito, el nefasto Atila de la línea recta, habían construido un decorado de teatro a su imagen y semejanza: sin corazón ni alma, y ahí mismo, justo al lado de la iglesia, el bulevar Saint-Germain continuaba con su monstruosa invasión.


Sumergida en la oscuridad, con las ventanas apagadas, su casa era la últma que aún se mantenía en pie. Sus paredes le acogían en un abrazo protector y allí, resguardada entre sus recovecos, ella se sentía segura. Habían sido felices en aquella casa y nadie podría arrebatársela…

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